III.
EL MILAGRO DEL TELAR
En el exterior del Templo los temblores sísmicos iban empeorando. Dentro, sin embargo, reinaba una inquietante paz. Suzanna empezó a avanzar por los oscuros pasillos, con el picor del cuerpo mitigado ahora que se hallaba fuera de la turbulencia, allí, en el ojo del huracán. Había luz más adelante. Volvió una esquina, y otra, y al hallar una puerta en la pared se deslizó por ella yendo a dar a un segundo pasadizo, tan espartano como el que acababa de abandonar. La luz quedaba atormentadoramente fuera de alcance. A la vuelta de la próxima esquina, prometía; sólo un poco más adelante, un poco más adelante.
El menstruum permanecía quieto dentro de la muchacha, como si temiera mostrarse. ¿Se trataría del natural respeto que un milagro le profesa a otro milagro mayor? En ese caso los encantamientos que allí existían estaban ocultando la cara con no poca habilidad; no había nada en aquellos pasillos que sugiriese revelación ni poder; sólo ladrillo desnudo. Excepto por la luz. Ésta seguía engatusando a Suzanna, llevándola por otra puerta y por otros pasadizos. El edificio, la muchacha se dio cuenta de ello ahora, estaba construido siguiendo el principio de las muñecas rusas, una dentro de otra. Mundos dentro de otros mundos. No podrían disminuir infinitamente, se dijo a sí misma. ¿O sí podrían?
Precisamente al volver la esquina siguiente obtuvo la respuesta, o por lo menos parte de ella, al mismo tiempo que una sombra se lanzaba contra la pared. Suzanna oyó que alguien gritaba:
—¿Qué, en nombre de Dios?
Por primera vez desde que pusiera los pies en aquel lugar, Suzanna notó que el suelo vibraba. Se cayó un poco de polvo de ladrillo del techo.
—Shadwell —dijo la muchacha.
Al pronunciar aquella palabra le pareció que podía ver las dos sílabas —Shad well— transportadas a lo largo del pasillo hasta llegar a la próxima puerta. Un fugaz recuerdo le acudió a la mente también: el de Jerichau expresándole su amor; palabra hecha realidad.
La sombra de la pared cambió de lugar y de pronto el Vendedor se encontraba de pie ante Suzanna. Todo rastro del Profeta había desaparecido. Y el rostro que se revelaba debajo estaba abotagado y pálido; era el rostro de un pez varado en la playa.
—Ha desaparecido —le dijo él. Temblaba violentamente de los pies a la cabeza. Gotas de sudor le decoraban el rostro como perlas—. Todo ha desaparecido.
Cualquier temor que Suzanna hubiera podido tenerle a aquel hombre se había esfumado. Allí estaba él, desenmascarado y ridículo. Pero las palabras que dijo le sonaron extrañas a la muchacha. ¿Qué era lo que había desaparecido? Echó a andar hacia la puerta por la que había pasado él.
—Has sido tú… —le dijo Shadwell al tiempo que empezaba a temblar—. Tú has hecho esto.
—Yo no he hecho nada.
—Oh, sí…
Cuando Suzanna se encontraba a menos de un metro del Vendedor, éste extendió las manos y le puso aquellas húmedas y frías manos alrededor del cuello.
—¡Ahí no hay nada! —chilló, acercándola más a el.
Shadwell intentaba hacerle daño, pero sin embargo el menstruum no acudía a socorrer a Suzanna. La muchacha sólo podía contar con el poder de los músculos para librarse de él, y no era suficiente.
—¿Quieres verlo? —le gritó Shadwell a la cara—. ¿Quieres ver cómo me has engañado? ¡Te lo enseñaré!
La arrastró hacia la puerta y la lanzó al interior de una habitación en el corazón del templo: el santuario interior en el que se habían generado los milagros del Torbellinos; la casa de poder que había mantenido los mundos de la Fuga juntos durante tanto tiempo.
Era una habitación de unos quince palmos cuadrados que estaba construida con el mismo ladrillo desnudo que el resto del Templo, y alta. Suzanna miró hacia arriba y vio que el techo tenía una especie de claraboya abierta a los cielos. Las nubes que giraban en torno al tejado del Templo derramaban un brillo lechoso, como si los relámpagos que emanaban del Torbellino prendieran en la matriz del turbulento aire de allá arriba. Al mirar hacia arriba la muchacha captó una forma en el ángulo del techo. Antes de que pudiera centrar allí su mirada, Shadwell ya se había acercado a ella.
—¿Dónde está? —exigió—. ¿Dónde está el Telar?
Suzanna miró en torno al santuario, y ahora descubrió que no se hallaba desnudo por completo. En cada uno de los cuatro rincones se encontraba una figura sentada, una figura que miraba hacia el centro de la habitación. A Suzanna la columna vertebral le dio un tirón nervioso. Aunque estaban sentados rígidamente erguidos en sillas de respaldo alto, los componentes de aquel cuarteto llevaban muertos mucho tiempo, con la carne pegada a los huesos como papel manchado y la ropa colgando en harapos podridos.
