XII.
DE UN SOLO GOLPE
1
Las valientes palabras de Nimrod quedaron bastante disminuidas por lo que Suzanna se encontró en el campamento. Parecía más un hospital que un establecimiento militar. Algo más que tres cuartas partes de los aproximadamente cincuenta soldados, entre hombres y mujeres, que se habían congregado al abrigo de las rocas, habían sufrido una herida u otra. Algunos eran aún capaces de combatir, pero muchos se encontraban de forma muy clara a las puertas de la muerte, atendidos con suaves palabras en sus últimos minutos.
En una esquina del campamento, fuera de la vista de los agonizantes, una docena de cuerpos yacían bajo improvisadas mortajas. En otra estaban clasificando un alijo de armamento capturado al enemigo. Era una exhibición escalofriante: ametralladoras, lanzallamas, granadas. Aquello probaba que los seguidores de Shadwell habían Venido dispuestos a destruir todo el país si se resistía a la liberación. Contra horrores como aquéllos y el entusiasmo con que las armas se empuñaban, los encantamientos más profundos no pasaban de ser una frágil defensa.
Si Nimrod compartía o no las dudas de Suzanna es algo que prefirió no demostrar, pero en cambio habló sin cesar de las victorias de la noche pasada, como para mantener a raya un silencio revelador.
—Hasta cogimos prisioneros —alardeó mientras conducía a Suzanna hasta un foso fangoso entre los cantos rodados donde alrededor de una docena de cautivos estaban sentados—, muy bien atados por los tobillos y las muñecas, y custodiados por una muchacha armada con una metralleta. Todo el grupo eran personas de aspecto desamparado. Algunos estaban heridos, pero todos sin excepción se encontraban angustiados; no dejaban de llorar y mascullar para sus adentros, como si las mentiras de Shadwell ya no los cegasen y estuvieran despertando a las iniquidades que habían cometido. Suzanna se compadeció de ellos al ver el autodesprecio que sentían. Demasiado bien conocía ella los poderes de embaucamiento que poseía Shadwell —ella misma, en su momento, también había estado a punto de sucumbir a los mismos—. Aquéllas eran las víctimas de Shadwell, no sus aliados; les había vendido una mentira que no habían tenido energía para rehusar. Ahora, desengañados de sus enseñanzas, estaban abandonados para rumiar acerca de la sangre y de la desesperación que habían derramado.
—¿No ha hablado nadie con ellos? —le preguntó Suzanna a Nimrod—. A lo mejor tienen conocimiento de alguna debilidad de Shadwell.
—El comandante lo ha prohibido —le informó Nimrod—. Están enfermos.
—No digas tonterías —repuso Suzanna; y bajó al foso con los prisioneros. Varios de ellos volvieron los turbados rostros hacia la muchacha; uno, al ver una cara que llevaba escrito algún trazo de indulgencia, empezó a llorar en alto.
—No estoy aquí para acusaros —les dijo Suzanna—. Sólo quiero hablar con vosotros.
A su lado un hombre con las facciones cubiertas de sangre le preguntó:
—¿Van a matarnos?
—No —contestó Suzanna—. No, si puedo evitarlo.
—¿Qué ha pasado? —inquirió otro con voz borrosa y algo adormilada—. ¿Ya viene el Profeta? —Alguien trató de hacerle callar, pero el otro siguió divagando—. Tiene que darse prisa, ¿verdad? Tiene que venir pronto para llevarnos a las manos de Capra.
—No va a venir —le dijo Suzanna.
—Eso ya lo sabemos —confesó el prisionero que había hablado primero—. Por lo menos lo sabemos la mayoría de nosotros. Nos ha engañado. Nos dijo…
—Ya sé lo que os dijo —le interrumpió Suzanna—. Y sé cómo os engañó. Pero ahora vosotros podéis reparar el daño hecho ayudándome a mí.
—Nunca podrás derrocarle —le dijo el hombre—. El profeta tiene poderes.
—Cierra la boca —le exigió otro prisionero que estaba por allí cerca; apretaba en las manos un rosario con tal tuerza que parecía que fueran a estallarle los nudillos—. No debes decir nada contra él. Lo oye todo.
