XI.
TRES VIÑETAS

1

—No debimos abandonarlos —comentó Cal cuando, tras haber dado una vuelta completa a la manzana, volvieron por la calle Lord y se la encontraron llena como un hormiguero de oficiales de Policía, aunque no había ni rastro de Jerichau ni de Suzanna—. Seguro que los han arrestado. Maldita sea, no debimos…

—Sé práctico —dijo Nimrod—. No teníamos dónde elegir.

—Por poco nos asesinan —indicó Apolline. Todavía jadeaba como un caballo.

—En este momento nuestra única prioridad es el Tejido —dijo Nimrod—. Creo que en eso estamos todos de acuerdo.

—Lilia vio la alfombra —le explicó Freddy a Apolline—. Desde la casa de Laschenski.

—¿Está ella allí ahora? —inquirió Apolline.

Nadie respondió a aquella pregunta durante varios segundos. Finalmente habló Nimrod.

—Está muerta —dijo llanamente.

—¿Muerta? —preguntó Apolline—. ¿Cómo? ¿No habrá sido uno de los Cucos?

—No —dijo Freddy—. Fue algo que suscitó Immacolata. Mooney, aquí presente, consiguió destruirlo antes de que nos matase a todos los que estábamos allí.

—Entonces Immacolata sabe que estamos despiertos.

Cal vio reflejada a Apolline en el espejo retrovisor. Los ojos se le habían convertido en dos guijarros negros en medio de la abultada masa de la cara.

—Nada ha cambiado, ¿verdad? —quiso saber—. La Humanidad por un lado, y los malos encantamientos por otro.

—El Azote era peor que cualquier encantamiento —le informó Freddy.

—No es prudente todavía despertar a los demás —insistió Apolline—. Los Cucos son más peligrosos que nunca.

—Y si no los despertamos, ¿qué va a ser de nosotros? —dijo Nimrod.

—Nos convertiremos en Custodios —le respondió Apolline—. Vigilaremos la alfombra hasta que los tiempos mejoren.

—Si es que llegan a mejorar alguna vez.

Aquel comentario puso punto final a la conversación durante un buen rato.

2

Hobart examinó la sangre que todavía brillaba sobre las losas de la calle Lord, y a continuación supo con toda certeza que los escombros que aquellos anarquistas habían dejado en la calle Chariot eran solamente una pieza preliminar. Ahora tenía entre las manos algo bastante más tangible: una erupción espontánea de locura producida entre un ordinario corte transversal de la gente, cuya violencia había sido suscitada por dos rebeldes que ahora se hallaban bajo custodia esperando que les interrogaran.

Las armas que se habían utilizado el año anterior consistían básicamente en ladrillos y bombas de fabricación casera. Los terroristas del año en curso tenían, por lo visto, un mayor acceso a cierto tipo de material mucho más sofisticado. Se hablaba de que allí, en aquella calle que no tenía nada de extraordinario, había tenido lugar una alucinación colectiva.

Los distintos testimonios proporcionados por ciudadanos perfectamente cuerdos hablaban de súbitos cambios de color en el cielo. Si las fuerzas subversivas habían llevado verdaderamente armas nuevas al campo de batalla —gases que alterasen la mente, quizás—, entonces él se encontraría en una buena situación para hacer presión y solicitar tácticas más ofensivas; armamento más pesado y manos más libres para utilizarlo.

Existía cierta resistencia a ello entre los cargos de mayor rango, él lo sabía por experiencia; pero cuanta más sangre se viera derramada, más persuasivo se iría haciendo su caso.

—Eh, —dijo dirigiéndose a uno de los fotógrafos de Prensa. Llamó la atención de aquel hombre hacia las salpicaduras que había sobre el pavimento—. Enséñales esto a tus lectores —le conminó.

El hombre fotografió debidamente las salpicaduras y luego dirigió el objetivo hacia Hobart.

Sin embargo no tuvo ocasión de tomar una instantánea, pues antes de que lo hiciese, Fryer se interpuso y le arrancó la cámara fotográfica de un fuerte tirón.

—Nada de fotografías —le dijo.

—¿Tiene algo que ocultar? —preguntó el fotógrafo.

—Devuélvele lo que es suyo —le ordenó Hobart a Fryer—. Tiene que hacer su trabajo, como todos nosotros.

El periodista cogió la cámara y se retiró.

—Basura —masculló Hobart entre dientes en cuanto el fotógrafo volvió la espalda. Luego preguntó—: ¿Alguna novedad en la calle Chariot?

—Tenemos algunos testimonios puñeteramente peculiares.

—¿Ah, sí?

—En realidad nadie reconoce haber visto nada, pero por lo visto más o menos a la hora en que se produjo el torbellino todo pareció enloquecer. Los perros se pusieron frenéticos; todas las emisoras se cortaron. Algo extraño sucedió allí, de eso no hay la menor duda.

—Y aquí también —dijo Hobart—. Creo que es hora de que hablemos con los sospechosos que tenemos.

3

Los halos se habían desvanecido ya cuando los oficiales de Policía abrieron la puerta trasera del coche celular y ordenaron a Suzanna y a Jerichau que salieran al patio del cuartel general de Hobart. Todo lo que quedaba de la visión que Suzanna había compartido con Jerichau y Apolline era una vaga náusea y un terrible dolor de cabeza.

Los hicieron entrar en el inhóspito edificio de hormigón y una vez allí los separaron y los despojaron de todos sus objetos personales. Suzanna no tenía nada que apreciase demasiado, excepto el libro de Mimi, que había guardado todo el tiempo, bien en la mano, bien en el bolsillo, desde el momento en que lo encontrase. A pesar de sus protestas al ver que se lo iban a confiscar, también se lo quitaron.

Los oficiales que los habían arrestado intercambiaron impresiones para decidir dónde había que alojarla, y luego la escoltaron escaleras abajo hasta una desnuda celda de interrogatorios situada en algún lugar de las entrañas de aquel edificio. Allí un oficial rellenó un impreso con los datos personales de Suzanna. Ésta respondió lo mejor que pudo a las preguntas que le formulaban, pero su pensamiento no dejaba de vagar hacia otra parte: hacia Cal, Jerichau y la alfombra. Si las cosas no tenían buen cariz al alba, ahora parecían haber empeorado mucho más. Se recomendó a sí misma resolver los problemas a medida que fueran surgiendo y no apurarse por cosas acerca de las cuales no podía hacer nada. Como primera medida tenía que conseguir que los soltasen a ella y a Jerichau. Había visto el miedo y la desesperación de aquél cuando los separaron. Jerichau sería una presa bastante fácil si les daba por ponerse duros con él.

Sus pensamientos se interrumpieron cuando vio que abrían la puerta. Un hombre pálido que iba vestido con un traje gris carbón le estaba mirando fijamente. Tenía aspecto de llevar mucho tiempo sin dormir.

—Gracias, Stillman —dijo el hombre. El oficial que le había tomado los datos a Suzanna dejó vacante la silla que había frente a ella—. Espera afuera, ¿quieres?

El hombre se retiró. La puerta dio un golpe al cerrarse.

—Me llamo Hobart —anunció el recién llegado—. Inspector Hobart. Tenemos que charlar un rato.

Suzanna ya no podía percibir ni la más leve sombra de halo, pero supo, incluso antes de que él se le sentase enfrente, el color del alma de aquel hombre. Y ello no le supuso el menor consuelo.

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