VIII.
SIGUIENDO EL HILO
1
Mimi estaba muerta.
Los asesinos de Mimi habían llegado y se habían marchado en medio de la noche, dejando tras ellos una elaborada pantalla de humo.
—No hay nada misterioso en la muerte de su abuela —le insistió el doctor Chai a Suzanna—. Iba fallando a pasos agigantados.
—Hubo alguien aquí anoche.
—Es cierto. Estuvo su hija.
—Ella sólo tenía una hija, mi madre. Y hace dos años y medio que está muerta.
—Fuera quien fuese la persona que estuvo aquí, no le hizo ningún daño a la señora Laschenski. Su abuela murió por causas naturales.
Suzanna se dio cuenta que de poco le iba a servir continuar discutiendo. Cualquier intento de explicar las sospechas que albergaba serviría solamente para aumentar la confusión. Además, la muerte de Mimi había iniciado una nueva espiral llena de rompecabezas. Y el principal de ellos era: ¿qué sabía la anciana, o qué había sido la anciana, para que se hubieran visto obligados a acabar con ella? Y si Mimi tenía que ver con aquel rompecabezas, ¿qué parte de él se vería ahora Suzanna obligada a asumir? Una pregunta llevaba a la otra, y ambas, con Mimi callada para siempre, tendrían que quedar sin respuesta. La única fuente de información que quedaba ahora era la criatura que se había rebajado hasta matar a la anciana en su lecho de muerte: Immacolata. Y aquélla era una confrontación para la que Suzanna no se sentía, ni mucho menos, preparada.
Salieron del hospital y empezaron a caminar. Suzanna se sentía profundamente conmovida.
—¿Te apetece que vayamos a comer algo? —le sugirió a Cal.
Sólo eran las siete de la mañana, pero encontraron un café que servía desayunos y pidieron raciones propias de glotones. Los huevos con bacon, las tostadas y el café hicieron que ambos recobraran un poco las fuerzas, aunque el precio de una noche en vela quedaba aún por pagar.
—Tendré que llamar a mi tío, el de Canadá —dijo Suzanna—. Y contarle lo que ha pasado.
—¿Todo? —inquirió Cal.
—Claro que no —repuso Suzanna—. Eso queda entre nosotros dos.
Cal se alegró mucho de oír aquello. No sólo porque no le gustase la idea de que aquella historia se difundiera, sino también porque le agradaba la intimidad que proporciona el hecho de compartir un secreto con alguien. Aquella Suzanna no se parecía a ninguna mujer de las que él había conocido con anterioridad. No había fachada, ni disimulos. Se habían convertido, de repente, en una sola noche —y también en aquella triste mañana— de confesiones, en compañeros involucrados en un misterio que, a pesar de que a él lo había llevado más cerca de la muerte que había estado en toda su vida, se hallaba dispuesto a soportar contento si ello significaba estar en compañía de aquella muchacha.
—Nadie derramará lágrimas por Mimi —decía Suzanna—. Nunca la quisieron.
—¿Ni siquiera tú?
—Yo nunca tuve ocasión de conocerla —continuó ella; y acto seguido le trazó a Cal una breve sinopsis de la vida y los tiempos de Mimi—. Era una extraña —concluyó Suzanna—. Y ahora sabemos por qué.
—Lo que nos conduce de nuevo a la alfombra. Tenemos que seguir el rastro de los que vaciaron la casa.
—Primero tienes que dormir un poco.
—No. Ahora ya he recobrado el aliento. Pero lo que si quiero es ir a casa. Tengo que darles de comer a las palomas.
—¿No pueden pasarse siquiera unas cuantas horas sin ti?
—Si no fuera por ellas —le indicó Cal—, yo no me encontraría aquí.
—Perdona. ¿Te importa que vaya contigo?
—Me gustaría mucho. Quizá puedas proporcionarle a mi padre una razón para sonreír.
2
Por lo visto a Brendan le sobraban sonrisas aquel día; Cal no había visto a su padre tan feliz desde antes de que Eileen se pusiera enferma. El cambio resultaba bastante misterioso. Les dio a ambos la bienvenida a la casa en medio de un torrente de bromas.