—Pues que lo oiga —dijo el otro con brusquedad—. Que me mate si ése es su gusto. Me da igual. —Se volvió hacia Suzanna—. Tiene varios demonios con él. Yo los he visto. Les da muertos para comer.
Nimrod, que estaba de pie detrás de Suzanna escuchando aquel testimonio, intervino ahora:
—¿Demonios? —preguntó—. ¿Tú los has visto?
—No —repuso el hombre de la cara pálida.
—Yo sí —dijo otro.
—Descríbelos… —le exigió Nimrod.
«Seguramente era de los hijos ilegítimos de quienes aquel hombre hablaba —pensó Suzanna—, los hijos ilegítimos que habrían crecido hasta adquirir proporciones monstruosas». Pero cuando el hombre empezaba a contar lo que sabía, la muchacha se distrajo al ver a un prisionero en el que no se había fijado hasta entonces, uno que estaba agachado en la parte más asquerosa del recinto y que tenía la cara vuelta hacia la roca. Era una mujer, a juzgar por el pelo que le caía hasta media espalda, y no la habían atado como a los demás, sino que la habían dejado sencillamente que sufriera entre la porquería.
Suzanna se abrió paso entre los cautivos en dirección a la mujer. Al acercarse la oyó mascullar, y vio que la mujer tenía los labios apretados contra la piedra, a la que le estaba hablando como si buscase consuelo en ella. Las súplicas se interrumpieron al ver la sombra de Suzanna sobre la roca; entonces se volvió.
Suzanna sólo tardó un segundo en ver a través de la sangre seca y de los excrementos que cubrían aquel rostro, ahora vuelto hacia ella; era Immacolata. En aquella cara mutilada se veía la expresión de un autor de tragedias. Tenía los ojos hinchados a causa de las lágrimas, y ahora un nuevo torrente de llanto los desbordó; el pelo estaba desordenado y lleno de barro. Llevaba los pechos desnudos a la vista de todos, y en cada tendón se notaba un terrible aturdimiento. Nada quedaba de su anterior autoridad. No era más que una loca sentada sobre su propia mierda.
Varios sentimientos contradictorios comenzaron a luchar en el interior de Suzanna. Allí, temblando ante ella, estaba la mujer que había asesinado a Mimi en su propia cama; la que había sido en gran parte artífice de las calamidades que habían caído sobre la Fuga. El poder oculto detrás del trono de Shadwell, la fuente de incontables engaños y sufrimientos; la inspiración del Diablo. Sin embargo, Suzanna no podía sentir ahora hacia Immacolata el mismo odio que sentía hacia Shadwell o hacia Hobart. ¿Sería porque la Hechicera era quien le había proporcionado el acceso al menstruum por primera vez, aunque fuera sin querer? ¿O sería porque ambas eran —como immacolata siempre lo había asegurado— de algún modo hermanas? ¿Era posible que, bajo otros cielos, aquél hubiera sido su destino? ¿Estar perdida y loca?
—No… no me mires —le pidió Immacolata con voz queda. La expresión de aquellos ojos inyectados de sangre no daba muestras de reconocerla.
—¿Sabes quién eres? —le preguntó Suzanna.
La expresión de la mujer no cambió. Al cabo de unos momentos llegó la respuesta.
—La roca lo sabe —dijo.
—¿La roca?
—Pronto será arena. Yo se lo he dicho porque es cierto. Será arena.
Immacolata apartó la mirada de quien le hacía preguntas y se puso a acariciar la roca con la palma de la mano. Llevaba un buen rato haciendo aquello, Suzanna se dio cuenta de ello ahora. Había surcos de sangre en la piedra, donde la Hechicera había estado frotándose la piel como si quisiera borrar las líneas de la misma.
—¿Por que será arena? —le preguntó Suzanna.
—Debe venir —respondió Immacolata—. Yo lo he visto. El Azote. Debe venir, y entonces todos nosotros no seremos más que arena. —Se puso a frotar con más fuerza—. Yo se lo he dicho a la roca.
—¿Quieres decírmelo a mí?
Immacolata lanzó una breve ojeada a su alrededor y luego volvió a fijar los ojos en la roca. Durante un ratito Suzanna pensó que la mujer se había olvidado de ella, pero finalmente las palabras surgieron de nuevo, titubeantes.
