VII.
EL ARMARIO
Ocho horas antes de que Mimi muriera en el hospital, Suzanna había regresado a la calle Rue. La tarde caía, y el edificio, atravesado de un lado a otro por saetas de luz ámbar, se encontraba casi redimido de su monotonía. Pero aquella gloria no duró mucho, y cuando el sol desapareció en dirección al otro hemisferio, la muchacha se vio obligada a encender las velas, muchas de las cuales seguían aún en el alféizar de las ventanas y en los estantes, bien instaladas en las tumbas de sus predecesoras. La iluminación que las velas proporcionaba era más fuerte de lo que se hubiese imaginado, y resultaba muy atractiva. Suzanna anduvo de habitación en habitación acompañada a todas partes por el aroma de cera derretida; y ahora casi era capaz de imaginar que Mimi hubiera podido ser feliz allí, en aquel capullo.
Del dibujo que su abuela le había mostrado no pudo hallar el menor rastro. No estaba ni en los relieves de las tablas del suelo, ni en el dibujo del papel de la pared.
Fuera lo que fuese, ya no se hallaba allí. No le resultaba agradable la melancólica tarea de hacerle llegar la noticia a la anciana.
Lo que sí encontró, sin embargo, casi oculto detrás de un montón de muebles apilados en lo alto de las escaleras, fue el armario. Le costó un poco quitar las cosas que había apiladas delante de él, pero, cuando por fin depositó la vela en el suelo al lado del armario y abrió las puertas, halló que la estaba esperando una revelación.
Los buitres que se habían encargado de «limpiar» la casa a fondo habían olvidado rebuscar entre el contenido del armario. La ropa de Mimi seguía allí, colgada en las barras: los abrigos, las pieles y los vestidos de baile; todos ellos, era lo más probable, sin usar desde la última vez que Suzanna había abierto aquel tesoro. Pensamiento éste que le trajo a la memoria lo que ella había estado buscando en tal ocasión. Se agachó, diciéndose que era una locura pensar que su regalo pudiera encontrarse allí todavía, y sabiendo sin embargo de forma incuestionable que estaba allí.
No se desilusionó. Allí, entre los zapatos y el papel de tela, encontró un envoltorio de papel marrón corriente marcado con su nombre. El regalo había sido relegado pero no se había perdido.
Las manos le habían empezado a temblar. El nudo del lazo descolorido la desafió durante medio minuto, y luego cedió. Suzanna quitó el papel.
Dentro había un libro. No muy nuevo, a juzgar por las esquinas, bastante rozadas, pero todavía bien encuadernado en cuero. Suzanna lo abrió. Sorprendida, encontró que estaba en alemán. Geschichten der Geheimen Orte, decía el título que Suzanna, titubeante, tradujo como Historias de los lugares secretos. Pero aunque ella no hubiese tenido la menor noción de aquel idioma, las ilustraciones le hubieran revelado el tema: era un libro de cuentos de hadas.
Se sentó en lo alto de las escaleras, con la vela al lado, y se puso a estudiar el volumen con más detenimiento.
Las historias que había en él le resultaban familiares, desde luego: ya se las había encontrado antes, de una forma o de otra, un centenar de veces. Las había visto adaptadas como dibujos animados por Hollywood como fábulas eróticas, como tema de tesis aprendidas y críticas feministas. Pero el embrujo de aquellas historias permanecía puro a pesar de todo el comercio y el academicismo. Y, allí sentada, la niña que había aún en su interior quería volver a oír la narración de aquellas historias, a pesar de que se las sabía con pelos y señales y tenía presente en la mente el final de cada una de ellas antes de tener tiempo siquiera de pronunciar la primera línea. Eso no importaba, desde luego. Naturalmente, la inevitabilidad de aquello formaba parte del gran poder que poseían. Algunas de las historias nunca llegan a cansar por mucho que se oigan.
