IV.
TERRORES NOCTURNOS
1
Shadwell se despertó de un sueño de Imperio; una fantasía muy familiar en la que era propietario de una enorme tienda, tan enorme que verdaderamente resultaba imposible ver la pared más lejana. Y en ella estaba vendiendo; llevando a cabo negocios capaces de hacer llorar de gozo a un contable. Mercancías de diferente clase se amontonaban hasta gran altura por todas partes —jarrones «Ming», monos de juguete—, y los clientes golpeaban las puertas, desesperados por unirse al gentío que ya clamaban por comprar.
No era, por raro que resulte, un sueño de ansias de riquezas. El dinero se había convertido para él en algo irrelevante desde que se tropezara con Immacolata, la cual podía obtener de la nada, mediante conjuros, todo lo que necesitaban. No, aquél era un sueño de ansias de poder, él, el dueño de las mercancías que la gente era capaz de hacerse sangre por comprar, se encontraba de pie, a cierta distancia de la multitud, y esbozaba aquella carismática sonrisa suya.
Pero de pronto se despertó; el clamor de los clientes se estaba desvaneciendo. Oyó el sonido de alguien respirando en la oscurecida habitación.
Se incorporó en la cama, con el sudor del entusiasmo helándole en la frente.
—¿Immacolata?
Ella estaba allí, de pie contra la pared más alejada de la cama, buscando con las palmas de las manos algo donde agarrarse en el enlucido de la pared. Tenía los ojos muy abiertos, pero no veía nada. Por lo menos nada cuya visión Shadwell pudiera compartir. Ya había tenido ocasión de verla así otras veces… la más reciente hacía dos o tres días, en el vestíbulo de aquel mismo hotel.
Salió de la cama y se puso la bata. Al sentir la presencia de él, Immacolata murmuró el nombre de Shadwell.
—Estoy aquí —repuso él.
—Otra vez —dijo la mujer—. He vuelto a notarlo.
—¿El Azote? —preguntó él con voz gris.
—Claro. Tenemos que vender la alfombra y acabar con esto de una vez.
—Lo haremos. Lo haremos —dijo Shadwell mientras se acercaba lentamente a ella—. Los preparativos ya están en marcha, y tú lo sabes. —Habló con voz tranquila, para calmarla. Immacolata era peligrosa hasta en los mejores momentos; pero aquellos malos humores aumentaban el peligro más que el resto—. Han estado esperando esto mucho tiempo. Vendrán, nosotros haremos nuestra venta y después todo habrá terminado.
—He visto el lugar donde habita —siguió diciendo ella—. Había muros, unos muros enormes. Y arena, dentro y fuera. Como el fin del mundo.
Ahora volvió los ojos hacia Shadwell y el poder que aquella visión tenía sobre ella pareció deteriorarse.
—¿Cuándo, Shadwell?
—¿Cuándo qué?
—La subasta.
—Pasado mañana. Tal como acordamos.
Immacolata asintió con la cabeza.
—Extraño —dijo con un tono de pronto desenfadado. La velocidad con que la mujer cambiaba de humor siempre cogía a Shadwell desprevenido—. Es extraño tener estas pesadillas después de tanto tiempo.
—Ha sido el hecho de ver la alfombra —le indicó Shadwell—. Eso te lo recuerda.
—Es más que eso —dijo Immacolata.
Se dirigió hacia la puerta que conducía al resto de la suite de Shadwell y la abrió. Habían apartado los muebles hacia las paredes de aquella gran habitación para que el premio, el Mundo Entretejido, se pudiera extender. Immacolata permaneció de pie en el umbral, sin dejar de mirar fijamente la alfombra.
No le puso encima las desnudas plantas de los pies —alguna superstición le impedía cometer semejante intrusión—, sino que estuvo paseando a lo largo del borde, sometiendo a un riguroso escrutinio cada centímetro.
Cuando se encontraba a medio camino del extremo más distante, se detuvo.
—Allí —dijo; y señaló hacia abajo, hacia el Tejido.
Shadwell se acercó al lugar donde estaba ella.
—¿Qué ocurre?
—Falta un pedazo.
Shadwell siguió la dirección de la mirada de la mujer. Tenía razón. Se había arrancado una pequeña porción de alfombra; en la pelea del almacén, con toda probabilidad.
—Nada significativo —comentó—. Seguro que a nuestros compradores no les importa.
—No es el valor lo que me preocupa —dijo ella.
—¿Entonces qué?
—Utiliza los ojos, Shadwell. Cada uno de esos motivos es alguien de la especie de los Videntes.
Shadwell se puso en cuclillas y examinó las marcas de la cenefa. Apenas si podían reconocerse como formas humanas; más bien parecían comas con ojos.
—¿Esto son personas? —preguntó.
—Oh, sí. Gentuza, lo peor de lo peor. Por eso están en el borde. Ahí son vulnerables. Pero también útiles.
—¿Para qué?
—Como primera defensa —repuso Immacolata con los ojos fijos en el roto de la alfombra—. Los primeros en ser amenazados, son los primeros en…
—En despertar —dijo Shadwell.