¿Habrían sido asesinados aquellos guardianes en el lugar donde se hallaban sentados para que los ladrones pudieran llevarse el Telar sin impedimentos? Eso parecía. Sin embargo, no había nada en su postura que sugiriese una muerte violenta; Suzanna tampoco podía creer que aquel lugar encantado hubiera sido sancionado con derramamiento de sangre. No; algo distinto había sucedido allí —quizá todavía estuviera sucediendo—, algún punto esencial que ni ella ni Shadwell eran capaces de apreciar aún.
Shadwell seguía mascullando para sus adentros, con la voz como una decadente espiral de quejas. Suzanna lo escuchaba sólo a medias; le interesaba muchísimo más el objeto que ahora había descubierto en medio del suelo.
Allí yacía el cuchillo de cocina que Cal había metido en la Sala de Subastas tantos meses atrás; aquel vulgar utensilio doméstico que la mirada que cruzaron entre ellos había introducido de algún modo en el Tejido, en aquel punto preciso, el absoluto centro de la Fuga.
Al verlo, las piezas del acertijo empezaron a encajar en el interior de la cabeza de Suzanna. Allí, justo donde las miradas de los centinelas se intersectaban, yacía el cuchillo que otra mirada —la que en cierta ocasión se había cruzado entre ella y Cal— había dotado de poder. El cuchillo había penetrado en aquella cámara y de algún modo había cortado el último mundo que el Telar había creado; y el Tejido había liberado sus secretos. Todo lo cual estaba muy bien, de no ser porque los centinelas se hallaban muertos y el Telar, como Shadwell no cesaba de repetir, había desaparecido.
—Fuiste tú —gruñó Shadwell—. Tú lo has sabido todo este tiempo.
Suzanna hizo caso omiso de aquellas acusaciones mientras en la cabeza se le iba forjando un nuevo pensamiento. Si la magia se había evaporado, razonó, ¿porqué se ocultaba el menstruum?
Cuando se estaba formulando aquella pregunta la furia impulsó a Shadwell al ataque.
—¡Te mataré! —chilló.
El asaltó cogió a Suzanna desprevenida, y por ello se vio arrojada contra la pared. Se quedó sin aliento de golpe, y antes de que pudiera defenderse Shadwell ya le había puesto los pulgares en la garganta y la tenía atrapada con el peso de su cuerpo.
—Perra ladrona —le espetó—. ¡Me has engañado!
Suzanna levantó las manos para intentar desembarazarse de él, pero ya empezaba a sentirse débil. Hizo esfuerzos por tomar aire; estaba desesperada por conseguir una bocanada aunque fuera del flatulento aliento que Shadwell exhalaba, pero éste la tenía agarrada con tanta fuerza por la garganta que no permitía ni siquiera que llegase hasta ella una bocanada.
«Voy a morir —pensó Suzanna—; voy a morirme mirando esta cara cuajada».
Y en aquel momento los ojos que Suzanna tenía vueltos hacia arriba percibieron un atisbo de movimiento en el tejado, y una voz dijo:
—El Telar está aquí.
Shadwell aflojó el apretón sobre Suzanna. Se volvió y miró hacia quien hablaba.
Immacolata, con los brazos abiertos como un paracaidista en caída libre, revoloteaba por encima de ellos.
—¿Te acuerdas de mí? —le preguntó a Shadwell.
—Jesucristo.
—Te he echado de menos, Shadwell. Aunque te portaste muy mal conmigo.
—¿Dónde está el Telar? —preguntó él—. Dímelo.
—No hay Telar —repuso la Hechicera.
—Pero si acabas de decir…
—Que el Telar está aquí.
—¿Pero dónde? ¿Dónde?
—No hay Telar.
—Has perdido completamente el juicio —le grito Shadwell—. ¡O lo hay o no lo hay!
La Hechicera esbozó una sonrisa de calavera mientras contemplaba al hombre que tenía debajo.
—Tú eres el loco —dijo con suavidad—. No lo comprendes, ¿verdad?
Shadwell puso una voz más suave.
—¿Por qué no bajas? —le sugirió a Immacolata—. Ya me duele el cuello.
La Hechicera movió la cabeza negativamente. Le costaba lo suyo mantenerse en el aire de aquella manera, Suzanna ya se había dado cuenta; estaba desafiando la santidad del Templo al hacer uso de sus encantamientos en aquel lugar. Pero volaba en la cara de tales edictos, decidida a recordarle a Shadwell lo atado que estaba a la tierra.
—Tienes miedo, ¿no es eso? —quiso saber Shadwell.
La sonrisa de Immacolata no se alteró.
—No tengo miedo —respondió; y, flotando, empezó a bajar hacia él.