La experiencia le había enseñado muchas cosas a Suzanna: y la mayor parte de ellas eran malas. Pero aquellas historias enseñaban otras lecciones diferentes. Que el sueño se parece a la muerte por ejemplo, no era ninguna revelación; pero que la muerte puede curarse con besos y convertirse en un mero sueño… eso era un tipo de conocimiento que pertenecía a una categoría diferente. Simple realización de los deseos, se reprendió a sí misma. La vida real nunca tiene milagros que ofrecer. La bestia devoradora, si se le abre el vientre, no devuelve a las víctimas sanas y salvas. Los campesinos no se convierten en príncipes de la noche a la mañana, ni la unión de corazones sinceros consigue jamás vencer el mal. Aquélla era la clase de ilusiones que el pragmatismo que Suzanna se había esforzado por adquirir había mantenido a raya.
Sin embargo, aquellas historias la conmovían. No podía negarlo. Y la conmovían de un modo en que sólo las cosas verdaderas pueden conmover. No fue el sentimentalismo lo que hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas. Las historias no eran sentimentales. Eran duras, casi crueles. No, la hicieron llorar porque le recordaban cierta vida interior con la que tan familiarizada había estado de niña; una vida que era a la vez un escape y una venganza de las penas y frustraciones de la infancia; una vida que no era ni sensiblera ni inconsciente; una vida de lugares mentales —obsesionados, encumbrados— que ella había optado por olvidar una vez que llegó a adquirir la condición adulta.
Más aún; en aquel reencuentro con los cuentos que le habían proporcionado una mitología, halló imágenes que podrían ayudarla a desentrañar el estado de confusión en que actualmente se hallaba.
Lo extravagante de aquella historia en que se había embarcado al regresar a Liverpool, había echado al traste todos los principios que se había formado. Pero allí, en las páginas del libro, encontró otro estado diferente en el que nada era fijo; un estado donde reinaba la magia, que acarreaba consigo transformaciones y milagros. Suzanna había entrado allí una vez y, lejos de sentirse perdida, habría podido pasar por uno de los habitantes de aquel mundo. Si pudiera volver a recuperar aquella insolente indiferencia hacia la razón y dejar que la guiase hacia adelante a través de aquel laberinto, quizá lograse comprender las fuerzas que ella estaba segura aguardaban para desencadenarse a su alrededor.
Sería muy doloroso, no obstante, renunciar al pragmatismo, pues muchas veces éste le había impedido que se hundiera. Cuando se había tenido que enfrentar al vacío y al dolor, Suzanna había sido capaz de aguantar gracias a la posibilidad de permanecer con la mente fría, racional. Hasta cuando murieron sus padres, separados por alguna traición sin palabras que impidió incluso que en el último momento se sirvieran de mutuo consuelo, Suzanna se las había sabido arreglar bastante bien; sencillamente se sumergió en un mundo de cosas prácticas hasta que hubo pasado lo peor.
Ahora el libro le hacía señas, con sus quimeras y hechizos; todo ambigüedad; todo flujo; y el habitual pragmatismo de Suzanna de nada iba a valerle. No importaba. A pesar de todas las cosas que los años le habían enseñado acerca de la pérdida, el compromiso y la derrota, allí se la invitaba de nuevo a entrar en unos bosques en los que las doncellas amansaban dragones; y una de aquellas doncellas seguía teniendo el rostro de Suzanna. Después de echarle un vistazo a tres o cuatro cuentos, volvió al principio del libro en busca de la dedicatoria. Era bastante breve. Decía:
«Para Suzanna. Con cariño, M. L.». Y compartía la página con un viejo epigrama: «Das, was man sich vorstellt, braucht man nie zu verhein».
Suzanna se esforzó por descifrar aquellas palabras, sospechando que su oxidado alemán quizá no alcanzase para comprender las frases ocurrentes. Lo más que pudo averiguar, aproximadamente, fue:
«Aquello que se imagina no hay que pedirlo nunca». Con aquella oblicua sabiduría en la mente, volvió a las historias. Se entretuvo un rato mirando las ilustraciones, que poseían la misma severidad que los grabados en madera; pero al observarlas con más detenimiento se descubría que ocultaban toda clase de sutilezas. Peces con rostros humanos la contemplaban desde debajo de la prístina superficie de un estanque; dos desconocidos en un banquete intercambiaban unos susurros que habían tomado forma sólida en el aire, por encima de sus cabezas; en el corazón de un bosque silvestre unas figuras casi escondidas entre los árboles mostraban sus rostros expectantes y pálidos.
