II.
NO ME DIGAS MENTIRAS

La habitación donde habían metido a Suzanna era bastante fría y desangelada, pero todavía era peor el hombre que se encontraba sentado frente a ella. La trató con una irónica cortesía que no por ello ocultaba del todo la cabeza de martillo que se hallaba detrás. Ni una sola vez durante la hora que duró la entrevista levantó aquel hombre la voz por encima del tono normal de conversación, ni mostró la menor impaciencia al repetir las mismas preguntas.

—¿Cómo se llama la organización de la cual usted forma parte?

—No formo parte de ninguna organización —le repitió Suzanna por centésima vez.

—Se encuentra usted en un grave aprieto —le dijo él—. ¿Lo comprende?

—Exijo ver a un abogado.

—No va a venir ningún abogado.

—Tengo derecho —protestó ella.

—Usted perdió todos los derechos en la calle Lord —le indicó Hobart—. Vamos. Déme los nombres de sus cómplices.

—¡No tengo ningún cómplice, maldita sea!

Suzanna se dijo a sí misma que tenía que conservar la calma, pero el corazón no dejaba de bombearle adrenalina. El inspector también lo sabía. No le quitaba de encima aquellos ojos de lagartija ni un solo instante. Se limitaba a mirarla fijamente y a repetirle las mismas preguntas una y otra vez, dándole vueltas al tornillo hasta conseguir que la muchacha estuviera a punto de chillar.

—Y el negro… —le preguntó Hobart—, ¿pertenece a la misma organización?

—No, no. Él no sabe nada.

—Así que admite usted que la organización existe.

—Yo no he dicho eso.

—Acaba de confesarlo.

—Está usted poniéndome en la boca palabras que no he dicho.

De nuevo, la hosca amabilidad.

—Entonces, haga el favor de hablar por usted misma.

—No tengo nada que decir.

—Hemos encontrado testigos que declararán que usted y el negro…

—Deje de llamarlo así.

—Que usted y el negro se encontraban en el mismo centro de los disturbios. ¿Quién les proporciona las armas químicas?

—No sea ridículo —le dijo Suzanna—. Eso es lo que es usted. Ridículo.

Suzanna notó que se ruborizaba y que estaba a punto de echarse a llorar. ¡Maldición! No le daría a aquel hombre la satisfacción de verla llorar.

El inspector debió de intuir la determinación de Suzanna, porque dejó de hacerle preguntas en aquella línea y probó otra distinta.

—Hábleme del código —le dijo.

Aquello dejó a Suzanna completamente perpleja.

—¿Qué código? —Hobart sacó del bolsillo de la chaqueta el libro de Mimi. Lo dejó sobre la mesa, entre los dos, poniéndole encima con aire posesivo una ancha y pálida mano—. ¿Qué significa esto?

—Es un libro…

—No me tome por tonto.

«No lo tomo por tonto —pensó ella—. Es usted peligroso y le tengo miedo».

—En serio; es un libro de cuentos de hadas —repuso.

El inspector lo abrió y comenzó a pasar las páginas.

—¿Puede usted leer el alemán?

—Un poco. Este libro fue un obsequio. Me lo regaló mi abuela.

Hobart se detuvo en algunas páginas para mirar las ilustraciones. Se entretuvo particularmente en una de ellas —un dragón con anillas resplandeciendo en un bosque— a medianoche antes de seguir adelante.

—Se dará usted cuenta, espero, de que cuanto más me mienta peor se ponen las cosas para usted.

Suzanna no se dignó contestar a aquella amenaza.

—Voy a desguazar este librito suyo… —continuó el inspector.

—No, por favor.

Suzanna sabía que Hobart utilizaría aquella preocupación suya para corroborar la culpabilidad, pero no pudo contenerse.

—Página a página —dijo Hobart—. Palabra por palabra, si es necesario.

—No hay nada en él —insistió Suzanna—. No es más que un libro. Y es mío.

—Es una prueba —le corrigió él—. Significa algo.

—Cuentos de hadas…

—Y quiero saber qué.

Suzanna dejó caer la cabeza para que él no disfrutase con su dolor.

El inspector se puso en pie.

—Espéreme, ¿quiere? —le dijo como si Suzanna tuviera dónde elegir—. Voy a sostener una charla con ese negro amigo suyo. Dos de los mejores policías de esta ciudad han estado haciéndole compañía… —Hizo una pausa para que ella captase aquel mensaje subliminal—. Estoy seguro de que en estos momentos ya estará dispuesto a contármelo todo con pelos y señales. Volveré con usted dentro de un ratito.

Suzanna se tapó la boca con la mano para evitar suplicarle que la creyera. Era evidente que no serviría de nada.

Hobart dio unos golpecitos en la puerta. Se la abrieron corriendo el cerrojo por fuera; salió al pasillo. Volvieron a cerrar la puerta tras él.

La muchacha permaneció sentada ante la mesa durante varios minutos y trató de encontrarle sentido a la sensación que parecía estar estrechándole la tráquea y la vista, dejándola sin aliento y cegándola para todo excepto para recordar los ojos de aquel policía. Nunca antes en toda su vida había sentido Suzanna algo parecido.

Tardó cierto tiempo en caer en la cuenta de que lo que sentía era odio.

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