II.
LOS PERSEGUIDORES

La mujer que estaba ante la ventana del «Hotel Hannover» descorrió la cortina gris y miró hacia abajo en dirección a la calle.

—¿Será posible…? —murmuró en dirección a las sombras que reinaban en un rincón de la habitación. No hubo respuesta alguna a aquella pregunta, ni había necesidad de que la hubiera. Por improbable que pudiese parecer, el rastro había conducido sin ningún género de dudas hasta allí, hasta aquella ciudad cansada que yacía maltrecha y descuidada junto a un río por el que en otro tiempo habían navegado barcos de esclavos y algodoneros, y que ahora apenas podía llevar su propio caudal hasta el mar. Hasta Liverpool—. Qué lugar —dijo.

Un pequeño remolino de polvo se formó bruscamente afuera, en la calle, levantando en el aire basura antediluviana.

—¿Por qué te sorprendes tanto? —le preguntó el hombre, que se hallaba medio tumbado medio sentado en la cama, con aquella impresionante constitución suya descansando en las almohadas y las manos entrelazadas detrás de la pesada cabeza. Tenía la cara ancha y las facciones casi demasiado expresivas, como las de un actor que se hubiera hecho especialista en efectos baratos. La boca, que conocía mil variaciones de sonrisa, adoptó una que iba de acuerdo con el pausado estado de ánimo que tenía entonces y dijo—: Nos han hecho bailar bastante. Pero casi hemos llegado. ¿No lo presientes? Yo sí.

La mujer le dirigió una fugaz mirada. Aquel hombre se había quitado la chaqueta, que había sido el regalo más amoroso que ella le había hecho, y la había arrojado sobre el respaldo de una silla. La camisa que llevaba debajo estaba empapada de sudor en la zona de las axilas, y la carne de la cara parecía de cera bajo la luz de la tarde. A pesar de todo lo que sentía por él —y aquello era suficiente para que a ella le diera miedo hacer el cálculo—, él era sólo humano, y aquel día, después de tanto calor y de tanto viajar, a aquel hombre se le habían hecho evidentes todos y cada uno de los cincuenta y dos años que tenía. En el tiempo que llevaban juntos persiguiendo la Fuga, ella le había prestado toda la fuerza que poseía, del mismo modo que él, a su vez, le había prestado a ella el ingenio y la pericia necesarios para sobrevivir en aquel reino. El Reino del Cuco, como las Familias lo habían llamado desde siempre, aquel miserable mundo humano que ella había tenido que soportar por motivos de venganza.

Pero muy pronto la persecución tocaría a su fin. Shadwell —el hombre que se encontraba tumbado en la cama— se beneficiaría de aquello que se hallaban tan cerca de encontrar, y ella, viendo a la presa que buscaban mancillada y vendida como esclavo, satisfaría su sed de venganza. Entonces dejaría que el Reino se las arreglara por sus propios y horribles medios, y lo haría contenta.

Puso de nuevo su atención en la calle. Shadwell tenía razón. Los habían hecho bailar. Pero la música se interrumpiría bastante pronto.

Desde donde Shadwell se hallaba tumbado la silueta de Immacolata resaltaba claramente contra la ventana. No era la primera vez que, de pensamiento, consideraba el problema de cómo iba a vender a aquella mujer. Era un ejercicio puramente académico, como era natural, pero un ejercicio que presionaba hasta el límite todas las técnicas que poseía.

Él era vendedor de profesión; aquél había sido su medio de vida desde que no era más que un adolescente. Más que un medio de vida, era un don. Se enorgullecía de que no hubiera nada vivo o muerto para lo que él no pudiera encontrar un comprador. En tiempos había sido comerciante de azúcar sin refinar, traficante de armas de pequeño calibre, vendedor de muñecas, de perros, de seguros de vida, de panfletos de salvación y de aparatos de iluminación. Había traficado con agua de Lourdes y con hashish, con biombos chinos y con ciertas curas patentadas contra el estreñimiento. En medio de todo aquel desfile de cosas había habido, por supuesto, algunos fraudes y engaños, pero nada, nada, que él no hubiera sido capaz de endosarle al público antes o después, bien fuera por medio de la seducción o de la intimidación.

Pero ella —Immacolata, la no del todo mujer con la que había compartido todos y cada uno de los momentos de vigilia durante aquellos largos años pasados—, ella, y eso Shadwell lo sabía muy bien, desafiaría todo aquel talento de vendedor que él tenía.

Por una parte Immacolata era paradójica, y el público comprador tenía poco gusto para eso. Querían la mercancía desprovista de ambigüedad: presentada de forma simple y segura. Y ella no era segura; oh, ciertamente que no; no con aquella terrible rabia y aquellas todavía más terribles alegrías; ni tampoco era simple. Debajo de la incandescente belleza que tenía su cara, detrás de unos ojos que ocultaban siglos, aunque pudieran estar tan cercanos que aspiraran la sangre, debajo de aquella piel aceitunada y oscura, la piel de los judíos, yacían unos sentimientos capaces de levantar ampollas en el aire si se les daba rienda suelta.

Immacolata era demasiado para venderla, decidió Shadwell —y no era la primera vez—, y se dijo a sí mismo que tenía que olvidarse de aquel ejercicio. Era un ejercicio que no podía confiar en dominar nunca del todo; ¿por qué había de atormentarse con ello?

Immacolata se volvió de espaldas a la ventana.

—¿Ya has descansado? —le preguntó a Shadwell.

—Eras tú la que quería protegerse del sol —le recordó él—. Yo estoy listo para empezar en cuanto tú lo estés. Aunque no tengo ni idea de por dónde empezar…

—Eso no es tan difícil —dijo Immacolata—. ¿Recuerdas lo que te profetizó mi hermana? Los acontecimientos se acercan al punto de crisis.

Mientras hablaba las sombras del rincón de la habitación comenzaron a removerse de nuevo, y las dos hermanas muertas de Immacolata mostraron sus etéreas faldas. Shadwell nunca se había sentido a gusto en presencia de ellas, y ellas, a su vez, siempre lo habían despreciado. Pero la mayor, la Bruja, poseía el don del oráculo, de eso no cabía la menor duda. Lo que ella viera en la inmundicia de su hermana, en la placenta de la Magdalena, había resultado normalmente ser acertado.

—La Fuga no puede permanecer escondida durante mucho tiempo más —comentó Immacolata—. En cuanto se mueve produce vibraciones. No puede evitarlo. Tanta vida comprimida en semejante escondrijo.

—¿Y tú sientes alguna de esas… vibraciones? —le preguntó Shadwell al tiempo que balanceaba las piernas por encima del borde de la cama para ponerse en pie.

Immacolata movió negativamente la cabeza.

—No, todavía no. Pero deberíamos estar preparados.

Shadwell cogió la chaqueta y se la puso. El forro lanzó algunos destellos y comenzó a despedir filamentos a través de la habitación. A causa de aquella momentánea brillantez consiguió ver a la Magdalena y a la Bruja. La vieja se cubrió los ojos para protegerse de aquella irradiación de la chaqueta, temerosa del poder que aquello pudiera tener. A la Magdalena no le importó aquello; desde hacía mucho tiempo tenía los párpados cosidos a fin de cerrarle las cuencas de los ojos, ciegos de nacimiento.

—Cuando empiecen los movimientos puede que tardemos una hora o dos en localizar con precisión el lugar —dijo Immacolata.

—¿Una hora? —preguntó Shadwell. La persecución que finalmente los había conducido allí aquel día parecía haber durado toda una vida—. Puedo esperar una hora.

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