—… en despertar.
—¿Crees que estarán ahí fuera ahora? —inquirió Shadwell. Dirigió la mirada hacia la ventana. Habían cerrado las cortinas para impedir que alguien espiara aquel tesoro, pero pudo imaginar la ciudad ignorante que se extendía más allá. La idea de que allí pudiera haber magia en libertad comportaba cierta carga inesperada.
—Sí —dijo la Hechicera—. Creo que están despiertos. Y el Azote los olfatea en su sueño. Él lo sabe, Shadwell.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—Encontrarlos antes de que llamen más la atención. Puede que el Azote sea viejísimo. Puede que sea lento y despistado. Pero su poder… —Se le fue apagando la voz, como si las palabras carecieran de valor ante semejantes horrores. Aspiró profundamente antes de volver a hablar—. Apenas ha transcurrido un día —dijo— que yo no haya observado detenidamente el menstruum en busca de algún signo que indique la venida del Azote. Y vendrá, Shadwell. Puede que no lo haga esta noche. Pero vendrá. Y ese día será el final de toda la magia.
—¿Incluso de la tuya?
—Incluso de la mía.
—Pues tenemos que encontrarlos —concluyó Shadwell.
—Nosotros no —dijo Immacolata—. No hace falta que nos ensuciemos las manos. —Echó a andar otra vez hacia el dormitorio de Shadwell—. No pueden haber ido muy lejos —comentó mientras caminaba—. Son forasteros aquí. —Al llegar a la puerta se detuvo y se volvió hacia Shadwell—. Pase lo que pase, no salgas de esta habitación hasta que te llamemos —continuó—. Voy a convocar a alguien para que sea nuestro asesino.
—¿A quién? —quiso saber Shadwell.
—A nadie que tú conozcas —replicó la Hechicera—. Ya estaba muerto cien años antes de que tú nacieras. Pero él y tú tenéis muchas cosas en común.
—¿Y dónde está ahora?
—En el Sepulcro del Santuario de las Mortalidades donde perdió la vida. Quería demostrar que era mi igual ya sabes, para seducirme. De manera que intentó convertirse en nigromante. Hubiera podido hacerlo, además; no había nada a lo que él no se atreviese. Pero le salió mal. Trajo a los Cirujanos de algún mundo infernal, y a ellos no les hizo ninguna gracia. Lo persiguieron desde un extremo a otro de Londres. Finalmente irrumpió en el Santuario. Me suplicó que los alejase de él. —La voz se le había ido convirtiendo en un susurro—. Pero ¿cómo podía yo hacer eso? El había hecho sus conjuros. Lo único que yo podía hacer era dejar que los Cirujanos llevasen a cabo los trucos que deben llevar a cabo los Cirujanos. Y al final, cuando todo él era sangre, me dijo: «Llévate mi alma». —Guardó silencio. Al cabo de un rato siguió hablando—: Y eso es lo que hice. —Miró a Shadwell—. Quédate aquí —le dijo. Y cerró la puerta.
Shadwell no necesitaba que lo animasen mucho para mantenerse alejado de las hermanas cuando éstas tramaban algo. Si no volvía nunca a poner los ojos sobre la Magdalena y la Bruja se consideraría un hombre afortunado. Pero los fantasmas eran inseparables de la hermana que tenían viva; cada una, de algún modo incomprensible para él, formaba parte de las demás. Aquella perversa unión era sólo uno de los misterios que las acompañaban; pero había muchos otros.
El Santuario de las Mortalidades, por ejemplo. Había sido un lugar de congregación para el Culto de la Immacolata cuando se encontraba en el punto álgido de su poder y ambición. Pero había caído en desgracia. Su deseo de gobernar la Fuga, que entonces no era más que una desarrapada colección de asentamientos dispersos, se había visto frustrado. Sus enemigos habían reunido pruebas contra ella, haciendo una lista de crímenes que se remontaban al útero materno, e Immacolata y sus seguidores habían tomado represalias. Y había habido derramamiento de sangre, aunque Shadwell nunca había podido deducir con certeza a qué escala. La consecuencia, no obstante, sí la había deducido. Vilipendiada y humillada, a Immacolata se le había prohibido volver a pisar la tierra mágica de la Fuga.
Y ella no se había tomado bien aquel destierro. Incapaz de dulcificar el carácter que tenía para pasar de ese modo desapercibida entre los Cucos, la historia de aquella mujer se convirtió en un cúmulo de matanzas, persecuciones y más matanzas. Aunque todavía seguía siendo Conocida y venerada por un grupo de incitados, quienes la conocían por una docena de nombres diferentes —La Madonna Negra, La Señora de las Penas, Mater Malifecorium—. Immacolata se convirtió, sin embargo, en una víctima de su propia y extraña pureza. La locura la atrajo; era el único refugio contra la banalidad del reino en el que se encontraba desterrada.
Y así, loca, era como estaba cuando Shadwell la conoció. Una mujer loca cuya conversación no se parecía a nada de lo que él hubiese podido oír antes, y que, en sus desvaríos, hablaba de cosas que, sólo con que él pudiera ponerles las manos encima, lo harían poderoso.