«No te pongas a su alcance», le dijo mentalmente Suzanna. Aunque la Hechicera había causado daños terribles, Suzanna no deseaba verla abatida por la maldad de Shadwell. Pero el Vendedor permaneció frente a frente con la mujer sin hacer movimiento alguno. Sencillamente, le dijo:
—Has llegado aquí antes que yo.
—Casi me había olvidado de ti —repuso Immacolata. Su voz había perdido todo vestigio de estridencia. Estaba llena de suspiros—. Pero ella me hizo recordar —continuó echando una breve ojeada en dirección a Suzanna—. Me prestaste un buen servicio, hermana —le dijo—. Al recordarme a mi enemigo. —Volvió de nuevo los ojos hacia Shadwell—. Tú me volviste loca. Y yo me olvidé de ti. Pero ahora me acuerdo. —De súbito la sonrisa y los suspiros había desaparecido por entero. Sólo había ruina y rabia—. Me acuerdo muy bien —concluyó Immacolata.
—¿Dónde está el Telar? —exigió Shadwell.
—Siempre fuiste muy literal —repuso Immacolata con desprecio—. ¿De verdad esperabas encontrarte una cosa? ¿Otro objeto que poseer? ¿En eso consiste tu divinidad, Shadwell? ¿En la posesión?
—¿Dónde cojones está?
Y entonces la Hechicera se echó a reír, aunque los sonidos que le brotaron de la garganta no tenían nada que ver con el placer.
Las burlas de Immacolata presionaron a Shadwell hasta hacerle perder los estribos, y se arrojó contra ella. Pero la Hechicera no estaba dispuesta a permitir que le pusiera las manos encima. En el mismo instante en que el intentó agarrarla, a Suzanna le pareció que el rostro arruinado de la Hechicera se abriera, desgarrado, y derramase una fuerza que en otro tiempo hubiera podido ser el menstruum —aquel río fresco y brillante en el que Suzanna se había sumergido por primera vez por mandato de Immacolata—, pero que ahora era un torrente pútrido y condenado que le emanaba de las heridas igual que pus. No obstante, poseía tuerza. Shadwell fue lanzado contra el suelo.
En lo alto, las nubes lanzaban relámpagos al otro lado del tejado, paralizando la escena que tenía lugar abajo mediante el escoplo de luz. Con toda segundad el golpe mortal sólo tardaría un segundo en producirse.
Pero no fue así. La Hechicera titubeó, chorreando de poder corrompido por aquel rostro roto, y en ese mismo instante la mano de Shadwell empuñó el cuchillo de cocina que yacía a su lado.
Suzanna lanzó un grito de advertencia, pero Immacolata o no la oyó o decidió no oírla. Entonces Shadwell se puso en pie, ofreciendo a su víctima, al levantarse, un momento de ventaja para golpearlo, pero la Hechicera no aprovechó la oportunidad y el Vendedor le hundió la hoja en el abdomen, un corte de carnicero que le abrió una herida traumática.
Por fin Immacolata pareció percatarse de que Shadwell buscaba darle muerte, y entonces reaccionó. El rostro empezó a encendérsele de nuevo, pero antes de que aquella chispa pudiera convertirse en fuego la hoja del cuchillo que manejaba Shadwell ya la estaba abriendo en dos hasta los pechos. Las entrañas se le escaparon a Immacolata por la herida. Gritó y echó hacia atrás la cabeza, desperdiciando el poder que desencadenó contra las paredes del lugar sagrado.
En aquel mismo instante la habitación se llenó de un rugido que daba la impresión de proceder tanto de los ladrillos como de las entrañas de Immacolata, Shadwell dejó caer el cuchillo, brillante ahora a causa de la sangre, e hizo ademán de apartarse del lugar del crimen, pero su víctima alargó la mano y lo atrajo hacia sí.
El fuego había desaparecido por completo del rostro de Immacolata. Se estaba muriendo muy aprisa. Pero incluso en aquellos últimos momentos agarraba a Shadwell con fuerza. Mientras el rugido se hacía más fuerte le otorgó al Vendedor el abrazo que siempre le había negado, manchándole la chaqueta. Shadwell soltó un grito de repugnancia, pero la Hechicera no lo soltó. Él se debatió, y finalmente logró zafarse de aquel abrazo; apartó a Immacolata y se alejó tambaleante, con el pecho y el vientre cubiertos de sangre. Lanzó una mirada más en dirección a la mujer y luego echó a andar hacia la puerta dando pequeños gemidos de horror. Al llegar a la salida levantó la mirada hacia Suzanna.
—Yo no… —empezó a decir; había levantado las manos y miraba cómo la sangre le corría entre los dedos—. No he sido yo… —Aquellas palabras suyas tenían tanto de súplica como de negativa—. ¡Ha sido la magia! —continuo mientras las lágrimas le brotaban de los ojos. No a causa de la pena, Suzanna lo sabía, sino de súbita y justa rabia—. ¡Asquerosa magia! —chilló. El suelo se meció al oír que renegaban de su gloria.
