II.
EL FUNERAL
La primera obligación que se impusieron Suzanna y Cal fue la de localizar el cuerpo de Jerichau, lo que les costó media hora en total. El paisaje de la Fuga hacía rato que había invadido el lugar donde la muchacha lo había dejado, y fue más por suerte que por sistema que lo encontraron.
Por suerte y por el sonido de unos niños; porque Jerichau no había permanecido allí sin compañía. Dos mujeres y media docena de retoños, pertenecientes a ambas y de edades que iban desde los dos años hasta los siete aproximadamente, estaban de pie (y jugando) alrededor del cadáver.
—¿Quién es? —quiso saber una de las mujeres cuando ellos se acercaron.
—Se llama Jerichau —respondió Suzanna.
—Se llamaba —la corrigió uno de los niños.
—Se llamaba.
Cal expuso la inevitable y delicada pregunta.
—¿Qué se hace aquí con los cuerpos? Es decir… ¿adónde lo llevamos?
La mujer sonrió, mostrando una impresionante ausencia de dientes.
—Dejadlo aquí —dijo—. A él ya no le importará, ¿verdad? Enterradlo.
Miró amorosamente a su hijo más pequeño, que iba desnudo, muy sucio y con el pelo lleno de hojas.
—¿A ti qué te parece? —le preguntó.
El niño se sacó el pulgar de la boca y gritó:
—¡Enterradlo!
Cántico que inmediatamente fue seguido por todos los demás niños.
—¡Enterradlo! ¡Enterradlo! —gritaban; y al instante uno de ellos cayó de rodillas y se puso a excavar la tierra como un perro callejero en busca de un hueso.
—Seguramente habrá que cumplir ciertas formalidades —dijo Cal.
—Entonces…, ¿tú eres un Cuco? —le preguntó una de las madres.
—Sí.
—¿Y él también? —dijo apuntando hacia Jerichau.
—No —repuso Suzanna—. Él era un Babu; y un gran amigo.
Todos los niños se habían puesto ya a excavar, riendo sin parar y arrojándose puñados de tierra unos a otros mientras trabajaban.
—Me parece que estaba preparado para morir —le dijo la mujer a Suzanna—. A juzgar por la expresión que tiene.
—Lo estaba —dijo Suzanna en un susurro.
—En ese caso deberíais enterrarlo bajo tierra y acabar con esto de una vez —fue la respuesta de la mujer—. No son más que huesos.
Al oír aquello Cal hizo una mueca de desagrado, pero Suzanna pareció conmovida por las palabras de la mujer.
—Ya lo sé —dijo—. Y bien que lo sé.
—Los niños os ayudarán a excavar un agujero. Les gusta cavar.
—¿Estará bien eso? —quiso saber Cal.
—Sí —respondió Suzanna con una súbita seguridad—. Sí que lo es.
Y ella y Cal se pusieron de rodillas junto a los niños y empezaron a cavar.
No resultó un trabajo fácil. La tierra era dura y húmeda; pronto los dos se encontraron totalmente embadurnados de barro. Pero el puro sudor, y el hecho de es forzarse luchando con la tierra bajo la cual iban a colocar el cuerpo de Jerichau, convirtieron la tarea en un esfuerzo saludable y extrañamente compensatorio. Les llevó mucho rato, durante el cual las mujeres estuvieron mirando, supervisando a los niños y compartiendo una pipa de tabaco picante.
Mientras trabajaban, Cal se puso a meditar sobre cuántas veces la Fuga y su gente habían confundido sus esperanzas. Y helos allí, de rodillas, cavando una tumba con una piara de mocosos: no era para eso para lo que le habían preparado sus sueños de encontrarse en aquel lugar. Pero, a su manera, aquello resultaba más real de lo que él se hubiera atrevido nunca a esperar; tierra bajo las uñas y un crío de nariz mocosa a su lado comiéndose alegremente un gusano. Nada de sueño, más bien un despertar.
Cuando el agujero fue lo bastante profundo para que Jerichau cupiera decentemente en él, se pusieron a trasladar el cuerpo. Y en este punto Cal ya no pudo aguantar la intromisión de los niños. Cuando los pequeños se disponían a ayudarles a levantar el cuerpo, les dijo que se apartasen.
—Déjalos que ayuden —le reprendió una de las mujeres—. Se están divirtiendo.
Cal miró la fila de niños, que a aquellas alturas eran ya como personas de barro. Estaba claro que rabiaban por hacer de portadores del paño mortuorio; todos menos el que se comía los gusanos, que seguía sentado al borde de la tumba balanceando los pies dentro del agujero.
—Éste no es un asunto para crios —repuso Cal. Le repelía débilmente la indiferencia de las madres hacia las morbosidades de sus retoños.
—¿Ah, no? —le contradijo una de las mujeres rellenando la pipa por enésima vez—. Tú sabes más de esto que ellos, ¿no es eso?
Cal la miró atentamente.
—Venga —le desafió la mujer—. Diles lo que tú sabes.
—Nada —concedió Cal de mala gana.
—Entonces, ¿qué hay que temer? —inquirió ella suavemente—. Si no hay nada que temer, ¿por qué no dejarles jugar?
—Puede que tenga razón, Cal —le dijo Suzanna poniendo una mano en la de él—. Y creo que a Jerichau le gustaría. Nunca estuvo a favor de las solemnidades.
Cal no quedó muy convencido, pero no era aquél el momento para ponerse a discutir. Se encogió de hombros, y los niños prestaron aquellas pequeñas manos que tenían para ayudar en la tarea de levantar el cuerpo de Jerichau y depositarlo en la tumba. Resultó que demostraron una dulce ternura en el acto, una ternura sin contaminar por formalidades ni costumbres. Una de las niñas le sacudió al muerto un poco de tierra de la cara con una caricia tan suave como una pluma mientras sus hermanos le ponían derechos los brazos y las piernas en aquel lecho de tierra. Luego se retiraron sin pronunciar palabra, dejando que Suzanna depositara un beso en los labios de Jerichau. Sólo entonces, precisamente en el último momento, la muchacha dejó escapar un pequeño sollozo.
Cal cogió un puñado de tierra y lo arrojó dentro de la tumba. Al ver aquello los niños siguieron su ejemplo y empezaron a cubrir de tierra todo el cuerpo. Pronto estuvo hecho. Hasta las madres se acercaron a la tumba y echaron en ella un puñado de tierra, como un gesto de despedida a aquel compañero a quien sólo habían conocido como objeto de discusión.
Cal pensó en el funeral de Brendan, en el ataúd transportado entre cortinas descoloridas mientras un pálido y joven cura entonaba un manido himno. Aquél era un final mejor, sin duda, y las sonrisas de los niños habían sido, a su manera, más apropiadas que todas las plegarias y pláticas.
Cuando todo hubo acabado, Suzanna encontró unas palabras para darles las gracias a los enterradores y a sus madres.
—Después de tanto cavar —le dijo la mayor de las niñas—, lo único que espero es que crezca.
—Crecerá —le aseguró su madre sin el menor signo de condescendencia—. Siempre lo hacen.
Tras aquel inverosímil comentario, Cal y Suzanna continuaron su camino en dirección a la Casa de Capra. Donde, aunque ellos estaban lejos de saberlo, las moscas pronto se estarían dando un festín.