IX.
SOBRE EL PODER DE LOS PRÍNCIPES
La Hechicera no miró en dirección a Shadwell cuando éste entró; en realidad parecía no haber movido un solo músculo desde la noche anterior. La habitación del hotel olía a rancio a causa del aliento y el sudor de Immacolata. Shadwell aspiró profundamente.
—Mi pobre libertino —murmuró ella—. Está destruido.
—¿Cómo es posible? —quiso saber Shadwell. Seguía teniendo muy clara en la cabeza la imagen de la criatura, con toda su aterradora magnificencia. ¿Cómo se podía matar una cosa tan poderosa, especialmente estando ya muerta?
—Han sido los Cucos —le explicó Immacolata.
—¿Mooney o la muchacha?
—Mooney.
—¿Y los que escaparon de la alfombra?
—Han conseguido sobrevivir todos menos uno —le dijo Immacolata—. ¿No es eso, hermana?
La Bruja estaba agachada en un rincón, y su cuerpo parecía flema sobre la pared. Le respondió a Immacolata en voz tan baja que Shadwell no la oyó.
—Sí —continuó la Hechicera—. Mi hermana vio cómo era liquidado uno de ellos. El resto escapó.
—¿Y el Azote?
—No oigo más que silencio.
—Estupendo —dijo Shadwell—. Trasladaré la alfombra esta noche.
—¿Adónde?
—A una casa que se encuentra al otro lado del río y que pertenece a un hombre con el que en otra época hice negocios: Shearman. Allí celebraremos la subasta. Este lugar es demasiado público para nuestros clientes.
—Entonces, ¿van a venir?
Shadwell sonrió con ironía.
—Claro que van a venir. Esas personas llevan muchos años esperando. Esperando tan sólo a que se les presentase una oportunidad de poder pujar. Y yo soy quien va a darles esa oportunidad.
Le complacía pensar en la presteza con que habían saltado a una orden suya los siete poderosos licitantes a quienes habían invitado a aquella Venta entre Ventas.
Entre estos componentes se encontraban algunos de los individuos más acaudalados del mundo; algunas fortunas lo suficientemente grandes como para comerciar con las naciones. Ninguno de los siete tenían un nombre que hubiera significado nada para la gente de la calle —eran, como los que son verdaderamente poderosos, anónimamente grandes—. Pero Shadwell había llevado a cabo sus pesquisas muy bien. Sabía que aquellos siete tenían en común más cosas que una riqueza incalculable. Todos, lo sabía, estaban hambrientos de cosas milagrosas. Por eso ahora abandonaban sus castillos y sus áticos y se apresuraban a acudir a aquella mugrienta ciudad con el paladar seco y las palmas de las manos sudorosas.
Él tenía algo que cada uno de ellos quería casi tanto como la vida misma; y quizá más que la riqueza. Ellos eran poderosos. Pero aquel día, ¿no era él más poderoso?