—El Azote debe venir —continuó diciendo la Hechicera—. Aunque esté dormido, se da cuenta. —Dejó de lacerarse la mano—. A veces está a punto de despertarse —dijo—. Y cuando lo haga, todos seremos arena.
Apoyó la mejilla en la roca ensangrentada y emitió un tenue sollozo.
—¿Dónde está tu hermana? —le preguntó Suzanna. Al oír aquello los sollozos se interrumpieron—. ¿Está aquí?
—Yo no…, yo no tengo hermanas —repuso Immacolata. No había el menor rastro de duda en su voz.
—¿Y Shadwell? ¿Te acuerdas de Shadwell?
—Mis hermanas están muertas. Están todas convertidas en arena. Todo. Convertido en arena.
Reanudó los sollozos, que ahora sonaban más dolorosos que antes.
—¿Por qué te interesa esta mujer? —Nimrod, que llevaba varios segundos de pie detrás de Suzanna, quería saberlo—. No es más que otra lunática. La encontramos entre los cadáveres. Se estaba comiendo los ojos de los muertos.
—¿No sabes quién es? —le preguntó Suzanna—. Nimrod…, ésa es Immacolata. —A Nimrod se le aflojó la cara de la impresión—. La amante de Shadwell. Te lo juro.
—Te confundes —le dijo él.
—Ha perdido la cabeza, pero te juro que es ella. Estuve cara a cara con ella hace menos de dos días.
—¿Y qué le ha pasado?
—Shadwell, a lo mejor…
La mujer que se hallaba junto a la roca repitió suavemente aquel nombre.
—Sea como sea, no debería estar aquí, y menos de esta manera.
—Será mejor que vengas a hablar con el comandante. Puedes decírselo todo a ella.
2
Por lo visto aquél iba a ser un día de reencuentros. Primero Nimrod, luego la Hechicera, y ahora —al mando de aquellas tropas derrotadas— Yolande Dor, la mujer que tan vehementemente se había opuesto a que volviera a tejerse la alfombra en los tiempos en que la Casa de Capra aún estaba en pie.
También había cambiado. Aquella pavoneante confianza de que antaño hiciera gala la mujer había desaparecido. Tenía la cara pálida y húmeda; la voz y los modales habían perdido brío. No perdió el tiempo en cortesías.
—Si tienes algo que decirme, escúpelo.
—Una de tus prisioneras… —empezó a decir Suzanna.
—No tengo tiempo para oír súplicas —la interrumpió Yolande—. Especialmente si vienen de ti.
—Esto no es un súplica.
—Sigo sin querer oírlo.
—Debes hacerlo; y lo harás —respondió Suzanna—. Olvídate de lo que sientes por mí…
—No siento nada —fue la inmediata réplica de Yolande—. Los miembros del Consejo se condenaron ellos mismos. Tú sólo estuviste allí para quitarles la carga de encima. Si no hubieras sido tú, habría sido otro.
Aquel estallido pareció dolerle. Se metió la mano dentro de la chaqueta desabrochada, obviamente para acariciarse alguna herida. Sacó los dedos ensangrentados.
Suzanna perseveró, pero con más suavidad.
—Una de las prisioneras —dijo— es Immacolata.
Yolande miró a Nimrod.
—¿Es cierto eso?
—Claro que es cierto —insistió Suzanna—. Yo la conozco mejor que ninguno de vosotros. Es ella. Está… perdida. Puede que demente. Pero si conseguimos sacarle algo que tenga sentido, quizá pueda servirnos para llegar hasta Shadwell.
—¿Shadwell?
—El Profeta. En otro tiempo fueron aliados; él e Immacolata.
—Yo no pienso conspirar con semejante corrupción —replicó entonces Yolande—. La colgaremos cuando llegue el momento apropiado.
—Pues por lo menos déjame a mí hablar con ella. A lo mejor consigo sonsacarle algo.
—Si ha perdido la cabeza, ¿por qué vamos a fiarnos de lo que diga? No. Que se pudra.
—Es desperdiciar una oportunidad.