Las horas fueron transcurriendo y cuando, después de recorrer el libro de principio a fin, cerró brevemente los ojos para que le descansaran, el sueño la venció.
Cuando despertó se encontró que el reloj de pulsera se le había parado poco después de las dos. La mecha que tenía al lado parpadeaba en medio de un charco de cera, a punto de ahogarse. Suzanna se puso en pie, y fue cojeando por el rellano hasta que los alfileres y las agujas que parecía tener en los pies le desaparecieron, y luego entró en la habitación de atrás para buscar una vela nueva.
Había una en la repisa de la ventana. Al cogerla su mirada captó un movimiento abajo, en el patio. El corazón le dio un vuelco; pero decidió permanecer absolutamente inmóvil para no llamar la atención y se quedó observando. La figura estaba entre las sombras, y hasta que no abandonó el rincón Suzanna no vio, a la luz de las estrellas, al joven que había visto allí mismo el día anterior.
Empezó a bajar las escaleras, cogiendo una vela nueva por el camino. Quería hablar con aquel hombre; quería preguntarle acerca de las razones que le habían impulsado a huir y de la identidad de sus perseguidores.
Al salir al patio él abandonó el escondite y echó a correr hacia la puerta de la verja de atrás.
—¡Espera! —lo llamó ella—. Soy Suzanna.
El nombre poco podía decirle a aquel hombre, pero sin embargo se detuvo.
—¿Quién? —preguntó.
—Ayer te vi. Ibas corriendo…
La chica del vestíbulo, Cal cayó ahora en la cuenta. La que se había interpuesto entre él y el Vendedor.
—¿Qué te ha sucedido? —inquirió Suzanna.
El hombre tenía un aspecto terrible. Llevaba la ropa desgarrada y la cara sucia; y aunque no podía estar segura, le pareció que también ensangrentada.
—No lo sé —repuso él con una voz rasposa como la grava—. Ya no sé nada.
—¿Por qué no entras?
El no se movió del sitio.
—¿Cuánto tiempo hace que estás esperando aquí? —le preguntó Cal finalmente.
—Varias horas.
—¿Y la casa está vacía?
—No hay nadie más que yo.
Con aquella certidumbre, la siguió a través de la puerta trasera. Suzanna encendió varias velas más. La luz confirmó las sospechas que tuviera unos instantes antes. El hombre estaba manchado de sangre; olía a cloaca.
—¿Hay agua corriente aquí? —quiso saber él.
—No lo sé, podemos probar.
Tuvieron suerte; la compañía del agua aún no había cortado el abastecimiento. El grifo de la cocina emitió un traqueteo y las tuberías se pusieron a rugir, pero finalmente empezó a salir un torrente de agua helada. Cal se quitó la chaqueta y se lavó la cara y los brazos.
—Veré si puedo encontrar una toalla —le dijo Suzanna—. Por cierto, ¿cómo te llamas?
—Cal.
Suzanna lo dejó con sus abluciones. Cuando se marchó, Cal se quitó la camisa y se echó agua helada por el pecho, el cuello y la espalda. Suzanna regresó con una funda de almohada antes de que él hubiese terminado.
—Es lo más parecido a una toalla que he encontrado —le dijo.
Había colocado dos sillas en la habitación delantera del piso de abajo y había dejado encendidas allí varias velas. Se sentaron juntos y estuvieron hablando.
—¿Por qué has vuelto? —quiso saber ella—. Después de lo de ayer.
—Vi algo aquí —repuso Cal con cautela—. ¿Y tú? ¿Por qué estás aquí?
—Ésta es la casa de mi abuela. Ella se encuentra ahora ingresada en el hospital. Se está muriendo. He venido para echar un vistazo.
—Esos dos tipos que vi ayer… —comentó Cal—, ¿eran amigos de tu abuela?