Shadwell no esperó a que el techo le cayera sobre la cabeza, sino que salió huyendo de la cámara mientras los rugidos aumentaban en intensidad.
Suzanna se dio la vuelta y miró a Immacolata.
A pesar de la cruel herida que había sufrido no estaba muerta todavía. Se encontraba de pie, apoyada contra una de las paredes, y se agarraba a los ladrillos con una mano mientras con la otra impedía que se le cayeran las entrañas.
—Se ha derramado sangre —dijo, al tiempo que otro temblor, más furioso aún que el que le había precedido, desprendía los cimientos del edificio—. Se ha derramado sangre en el Templo del Telar. —Esbozó aquella terrible y torcida sonrisa—. La Fuga está deshecha, hermana…
—¿Qué quieres decir?
—Vine aquí con intención de derramar la sangre de Shadwell y echar abajo el Torbellino. Y al parecer soy yo la que sangra. Da igual. —La voz se le hizo más débil. Suzanna se acercó más a ella para oírla mejor—. Al final es lo mismo. La Fuga está acabada. Será polvo. Todo polvo.
Se apartó con esfuerzo de la pared. Suzanna extendió la mano para impedir que se cayera. El contacto hizo que la palma de la mano le hormigueara.
—Ya están desterrados para siempre —continuó diciendo Immacolata; estaba débil, pero sin embargo había triunfo en la voz—. Aquí termina la Fuga. Borrada como si nunca hubiera existido.
Y tras decir eso las piernas se le doblaron debajo del cuerpo. Empujando a Suzanna para apartarla, cayó hacia atrás contra la pared. La mano le resbaló del vientre; las entrañas quedaron sueltas.
—Yo solía soñar… —dijo la Hechicera— con un terrible vacío… —Dejó de hablar al tiempo que se deslizaba pared abajo, y algunos mechones de pelo se le quedaron enganchados en los ladrillos—. Arena y la nada. Eso es lo que soñaba. Arena y la nada. Y helo aquí.
Y como para corroborar aquel comentario el estruendo se convirtió en cataclismo.
Satisfecha con sus esfuerzos, Immacolata se dejó caer en el suelo.
Suzanna echó un vistazo hacia la ruta de escape que tenía, mientras los ladrillos del Templo empezaban a rodar unos sobre otros con renovada ferocidad. ¿Qué más podía hacer allí? Los misterios del Telar la habían derrotado. Si se quedaba allí quedaría enterrada en las ruinas. No quedaba nada que hacer, excepto salir de aquel lugar mientras aún pudiera.
Al avanzar hacia la puerta, dos rayos de luz hendieron el aire sucio y le dieron en el brazo. El brillo de los mismos la sobresaltó. Y más chocante aún era la fuente de donde procedían. Venían de las órbitas oculares de uno de los centinelas. Suzanna se apartó de la trayectoria de aquella luz, y al dar los rayos en el cadáver situado enfrente, allí también se encendieron luces; a continuación en la cabeza del tercer centinela, y en la del cuarto.
Aquellos hechos no le pasaron inadvertidos a Immacolata.
—El Telar… —susurró, escapándosele el aliento.
Los rayos brillaban al intersectarse, y el aire cargado se suavizó con un sonido de voces que murmuraban muy bajo palabras tan etéreas que eran casi una música.
—Llegáis demasiado tarde —dijo la Hechicera dirigiendo el comentario al cuarteto muerto, no a Suzanna—. Ya no podéis salvar la Fuga. —La cabeza empezó a caérsele hacia delante—. Demasiado tarde… repitió.
Luego la recorrió un estremecimiento. Y el cuerpo, abandonado por el espíritu, se desplomó. Immacolata yacía muerta en su sangre.
A pesar de sus últimas palabras, el poder seguía acumulándose allí. Suzanna reculó hacia la puerta para despejar por completo el camino de los rayos. Sin nada que les impidiera el paso, éstos redoblaron de inmediato el brillo, y desde el punto de colisión lanzaron otros rayos hacia todos los ángulos. Los murmullos que llenaban la cámara encontraron de pronto un nuevo ritmo; las palabras, aunque todavía ajenas para Suzanna, corrían como un melodioso poema. De algún modo aquellas palabras y la luz formaban parte de un único sistema; los encantamientos de las cuatro familias —Aia, Lo, Ye-me y Babu— estaban funcionando juntos: música de palabras acompañando a una danza de luz entretejida.
Aquello era el Telar; claro. Aquello era el Telar.
No era pues de extrañar que Immacolata hubiera despreciado el literalismo de Shadwell. La magia puede concederse a lo físico, pero no reside en lo físico. Reside en la palabra, que se pronuncia mentalmente, y en el movimiento, que es la manifestación de la mente; en el sistema del Tejido y en las evocaciones de la melodía: todo mente.