—¿Alguien quiere café? —les ofreció; y a continuación entró en la cocina—. Por cierto, Cal, ha estado aquí Geraldine.
—¿Qué quería?
—Ha traído unos libros que tú le habías regalado; me ha dicho que no los quería. —Apartó la mirada del café que estaba preparando y la clavó en Cal—. Dice que últimamente te has estado comportando de un modo bastante extraño.
—Debo de llevarlo en la sangre —dijo Cal; y su padre sonrió ante aquella ironía—. Voy a ver a los pájaros.
—Hoy ya les he dado de comer. Y les he limpiado el palomar.
—Bueno, eso quiere decir que realmente te encuentras mucho mejor.
—¿Por qué no? —inquirió Brendan—. Tengo gente que se preocupa por mí.
Cal asintió con la cabeza sin acabar de comprender. Luego se volvió hacia Suzanna.
—¿Quieres ver los campeones? —le preguntó.
Y los dos salieron. El día era ya fragante.
—Hay algo en papá que no acaba de encajarme —dijo Cal mientras le mostraba el camino, un sendero que llevaba al palomar—. Hace dos días estaba prácticamente al borde del suicidio.
—A lo mejor sucede sencillamente que los malos tiempos han seguido su curso —dijo ella.
—A lo mejor —aceptó Cal al tiempo que abría la puerta del palomar. Mientras lo hacía un tren pasó cerca en medio de un gran estruendo, haciendo temblar la tierra.
—El de las nueve y veinticinco en dirección a Penzance —dijo Cal al tiempo que hacía entrar a Suzanna.
—¿No molesta eso a los pájaros? —le preguntó ella—. Me refiero al hecho de estar tan cerca de las vías.
—Se acostumbraron a ello desde que estaban en el cascarón —repuso él; y entró a su vez a saludar a los pichones.
Suzanna lo estuvo observando mientras él hablaba con los pájaros y pasaba los dedos a través de la tela metálica. Cal era un tipo bastante extraño, de eso no cabía la menor duda; pero probablemente no era más extraño que ella misma. Lo que más le sorprendía era el modo desenfadado con que estaban manejando los imponderables que de repente habían entrado en sus vidas. Se encontraban de pie, intuía Suzanna, apenas asomándose al umbral; en el reino que había más allá, un poco de rareza quizá fuera una necesidad.
De repente Cal se apartó de la jaula.
—Gilchrist —dijo al tiempo que hacía una fiera mueca—. Acabo de acordarme ahora mismo. Estuvieron hablando de un tipo llamado Gilchrist.
—¿Quiénes?
—Cuando yo estaba subido en la tapia. Los hombres de las mudanzas. ¡Dios mío, sí! Al mirar ahora a los pájaros me ha venido todo a la memoria de nuevo. Yo estaba subido en la tapia y ellos hablaban de venderle la alfombra a alguien llamado Gilchrist.
—Entonces ése es nuestro hombre.
En cuestión de unos momentos Cal ya estaba de vuelta en casa.
—No tengo bizcocho… —empezó a decir Brendan mientras su hijo se dirigía al teléfono del pasillo—. ¿Qué es ese pánico repentino?
—Nada importante —repuso Suzanna.
Brendan le sirvió una taza de café mientras Cal saquedaba el listín telefónico.
—Tú no eres de aquí, ¿verdad? —le preguntó Brendan a Suzanna.
—Vivo en Londres.
—Nunca me ha gustado Londres —comentó él—. Es un lugar desalmado.
—Tengo un estudio en Muswell Hill. Estoy segura de que a usted le gustaría. —Al ver que Brendan parecía perplejo ante aquello, añadió—: Me dedico a hacer cerámicas.
—Lo he encontrado —dijo Cal con el listín en la mano—. K. W. Gilchrist —leyó—, compraventa de objetos.
—¿Qué es todo esto? —quiso saber Brendan.