—No me hables de oportunidades desperdiciadas —le dijo Yolande con amargura. Estaba claro que no había la menor esperanza de convencerla—. Nos vamos hacia él Manto dentro de una hora —declaró—. Si quieres engrosar nuestras filas, adelante. Si no, ocúpate de tus asuntos.
Y dicho esto, les volvió la espalda a ambos.
—Vámonos —dijo Nimrod.
Y se marchó. Pero Suzanna se quedó allí.
—Por lo que vale —añadió—, espero que tengamos tiempo de hablar cuando todo haya pasado.
Yolande ni siquiera se dio la vuelta.
—Déjame en paz —le dijo.
Y eso precisamente fue lo que hizo Suzanna.
3
Durante varios minutos después de que Suzanna se marchase del recinto de los prisioneros, Immacolata si guió allí sentada, en medio de las tinieblas de su olvido.
A veces lloraba. A veces se quedaba mirando fijamente a la silenciosa roca que tenía delante.
La violación con que la había castigado Shadwell en el Firmamento, al ir detrás, como había ido, de la destrucción de las hermanas fantasmas de la Hechicera, había sumido la mente de ésta en un verdadero desierto. Pero Immacolata no estaba sola allí. En algún punto entre aquellos yermos había vuelto a trabar contacto con el espectro aquel que tan a menudo la había obsesionado en el pasado: el Azote. Ella, Immacolata, que cuando más feliz había sido era cuando el aire estaba cargado de podredumbre, que había hecho collares con tripas y era la perfecta compañera espiritual de los muertos, ella había encontrado en la presencia de aquella abominación tales pesadillas que incluso había rezado para ver de despertar de ellas.
El espectro seguía durmiendo aún —lo que era un pequeño consuelo para sus temores—, pero no estaría durmiendo eternamente. Tenía varias tareas sin acabar; varias ambiciones incumplidas. Muy pronto se levantaría del lecho y vendría a terminar aquellos asuntos suyos.
¿Y aquel día?
—Todo arena… —le dijo Immacolata a la piedra.
Pero esta vez la piedra no le contestó. La piedra estaba mohína porque ella había sido indiscreta al hablar con aquella mujer de los ojos grises.
Immacolata se estuvo meciendo adelante y atrás sobre los talones, y mientras lo hacía las palabras que había dicho la mujer flotaron de nuevo hasta ella, martirizándola. Sólo conseguía recordar un poco de lo que aquella mujer le había dicho: recordaba una expresión, un nombre. O, más bien, un solo nombre en particular. Y ahora aquel nombre le resonaba en el interior de la cabeza.
Shadwell.
Era como si tuviera una conexión debajo del cuero cabelludo, como un dolor incrustado en el cráneo. Immacolata tenía ganas de perforarse los tímpanos, de sacarse aquel picor de una vez y aplastarlo con el pie. Comenzó a mecerse más de prisa para tratar de borrar aquel nombre, pero no lograba que se le fuera de la cabeza. Shadwell, Shadwell.
Y ahora otros nombres venían a unirse a las filas de lo recordado…
La Magdalena.
La Bruja.
Las vio ante ella, tan claramente como veía la roca; más claro aún: sus hermanas, sus pobres hermanas asesinadas dos veces.
Y bajo los muertos talones de las hermanas vio una tierra; un lugar que había estado tratando de destruir durante un tiempo largo y cansado. El nombre le acudió al recuerdo, y lo pronunció en voz baja.
La Fuga.
Así era como sus enemigos lo llamaban. Cómo lo habían amado. Cómo habían luchado por mantenerlo a salvo, y en ese proceso cómo la habían herido a ella.
Puso la mano en la roca y sintió que la piedra temblaba bajo su contacto. Luego se puso en pie, mientras el nombre que había dado comienzo a aquella riada de recuerdos se llevaba por delante el olvido.
Shadwell.
¿Cómo podía haberse olvidado de su amado Shadwell? Ella misma le había concedido algunos encantamientos. ¿Y qué había hecho él a cambio? La había traicionado y ensuciado. La había utilizado durante el tiempo en que le fue útil para sus propósitos y luego la había arrojado lejos, al interior de aquel desierto.