—Lo dudo. ¿Qué querían de ti?
En ese punto Cal no se había dado cuenta de que se estaba metiendo en un terreno peligroso. ¿Cómo podía contarle a aquella muchacha los gozos y los temores que los últimos días le habían ocasionado?
—Es difícil… —empezó a decir—. Quiero decir que no estoy seguro de que nada de lo que me ha pasado últimamente tenga mucho sentido.
—Pues ya somos dos —repuso la muchacha.
Cal se estaba mirando las manos como un quiromántico en busca del futuro. Suzanna lo observó; tenía el rostro cubierto de arañazos, como si hubiera estado luchando cuerpo a cuerpo con varios lobos.
Cuando él abrió los ojos de color azul pálido, bordeados de negras pestañas, se dio cuenta del escrutinio a que Suzanna lo estaba sometiendo. Se sonrojó ligeramente.
—Dices que viste algo aquí —continuó Suzanna—. ¿Puedes decirme qué fue?
Era una pregunta simple, y Cal no veía razón para no responder. Si la muchacha no le creía era problema suyo, no de él. Pero no fue así. En realidad, en cuanto empezó a describirle la alfombra, Suzanna abrió mucho los ojos con una expresión salvaje.
—Claro —dijo ella—. Una alfombra. Claro.
—¿Sabes algo de ella?
Suzanna le contó lo ocurrido en el hospital; el dibujo que Mimi había tratado de mostrarle. Ahora a Cal se le disipó cualquier duda que aún le pudiese quedar sobre si contarle o no toda la historia a la muchacha. Le refirió la aventura desde el mismo día en que el pájaro se le había escapado. Le contó que había visto la Fuga; y lo de Shadwell y su chaqueta; lo de Immacolata; lo de los hijos ilegítimos; lo de la madre de éstos y la comadrona; le explicó los acontecimientos de la boda y los que habían tenido lugar después. Suzanna salpicó el relato aquí y allá con sus propias apreciaciones acerca de la vida de Mimi allí, en aquella casa, con las puertas cerradas con cerrojo y las ventanas fijadas con clavos, viviendo siempre encerrada en una fortaleza como si esperase un asedio.
—Debía de saber que, tarde o temprano, alguien vendría a buscar la alfombra.
—No a buscar la alfombra precisamente —dijo Cal—. A buscar la Fuga.
Suzanna se dio cuenta de que los ojos de él adquirían una expresión soñadora al pronunciar aquella palabra, y envidió la breve visión que Cal había tenido del lugar: las colinas, los lagos, los bosques silvestres. ¿Y había doncellas entre aquellos árboles, quería preguntarle, que amansaban dragones con una canción? Eso era algo que Suzanna tendría que descubrir por sí misma.
—De manera que la alfombra es una puerta, ¿no es eso? —le preguntó ella.
—No sé —repuso Cal.
—Ojalá todavía pudiéramos preguntárselo a Mimi. Quizá ella…
Antes de que hubiera terminado la frase, Cal ya se había puesto en pie.
—Oh, Dios mío.
Sólo ahora recordó las palabras de Shadwell en el vertedero de basura acerca de ir a hablar con la vieja.
Se había tenido que referir a Mimi por fuerza. ¿A quién si no? Mientras se ponía la camisa le contó a Suzanna lo que había oído.
—Tenemos que ir junto a ella —la apremió Cal—. ¡Cristo! ¿Cómo no se me ha ocurrido antes?
La agitación que sentía era contagiosa. Suzanna apagó las velas de un soplo y alcanzó la puerta principal antes de que Cal tuviera tiempo de hacerlo.
—Seguro que Mimi estará a salvo en el hospital —dijo Suzanna.
—Nadie está a salvo en ningún lugar —repuso él; y Suzanna comprendió que aquello era cierto.
En el umbral de la puerta la muchacha se dio la vuelta y desapareció de nueve en el interior de la casa. Regreso al cabo de unos segundos con un maltrecho libro entre las manos.
—¿Un Diario? —le preguntó.
—Un mapa —repuso Suzanna.