Pero, maldita sea, aquel reconocimiento por parte de Suzanna no bastaba. Al fin y al cabo ella no era más que un Cuco, y resolver el rompecabezas en el mundo no iba a aliviar en nada la rabia de aquel lugar profanado. Lo único que la muchacha podía hacer era mirar cómo la ira del Telar hacía temblar la Fuga y todo lo que contenía, destrozándola.
Y en medio de aquella frustración, los pensamientos de Suzanna volvieron hacia Mimi, quien la había embarcado en aquella aventura pero que había muerto demasiado pronto para prepararla como era debido. Lo más seguro era que Mimi ni siquiera hubiese previsto lo que estaba sucediendo: la destrucción de la Fuga, y Suzanna en pleno corazón de la misma, incapaz de mantenerlo latiendo.
Las luces seguían entrechocándose y multiplicándose, los rayos se iban haciendo tan sólidos ahora que Suzanna habría podido caminar sobre ellos, la actuación de aquellos rayos la tenía totalmente pasmada. Le daba la impresión de que podía quedarse allí mirando eternamente, sin cansarse de tales complejidades. Y éstas se hacían cada vez más elaboradas, más sólidas, hasta que la muchacha tuvo la certeza de que las paredes del lugar sagrado ya no serían capaces de contenerlas, sino que estallarían…
… adentrándose en la Fuga, a donde ella tenía que ir. Tenía que salir hacia el lugar donde yacía Cal, para consolarlo lo mejor que pudiera en el mare mágnum que se avecinaba.
Junto con este pensamiento le acudió otro. Que quizá Mimi hubiera sabido, o temido, que al final sólo quedarían Suzanna y la magia, y que quizá la anciana, después de todo, hubiera dejado un poste indicador.
Suzanna se metió la mano en el bolsillo y sacó el libro. Secretos de los Pueblos Ocultos. No tuvo necesidad de abrir el libro para recordar el epígrafe de la página donde la dedicatoria rezaba:
«Aquello que puede imaginarse no hay que perderlo nunca».
Suzanna se había esforzado repetidamente buscando el significado de aquellas palabras, pero el intelecto le había fallado en conseguir encontrarles algo de sentido. Ahora abandonó el pensamiento analítico y dejó que otras sensibilidades más sutiles emprendieran la tarea.
La luz del Telar era tan brillante que le hacía daño en los ojos, y al salir del lugar sagrado Suzanna descubrió que los rayos estaban abriendo grietas en el ladrillo —o bien era eso, o bien estaban comiéndose la pared— y salían a través de ellas. Unas líneas de luz tan finas como agujas estratificaban el pasadizo.
Pensando tanto en el libro que tenía en la mano como en ponerse a salvo, recorrió a la inversa el camino por el que había venido: puerta y pasadizo, grieta y pasadizo. Ni siquiera las capas más exteriores del pasillo eran inmunes al resplandor del Telar. Los rayos se habían abierto paso a través de sus paredes sólidas y se estaban haciendo más anchos por momentos. Al caminar entre ellos, Suzanna notó que el menstruum se agitaba dentro de ella por primera vez desde que entrase en el Torbellino. Sin embargo no le subió a la cara, sino que le fluyó por los brazos hasta las manos, que apretaban el libro, como si lo estuviesen cargando de energía.
«Lo que puede imaginarse…».
Los cánticos aumentaron de volumen; los rayos de luz se multiplicaron.
«… no hay que perderlo nunca».
El libro se hizo más pesado; más cálido; como algo vivo en sus brazos. Y sin embargo, a la vez tan lleno de sueños. Un objeto de tinta y papel en el que otro punto esperaba a que lo liberasen. Quizá no un solo mundo, sino muchos; porque tal como había demostrado el tiempo que ella y Hobart pasaran dentro de aquellas páginas, cada aventurero volvía a imaginar los relatos a su manera. Había tantos Bosques Salvajes como lectores que vagasen por ellos.
Ahora ya se encontraba en el tercer pasillo, y el Templo entero se había convertido en una colmena de luz y sonido. Allí había mucha energía esperando ser canalizada. Ojalá Suzanna pudiera ser el catalizador que convirtiera aquella fuerza en un fin mejor que la destrucción.
Tenía la cabeza llena de imágenes, o de fragmentos de imágenes.
Ella y Hobart en el bosque de su relato intercambiando pieles y ficciones.
Ella y Cal en la Sala de Subastas, y era la mirada de ambos el motor que volvía el cuchillo contra el Tejido.
Y, finalmente, los centinelas sentados en la cámara del Telar. Ocho ojos que tenían, incluso estando muertos, el poder de deshacer el Tejido. Y… ¿quizá de volverlo a hacer?