Pero no la había arrojado lo suficientemente lejos. Aquel día Immacolata había encontrado el camino de regreso, y acudía ahora con noticias de muerte.
4
Los gritos comenzaron de pronto y fueron en aumento. Gritos de incredulidad, y luego gritos de horror como Suzanna nunca había oído.
Delante de ella Nimrod ya había salido corriendo hacia el lugar de donde procedía el estruendo. Suzanna lo siguió; y se adentró en una escena de sangriento caos.
—¡Nos atacan! —le gritó Nimrod al tiempo que los rebeldes corrían en todas direcciones, muchos con heridas recientes. El suelo estaba ya sembrado de cadáveres; y a cada momento caían otros más.
Sin embargo, antes de que Nimrod pudiera sumergirse en el combate, Suzanna logró agarrarlo por la chaqueta.
—¡Están luchando entre ellos! —le gritó por encima del fragor de los gritos.
—¿Qué?
—¡Mira! —dijo Suzanna.
Nimrod sólo tardó unos segundos en confirmar lo que la muchacha había visto. No se veían señales de ataque alguno procedente del exterior. Los rebeldes se lanzaban los unos a las gargantas de los otros. La lucha transcurría sin cuartel. Unos hombres mataban a otros con los que unos momentos antes habían estado compartiendo un cigarrillo. Algunos incluso se habían levantado del lecho de muerte y les golpeaban la cabeza a aquellos que los habían estado cuidando.
Nimrod se adentró en el campo de batalla y tiro de uno de aquellos súbitos lunáticos hasta lograr quitárselo de la garganta a otro.
—¿Qué estáis haciendo, en nombre de Dios? —exigió. El hombre no dejaba de debatirse para alcanzar a su victima.
—¡Ese hijo de puta! —chillaba el hombre—. Ha violado a mi mujer.
—¿De qué estás hablando?
—¡Yo lo he visto! ¡Ahí mismo! —Y golpeaba el suelo con el dedo—. ¡Ahí!
—¡Tu mujer no está aquí! —le gritó Nimrod al hombre en cuestión al tiempo que lo zarandeaba con violencia—. ¡No está aquí!
Suzanna recorrió con la mirada el campo de batalla. El mismo espejismo, o algo parecido, se había apoderado de toda aquella gente. Mientras luchaban, lloraban y se gritaban acusaciones unos a otros. Habían visto pisotear a sus padres, abusar de sus mujeres y asesinar a sus hijos; y ahora querían matar a los culpables. Al ver todo aquel espejismo colectivamente expresado, Suzanna buscó al causante, y allí —de pie en una elevada roca, contemplando las atrocidades— se encontraba Immacolata. Seguía teniendo el pelo en desorden. Y los pechos desnudos. Pero era evidente que ya no era ajena a su propio pasado. Había recordado quién era.
Suzanna empezó a avanzar hacia Immacolata, confiando en que el menstruum impediría que aquel terrible encantamiento le cuajara los sesos a ella también. Y así fue. Aunque tuvo que actuar con agilidad para esquivar las brutalidades que la rodeaban por todas partes, llegó a las proximidades de la roca sin recibir daño alguno.
Immacolata pareció no verla. Con la cabeza echada atrás y mostrando los dientes en una mueca de espantosa ferocidad, tenía toda la atención puesta en la mutilación criminal a la que ella misma había dado a luz.
—Olvídalos —le gritó Suzanna.
Al oír aquellas palabras Immacolata bajó una fracción la cabeza. Y Suzanna notó que la mirada de la Hechicera se posaba en ella.
—¿Por qué estás haciendo esto? —le preguntó Suzanna—. No te han hecho ningún daño.
—Debiste dejarme en el vacío que tenía —respondió la Hechicera—. Tú me has hecho recordar.
—En ese caso hazlo por mí —la conminó Suzanna—. Déjalos en paz.
Detrás de ella los gritos habían empezado a menguar, pero sólo para ser sustituidos por los gemidos de los agonizantes y los sollozos de los que habían despertado del espejismo y se habían encontrado sus cuchillos enterrados en el corazón de sus amigos.