—Voy a llamarlo —dijo Cal.
—Es domingo —le indicó Suzanna.
—Muchos de estos sitios están abiertos los domingos por la mañana —repuso Cal; y regresó al pasillo.
—¿Vais a comprar algo? —dijo Brendan.
—Digámoslo así —repuso Suzanna.
Cal marcó el número. Alguien levantó el auricular con prontitud al otro lado de la línea. Una mujer dijo:
—Gilchrist.
—Hola —comenzó Cal—. Desearía hablar con el señor Gilchrist, por favor.
Hubo un silencio momentáneo al otro lado de la línea; luego la mujer dijo:
—El señor Gilchrist está muerto.
«Jesús, Shadwell es rápido», pensó Cal.
Pero la telefonista no se había desanimado.
—Hace ocho años que murió —continuó. Tenía una voz más descolorida aún que la que da la hora por teléfono—. ¿Respecto a qué deseaba usted hablar con él?
—Se trata de una alfombra.
—¿Quiere usted comprar una alfombra?
—No exactamente. Creo que han llevado una alfombra a la tienda de ustedes por error…
—¿Por error?
—Eso es. Y tengo que recuperarla urgentemente.
—Me temo que tendrá usted que hablar de eso con el señor Wilde.
—¿Podría usted ponerme con el señor Wilde entonces, por favor?
—Está en la Isla de Wight.
—¿Cuándo volverá?
—El jueves por la mañana. Tendrá usted que volver a llamar entonces.
—Seguramente eso debe ser…
Cal guardó silencio al darse cuenta de que ya no había línea.
—¡Maldición! —exclamó. Luego levantó la vista y vio a Suzanna de pie junto a la puerta de la cocina—. No hay nadie allí con quien hablar. —Suspiró—. Bien. ¿En qué situación nos coloca eso?
—Igual que ladrones en medio de la noche —repuso ella suavemente.
3
Cuando Cal y la muchacha se hubieron ido, Brendan se sentó un rato y se puso a contemplar el jardín. Tendría que ponerse a trabajar en aquel jardín lo antes posible; la carta de Eileen lo había castigado por tener tan descuidado el mantenimiento del mismo.
El hecho de pensar en la carta inevitablemente le hizo acordarse de su portador, el celestial señor Shadwell.
Sin detenerse a analizar el porqué, se levantó y fue al teléfono; luego consultó la tarjeta que el ángel le había dado y marcó el número. El recuerdo que tenía del encuentro con Shadwell casi se le había borrado a causa de la brillantez del regalo que el Vendedor le había llevado y ese trato de algún modo concernía a Cal.
—¿El señor Shadwell?
—¿Quién habla, por favor?
—Brendan Mooney.
—Oh, Brendan. Cuánto me alegra oír su voz. ¿Tiene algo que contarme? ¿Algo sobre Cal?
—Se ha marchado a un almacén de muebles de segunda mano y esas cosas…
—Ah, ya sé. Entonces lo encontraremos y lo convertiremos en un hombre feliz. ¿Estaba solo?
—No. Había una mujer con él. Una mujer encantadora.
—¿Cómo se llama esa mujer?
—Suzanna Parrish.
—¿Y el almacén?
Una vaga punzada de duda tocó a Brendan.
—¿Para qué necesita usted a Cal?
—Ya se lo he dicho. Para entregarle un premio.
—Ah, sí. Un premio.
—Algo que lo dejará sin aliento. Dígame el nombre del almacén, Brendan. Al fin y al cabo tenemos un trato. Lo justo es lo justo.
Brendan se metió la mano en el bolsillo. La carta todavía estaba caliente. No había mal alguno en hacer tratos con los ángeles, ¿verdad? ¿Qué otra cosa se podía hacer con mayor seguridad?
Le dio el nombre del almacén.
—Sólo fueron a buscar una alfombra —le explicó Brendan.
El auricular produjo un chasquido.
—¿Está usted ahí? —preguntó Brendan.
Pero el mensajero divino probablemente ya había levantado el vuelo.