De pronto Suzanna ya no caminaba. Corría, y no por miedo a que se le cayera el techo encima de la cabeza sino porque estaba aclarando las últimas piezas del rompecabezas y le quedaba muy poco tiempo. No podía redimir a la Fuga ella sola. Claro que no. Uno solo no puede llevar a cabo ningún encantamiento. La esencia estaba en el intercambio. Por eso era por lo que las Familias cantaban, bailaban e hilaban: la magia de ellos florecía entre personas: entre actor y espectador, entre hacedor y admirador.
¿Y acaso no había un encantamiento funcionando entre su mente y la mente del libro que sostenía? ¿Mientras ella examinaba con los ojos aquella página y absorbía los sueños de otra alma? Era igual que el amor. O mejor dicho, el amor era la forma más elevada de aquello: una mente dando forma a otra mente, visiones haciendo piruetas sobre las hebras que se tendían entre los amantes.
—¡Cal!
Suzanna estaba ya en la última puerta y se lanzaba al remolino que había más allá de la misma.
La luz de la tierra había adquirido el mismo color que las magulladuras, azul negruzco y púrpura. En lo alto, el cielo se retorcía dispuesto a descargar las entrañas. Suzanna había pasado de pronto de la música y la exquisita geometría de luz del interior del Templo a encontrarse en medio de la más absoluta confusión.
Cal estaba apoyado contra la pared del Templo. Tenía la cara blanca, pero estaba vivo.
La muchacha se acercó a él y se arrodilló a su lado.
—¿Qué está pasando? —le preguntó Cal con voz perezosa a causa del agotamiento.
—No tengo tiempo de explicártelo —repuso Suzanna acariciándole la cara con una mano. El menstruum jugueteó en la mejilla de Cal—. Tienes que confiar en mí.
—Sí —convino él.
—Muy bien. Tienes que pensar por mí, Cal. Pensar en todo aquello que recuerdes.
—¿Que recuerde…?
Al tiempo que Cal demostraba extrañeza por lo que ella le decía, una grieta, de un palmo de anchura, se abrió en la tierra, corriendo desde el umbral del Templo como si se tratase de un mensajero. Y la noticia que llevaba era terrible. Al verla, Suzanna se llenó de dudas. ¿Cómo podía conseguirse nada en medio de semejante caos? El cielo arrojaba truenos; el polvo y la tierra se levantaban desde las grietas que se iban abriendo por doquier.
Se esforzó por aferrarse a la comprensión que había hallado en los pasillos que ahora quedaban atrás. Trató de conservar en la cabeza las imágenes del Telar. Los rayos que se intersectaban. Un pensamiento encima de otro, y otro encima de éste, en sucesión. Mentes llenando el vacío con recuerdos compartidos y sueños compartidos.
—Piensa en todo lo que recuerdes de la Fuga —le indicó Suzanna.
—¿En todo?
—En todo. En todos los lugares que has visto.
—¿Por qué?
—¡Confía en mí! —le dijo ella—. Por Dios, Cal, confía en mí. ¿Qué es lo que recuerdas?
—Sólo fragmentos, trozos.
—Intenta recordar todo lo que puedas. Hasta los trozos más pequeños.
Le apretó la cara con la palma de la mano. Cal estaba febril, pero el libro que Suzanna tenía en la mano estaba aún más caliente.
En momentos bastante recientes la muchacha había compartido intimidades con su mayor enemigo, Hobart. Más fácil seria, por lo tanto, compartir el conocimiento con este otro hombre cuya dulzura había llegado a amar.
—Por favor… —le dijo ella.
—Por ti… —repuso Cal; parecía comprender por fin todo lo que Suzanna sentía por él—, cualquier cosa.
Y entonces los pensamientos acudieron. Suzanna los sintió fluir en su interior, por todo el cuerpo; ella era un conducto, y el menstruum el torrente en el cual se transportaban los recuerdos de Cal. Con el ojo de la mente solamente alcanzó a vislumbrar lo que él había visto y sentido allí, en la Fuga, pero eran cosas estupendas y hermosas.
Un huerto; la luz de una hoguera; fruta; gente bailando; cantando. Una carretera; un campo; De Bono y los equilibristas. El Firmamento (habitaciones llenas de milagros); una ricksha; una casa en cuyo umbral había un hombre de pie. Una montaña, y también planetas. La mayor parte de todo esto le acudía demasiado de prisa para que Suzanna pudiera enfocarlo convenientemente, pero el objetivo de aquello no era que ella comprendiese lo que Cal había visto. Ella era sólo una parte de un ciclo… como lo había sido en la Sala de Subastas.
Suzanna notó que detrás de ella los rayos de luz irrumpían a través de la última pared, como si el Telar viniera a encontrarse con ella y pusiera momentáneamente a su disposición el genio para aquella transfiguración. No había avanzado mucho. Si Suzanna dejaba escapar la onda, ya no habría otra.
—Sigue —le pidió a Cal.