Que fuera porque el encantamiento hubiese fallado debido a que Immacolata no estuviera en su mejor forma, o bien porque finalmente hubiese decidido atender la petición de Suzanna, poco importaba. Pero, por lo menos, aquel intercambio de muertes había cesado.
Sin embargo el respiro duró sólo un momento antes de que un disparo se abriera paso entre los sollozos. La bala dio en la piedra, justo entre los pies descalzos de Immacolata. Suzanna se volvió y vio a Yolande Dor avanzando a grandes zancadas entre aquella mortandad que poco antes había sido su pequeño ejército; apuntaba de nuevo hacia la Hechicera.
Immacolata no estaba dispuesta a hacer de blanco. Al rozar el segundo disparo contra la roca, la Hechicera se elevó en el aire y fue flotando hacia Yolande. Su sombra, al pasar sobre el campo de batalla igual que la de un ave carroñera, resultó fatal. Ante su contacto los heridos, incapaces de echar a correr para que la sombra no les alcanzara, volvían el rostro hacia la tierra empapada de sangre y echaban el último aliento. Yolande no esperó a que la sombra la alcanzase, sino que disparó contra la criatura una y otra vez. El mismo poder que mantenía en alto a Immacolata apartaba, sencillamente, las balas de su trayectoria lógica.
Suzanna le gritó a Yolande que se retirase, pero ésta o no oyó el aviso o lo ignoró. La Hechicera se lanzó sobre la mujer y la arrancó del suelo —el menstruum las envolvió a las dos en una sola luz— y después la lanzó hacia el otro lado del campo. El cuerpo fue a dar contra la superficie de la roca sobre la que había estado Immacolata, con un golpe repugnante, y cayó, roto, al suelo.
Ninguno de los rebeldes supervivientes hizo el menor ademán de ir en ayuda de su comandante. Se quedaron —helados de terror— donde estaban, mientras la Hechicera flotaba a un metro por encima del suelo y cruzaba aquella arena de cuerpos reclamando con su sombra a los pocos que no habían sido silenciados por ella en el primer recorrido.
Suzanna sabía que cualquier pequeña oportunidad de merced que hubiera conseguido de la Hechicera se había echado a perder con el ataque de Yolande: ahora no pensaba dejar a nadie vivo entre sus antes captores. Sin tiempo para formular ninguna defensa, Suzanna arrojó la mirada viviente del menstruum hacia la mujer. Su poder era minúsculo al lado del de Immacolata, pero ésta había descuidado la guardia después de matar a Yolande, así que el golpe la encontró vulnerable. Alcanzada en la parte más estrecha de la espalda, la Hechicera fue lanzada hacia delante. Sin embargo, sólo tardó unos segundos en recuperar el equilibrio y volverse, revoloteando todavía como una santa perversa, hacia la atacante. No había furia en aquel rostro; sólo una suave y divertida expresión.
—¿Quieres morir? —preguntó.
—No. Claro, que no.
—¿No te había advertido de lo que pasaría, hermana? ¿No te lo había dicho? Todo dolor, te dije. Todo pérdida. ¿Es así como es?
Suzanna no estaba divirtiendo por completo a la mujer cuando se puso a asentir con la cabeza. La Hechicera dio un largo y suave suspiro.
—Tú me hiciste recordar —le dijo—. Y te lo agradezco… Y en pago a ello… —Abrió la mano, como ofreciéndole un regalo invisible— te concedo la vida. —Cerró la mano hasta formar con ella un puño—. Y ahora la deuda está saldada.
A medida que hablaba empezó a descender de nuevo hasta tocar con los pies la tierra firme.
—Vendrá un tiempo —continuó diciendo Immacolata al tiempo que miraba aquellos cuerpos en medio de los cuales se encontraban ambas— en que encontrarás consuelo en compañía de los que son como éstos. Igual que lo he encontrado yo. Igual que lo encuentro.
Luego le volvió la espalda a Suzanna y echó a andar, alejándose de allí. Nadie hizo ademán de desafiarla cuando trepó por las rocas y se perdió de vista. Los supervivientes se limitaron a mirar y a elevar una plegaria a cualesquiera que fuesen las deidades en las que creían en agradecimiento porque la mujer que había surgido del desierto les hubiese perdonado la vida.