Y ahora he aquí aquellas maravillas. Todas contenidas en una alfombra rectangular.
Se aproximó al centro de la misma, mirando fijamente la espiral de estilizadas nubes y relámpagos llamada el Torbellino. ¿Cuántas noches había permanecido despierto, tendido en la cama, preguntándose cómo sería el interior de aquel flujo de energía? ¿Quizá como estar con Dios? ¿O con el Demonio?
Fue sacado bruscamente de aquellos pensamientos por un aullido que procedía de la habitación contigua; la lámpara situada por encima de su cabeza se oscureció de repente al mismo tiempo que la luz que emitía era absorbida por debajo de la puerta que comunicaba las habitaciones, prueba evidente de la profunda oscuridad que había en el lado más alejado.
2
Todavía no había señal del nuevo día cuando, horas más tarde —al menos eso le pareció—, la puerta se abrió.
Más allá de la misma sólo había oscuridad. Y desde esta oscuridad, Immacolata dijo:
—Ven a ver.
Shadwell se puso en pie sintiendo los miembros rígidos y avanzó cojeando hacia la puerta.
Una ola de calor le salió al encuentro en el umbral. Era como entrar en un horno en el que se hubieran estado cociendo pasteles de inmundicia y sangre humanas.
Consiguió distinguir débilmente a Immacolata, de pie —quizá flotando— a poca distancia de él. El aire le oprimió la garganta; deseaba con todas sus fuerzas retroceder. Pero ella le hacía señas para atraerle.
—Mira —le indicó mirando fijamente hacia la oscuridad—. Nuestro asesino ha venido. Éste es el Rastrillo.
Shadwell no pudo ver nada al principio. Después un jirón de energía furtiva se deslizó rápidamente pared arriba y al entrar en contacto con el techo despidió hacia abajo un baño de luz corrompida.
Bajo aquella luz Shadwell vio la cosa que ella llamaba Rastrillo.
¿Habría aquello sido un hombre alguna vez? Resultaba difícil de creer. Los Cirujanos de los que había hablado Immacolata habían reinventado toda la anatomía. Colgaba en el aire como un abrigo roto que hubieran dejado en una percha, con el cuerpo de algún modo estirado hasta alcanzar una altura sobrehumana. Luego, como si una ráfaga de brisa se hubiera levantado de la tierra, aquel cuerpo se movió, hinchándose y elevándose. Los miembros superiores —pedazos de lo que alguna vez quizá hubiesen sido tejido humano sujetos en una incómoda alianza por hilos de cartílago vivo— se levantaron, como si el cuerpo estuviera a punto de ser crucificado. Aquel gesto desenvolvió la materia que le ocultaba la cabeza. Al quedar al descubierto la misma, Shadwell no pudo evitar que se le escapase un grito, pues comprendió qué clase de Cirugía se había llevado a cabo sobre el Rastrillo. Lo habían deshuesado. Le habían sacado todos los huesos del cuerpo y habían dejado algo más apropiado para el lecho del océano que para el mundo de los que respiran, un desdichado eco de humanidad alimentado por los encantamientos que las hermanas habían ideado para sacarlo del Limbo. Se balanceaba y se hinchaba, aquella cabeza sin cráneo tomó una docena de formas diferentes mientras Shadwell la miraba. Tan pronto era toda ojos saltones como sólo se veían unas fauces que aullaban para mostrar el disgusto que le producía el hecho de despertar en aquel estado.
—Sshh… —le susurró Immacolata.
El Rastrillo se estremeció y los brazos se le hicieron algo más largos, como si quisiera matar a la mujer que en otro tiempo le había hecho aquello. Pero, no obstante, permaneció en silencio.
—Domville —le dijo Immacolata—. Hubo un tiempo en el que me profesaste amor.
El Rastrillo echó entonces la cabeza hacia atrás, como si desesperase de lo que el deseo le había llevado a hacer.
—¿Tienes miedo, Rastrillo?
Él la miró con los ojos como ampollas de sangre a punto de reventar.
—Te hemos dado un poco de vida —continuó Immacolata—. Y poder suficiente para volver boca abajo estas calles. Quiero que lo uses.
La visión de aquella cosa estaba poniendo nervioso a Shadwell.
—¿Tiene control de sí mismo? —susurró—. ¿Y si pierde los estribos?
—Déjalo —dijo ella—. Odia esta ciudad. Que la queme si quiere. Con tal que mate a los Videntes, no me importa lo que haga. Sabe que no se le concederá ningún descanso hasta que haya hecho lo que le pido. Y la Muerte es la mejor promesa que ha tenido nunca.
Las ampollas continuaban aún fijas en Immacolata, y la mirada que había en ellas confirmaba las palabras.
—Muy bien —dijo Shadwell; y dándose media vuelta se dirigió de nuevo hacia la habitación contigua. Un hombre sólo podía soportar aquella magia hasta cierto punto.
Las hermanas sentían apetito por la magia. Les gustaba sumergirse en aquellos ritos. Él, por su parte, estaba contento con ser humano.
Bueno, casi contento.