Éste tenía ahora los ojos cerrados, y las imágenes seguían fluyendo de él. Había recordado más de lo que Suzanna esperaba. Y ella, a su vez, añadía visiones y sonidos a aquel flujo…
El lago; la Casa de Capra; el bosque; las calles de Nadaparecido…
… volvían a ella, afiladas como una navaja de afeitar, y Suzanna notaba que los rayos recogían aquellas imágenes y las aceleraban en su trayectoria.
Suzanna había temido que el Telar le impidiese interferir, pero no fue así en absoluto; al contrario, el Telar ensamblaba su propio poder con el del menstruum, transformando todo lo que Cal y ella conseguían recordar.
No tenía control sobre aquel proceso. Quedaba más allá de su alcance. Lo único que Suzanna podía hacer era formar parte de aquel intercambio entre significado y magia, y confiar en que las fuerzas que allí entraban en funcionamiento comprendieran las intenciones que tenía mejor que ella misma.
Pero el poder que había detrás de Suzanna se le iba haciendo demasiado fuerte para encauzarlo; no podría canalizar la energía de dicho poder mucho tiempo más. El libro se estaba poniendo demasiado caliente para seguir teniéndolo en la mano, y Cal se estremecía bajo el contacto de la muchacha.
—¡Basta! —exclamó Suzanna.
Cal abrió bruscamente los ojos.
—No he terminado aún.
—He dicho basta.
Mientras Suzanna hablaba, la estructura del templo empezó a estremecerse.
—Oh, Dios —dijo Cal.
—Es hora de que nos marchemos —le indicó Suzanna—. ¿Puedes andar?
—Claro que puedo andar.
Lo ayudó a ponerse en pie. Del interior del Templo llegaban estruendos a medida que iban capitulando una tras otra las paredes ante la rabia del Telar.
No se quedaron a contemplar el cataclismo final, sino que se pusieron en marcha y se alejaron del Templo mientras algunos fragmentos de ladrillo volaban por encima de sus cabezas.
Cal había dicho la verdad: de hecho podía andar, aunque muy lentamente. Pero correr les habría resultado imposible en aquel yermo que ahora se veían obligados a cruzar. Así como la creación había sido la piedra de toque del viaje de ida, una completa destrucción marcaba el camino de regreso. La flora y la fauna que habían brotado a la vida al paso de los intrusos estaba ahora sufriendo una veloz disolución. Las flores y los árboles se marchitaban, y los vientos que arrasaban el Torbellino transportaban el hedor de su podredumbre.
Al haberse hecho mortecina la luz que emanaba de la tierra, la escena se había vuelto tenebrosa; las tinieblas se iban espesando a causa del polvo y de las partículas de materia que transportaba el aire. De la oscuridad se elevaban gritos de animales al abrirse la tierra y tragarse a los mismos seres que había producido solamente unos minutos antes. Aquellos que no eran devorados por el lecho del cual habían brotado se veían sometidos a un liado todavía más terrible, ya que los mismos poderes que los habían creado los estaban deshaciendo ahora. Objetos pálidos y esqueléticos que una vez habían tenido brillo y vida ensuciaban ahora profusamente el paisaje, exhalando el último aliento. Algunos volvían los ojos hacia Cal y Suzanna en busca de esperanza o ayuda, pero ellos no tenían nada que ofrecerles.
Ya estaban ocupados al máximo tratando de evitar que las grietas del terreno se los tragase también a ellos. Iban dando tropezones, abrazados el uno al otro, con las cabezas agachadas bajo una descarga de piedra de granizo que el Manto, como si quisiera rematar la desgracia que ya sufrían, había desencadenado.
—¿Cuánto falta? —quiso saber Cal.
Se detuvieron, y Suzanna se quedó mirando atentamente hacia adelante; no podía tener la certeza de que no estuvieran caminando en círculos. La luz que se hallaba a sus pies estaba ya casi extinguida. Aún resplandecía aquí y allá, pero sólo para iluminar alguna otra escena lamentable: los últimos momentos de ruina de la gloria que la presencia de ellos dos allí había desencadenado.
Y entonces:
—¡Allí! —dijo Suzanna señalando entre la cortina de granizo y polvo—. Veo luz.
Emprendieron de nuevo la marcha, con toda la rapidez que aquella tierra supurante les permitía. A cada paso que daban se les hundían más los pies en un pantano de materia en descomposición, en la cual aún se movían restos de vida; eran los herederos de aquel Edén: gusanos y cucarachas.
Pero había una luz que resultaba perfectamente distinguible al final del túnel: Suzanna la vislumbró de nuevo a través del denso aire.
—Mira hacia arriba, Cal —le dijo.
Él lo hizo, pero le costó un gran esfuerzo.
—Ya no queda mucho. Unos cuantos pasos más.
Cal se iba volviendo más pesado por momentos; pero el roto en el Manto era lo suficientemente grande como para espolearlos a recorrer los pocos y últimos metros de aquel terreno traicionero.
Y por fin salieron a la luz, casi escupidos de las entrañas del Torbellino al entrar éste en sus últimas convulsiones.
Se alejaron del Manto a trompicones; poco después Cal le dijo:
—No puedo más…
Y cayó al suelo.
Suzanna se arrodilló junto a él; se puso a acunarle la cabeza y luego miró a su alrededor en busca de auxilio. Sólo entonces notó realmente las consecuencias de los acontecimientos que habían tenido lugar en el interior del Torbellino.
El País de las Maravillas había desaparecido.
Las glorias de la Fuga se habían rasgado hasta hacerse trizas, y los jirones se estaban evaporando en aquel mismo momento. Agua, madera y piedra; tejido vivo animal y Videntes muertos: todo había desaparecido, como si nunca hubiese existido. Quedaban unos cuantos vestigios aún, pero no durarían mucho. Al tiempo que el Torbellino retumbaba y se estremecía, aquellos últimos retos del terreno de la Fuga se convertían en humo y hebras, y luego sólo quedó el aire vacío. Fue horriblemente rápido.
Suzanna se dio la vuelta y miró hacia atrás. El Manto también iba disminuyendo ahora que ya no tenía nada que ocultar, y en su retirada dejaba al descubierto un baldío de polvo y roca destrozada, incluso el terreno iba disminuyendo.
—¡Suzanna!
La muchacha se dio la vuelta y vio a De Bono que venía hacia ella.
—¿Qué ha pasado ahí dentro?
—Ya te lo explicaré luego —le dijo ella—. Primero tenemos que conseguir ayuda para Cal. Le han disparado.
—Iré a buscar un coche.
Cal abrió los ojos.
—¿Ha desaparecido?
—No pienses en eso ahora —le indicó Suzanna.
—Quiero saberlo —exigió Cal con una vehemencia sorprendente; y empezó a hacer esfuerzos para incorporarse. Sabiendo que no se calmaría, Suzanna lo ayudó.
Cal lanzó un gemido al ver la desolación que se extendía ante él.
Grupos de Videntes, con algunos hombres de Hobart dispersos entre ellos, se encontraban de pie en el valle y en las laderas de las colinas circundantes, sin hablar ni moverse. Eran lo único que quedaba.
—¿Qué ha sido de Shadwell? —inquirió Cal.
Suzanna se encogió de hombros.
—No lo sé —dijo—. Escapó del Templo antes que yo.
El ruido del motor de un coche acelerado hizo imposible continuar la conversación; De Bono llegó conduciendo uno de los vehículos de los invasores a través de la hierba muerta, deteniéndolo a poca distancia de donde yacía Cal.
—Yo conduciré —dijo Suzanna una vez que hubieron acomodado a Cal en el asiento de atrás.
—¿Qué vamos a decirle a los médicos? —preguntó Cal con la voz aún más débil—. Tengo una bala dentro.
—Ya nos preocuparemos de eso cuando llegue el momento —le dijo Suzanna. Al ocupar el asiento del conductor que De Bono había abandonado de mala gana, alguien la llamó por su nombre. Nimrod se acercaba corriendo al coche.
—¿A dónde vas? —le preguntó Suzanna.
Ésta señaló al pasajero.
—Amigo mío —dijo Nimrod al ver a Cal—, parece que no te encuentras en muy buenas condiciones. —Trató de esbozar una sonrisa de bienvenida, pero en lugar de eso sólo Consiguió que le brotaran las lágrimas—. Se acabó —dijo entre sollozos—. Destruida. Nuestra bella tierra… —Se limpió los ojos y la nariz con el dorso de la mano—. ¿Y ahora qué vamos a hacer? —le preguntó a Suzanna.
—Alejarnos del daño —repuso ella—. Lo más rápidamente que podamos. Todavía tenemos enemigos…
—Eso ya no tiene importancia —comento Nimrod—, la Fuga ha desaparecido. Todo lo que poseíamos en el mundo está perdido.
—Estamos vivos, ¿no? —le preguntó Suzanna—. Mientras estemos vivos…
—¿Adonde iremos?
—Encontraremos un lugar.
—Ahora tienes que guiarnos tú —le dijo Nimrod—. Sólo nos quedas tú.
—Luego. Primero tenemos que ayudar a Cal…
—Sí —dijo el otro—. Desde luego. —La había cogido por el brazo y la soltó de mala gana—. ¿Volverás?
—Claro que sí —le aseguró la muchacha.
—Me llevaré a los que quedan hacia el Norte —le indicó Nimrod—. Iremos a dos valles de distancia de aquí. Allí te esperaremos.
—Muévete —le urgió Suzanna—. Estamos perdiendo el tiempo.
—¿Te acordarás? —preguntó Nimrod.
Suzanna se habría echado a reír de aquellas dudas, pero aquel acordarse lo era todo. Y en lugar de reír le tocó el rostro húmedo a Nimrod, dejándole que sintiera el menstruum en los dedos de ella.
Sólo al alejarse con el coche cayó en la cuenta de que probablemente lo había bendecido.