V.
UMBRAL

1

—¿Qué es ese alboroto? —exigió saber Van Niekerk.

Shadwell esbozó una sonrisa. Aunque estaba irritado por la interrupción de la Subasta, ello había servido para añadir más calor a la avidez de los compradores.

—Un intento de robar la alfombra… —dijo.

—¿Por parte de quién?

Shadwell señaló hacia el borde de la alfombra.

—Como ustedes pueden observar, aquí falta una pequeña porción de alfombra —confesó—. Aun siendo pequeña como es, los nudos que había en ella contenían a varios habitantes de la Fuga.

Observó la cara de los compradores mientras hablaba. Se veía en ellas que estaban completamente hipnotizados con aquella historia, desesperados por obtener alguna confirmación de sus sueños.

—¿Y han venido aquí? —preguntó Norris.

—Ciertamente. Sí.

—Veámoslos —le exigió el Rey de la Hamburguesa—. Si están aquí, veámoslos.

Shadwell hizo una pausa antes de responder.

—Puede que sea posible ver a uno de ellos —repuso.

Estaba perfectamente preparado para que le hicieran aquella petición, y ya había planeado con Immacolata a cuál de los prisioneros mostrarían. Abrió la puerta y Nimrod, liberado del abrazo de la Bruja, trotó hacia la alfombra. Fuera lo que fuese aquello que los compradores se esperaran, no era desde luego aquel niño desnudo.

—¿Qué es esto? —preguntó Rahimzadeh, muy enojado, con un bufido—. ¿Cree usted que somos tontos?

Nimrod levantó la vista de la alfombra que tenía debajo de los pies hacia las asombradas caras que lo rodeaban. Él podría haberles dado buena información sobre cualquier tema, pero como Immacolata le había puesto los dedos sobre la lengua, no podía emitir ni un gruñido.

—Éste es uno de los Videntes —anunció Shadwell.

—Pero si no es más que un niño —comentó Marguerite Pierce con una voz que ponía en evidencia cierta ternura—. Una pobre criatura.

Nimrod se quedó mirando fijamente a la mujer: pensó que era una espléndida criatura de grandes pechos.

—No es ningún niño —dijo Immacolata. Se había deslizado dentro de la habitación sin que la vieran; ahora todas las miradas se volvieron hacia ella. Todas, excepto la de Marguerite, que seguía posada en Nimrod.

—Algunos de los Videntes tienen la capacidad de cambiar de forma.

—¿Éste la tiene? —quiso saber Van Niekerk.

—Ciertamente.

—¿Qué clase de engaño —dijo Norris— está usted intentando hacernos tragar, Shadwell? Yo no voy a creerme…

Cierre el pico —le ordenó Shadwell. La sorpresa le cerró la boca a Norris; había llovido mucho desde la última vez que alguien se había atrevido a hablarle de aquella manera—. Immacolata puede deshacer este encantamiento —concluyó el Vendedor dejando que la palabra flotase en el aire como una felicitación del día de San Valentín.

Nimrod vio cómo la Hechicera formaba un círculo con los dedos pulgar y corazón a través del cual, y después de hacer una profunda aspiración, lanzó con gran aplomo el encantamiento para cambiarlo de forma. Ahora no acogió mal aquel estremecimiento que lo hizo convulsionarse; ya estaba más que harto de aquella piel sin vello. Notó que las rodillas empezaban a temblarle y cayó hacia adelante sobre la alfombra. A su alrededor pudo oír algunos susurros que, llenos de temor y respeto, fueron aumentando de volumen a cada nuevo paso del desencantamiento al tiempo que denotaban un asombro cada vez mayor.

Immacolata no se entretuvo en delicadezas al cambiarle la anatomía a Nimrod. Éste hacía muecas de dolor a medida que sus carnes se iban transformando. Hubo un momento delicioso en todo aquel apresurado redescubrimiento, cuando notó que de nuevo le colgaban los testículos. Entonces, una vez restablecida su virilidad, dio comienzo una segunda fase del crecimiento; la piel le hormigueó al comenzar a brotarle vello en el vientre y en la espalda. Por fin le apareció el rostro desde debajo de aquella fachada de inocencia, y Nimrod volvió a ser de nuevo él mismo, con pelotas y todo.

Shadwell miró hacia abajo, aquella criatura que yacía sobre la alfombra con la piel ligeramente azulada y los ojos dorados; luego levantó la vista hacia los compradores. Aquel espectáculo probablemente había doblado el precio que ellos pudieran haber ofrecido por la alfombra.

Allí había magia, en carne palpitante; más real y más extrañamente hechicera incluso de lo que él mismo se hubiese imaginado.

—Ha conseguido usted lo que se proponía —le dijo Norris con voz llana—. Pasemos a los números.

Shadwell convino en ello.

—¿Querrás llevarte de aquí a nuestro invitado? —le indicó a Immacolata.

Pero antes de que ella pudiera hacer el menor movimiento, Nimrod se levantó y fue a arrodillarse a los pies de Marguerite Pierce, cubriéndole de besos los tobillos.

Aquella excitada aunque muda súplica no pasó inadvertida. La mujer extendió la mano hacia abajo para tocar la espesa mata de pelo de la cabeza de Nimrod.

—Déjelo usted que se quede conmigo —le pidió a Immacolata.

—¿Por qué no? —inquirió Shadwell—. Que observe… —La Hechicera expresó una muda protesta—. No hay ningún daño en ello —continuó Shadwell—. Yo puedo manejarlo. —Immacolata se retiró—. Y ahora… —comenzó el Vendedor—, ¿volvemos a abrir el tiempo de ofertas?

2

A medio camino entre la cocina y el pie de las escaleras, Cal recordó que iba desarmado. Rápidamente volvió sobre sus pasos y se puso a rebuscar en los cajones de la cocina hasta que encontró un gran cuchillo. Aunque dudaba que los etéreos cuerpos de las hermanas fueran vulnerables a la simple hoja de un cuchillo, sentir el peso del mismo en la mano le servía de algún consuelo.

El talón le resbaló en una mancha de sangre al empezar a subir las escaleras; fue una pura chiripa que al lanzar la mano hacia afuera tropezase con la barandilla y pudiera evitar así caer escaleras abajo. Maldijo en silencio su torpeza y continuó subiendo más despacio. Aunque no llegaba ni señal de la luminiscencia de las hermanas desde el piso de arriba, sabía que tenían que estar cerca. Pero incluso asustado como estaba, una firme convicción le asistía a cada paso que daba: fueran cuales fuesen los horrores que le esperasen, encontraría el modo de matar a Shadwell. Aunque tuviera que abrirle la garganta con las manos a aquel hijo de puta, lo haría. El Vendedor le había destrozado el corazón a su padre, y aquello era una ofensa que merecía la horca.

En la parte superior de las escaleras se oía un ruido; o más bien varios: eran voces humanas discutiendo. Escuchó con más atención. No se trataba de una discusión. Estaban haciendo ofertas y la voz de Shadwell, que se distinguía con claridad, recogía las pujas.

Al amparo de aquel ruido Cal cruzó el rellano, deslizándose hasta la primera de las muchas puertas que tenía ante sí. Con mucha cautela, la abrió y entró. La pequeña habitación se encontraba vacía, pero había una puerta de comunicación entreabierta y una luz brillaba más allá. Dejando abierta la puerta que daba al rellano por si tenía que batirse rápidamente en retirada, avanzó sin hacer ruido hacia la segunda puerta y se asomó por ella.

En el suelo yacían Freddy y Apolline; no había ni señal de Nimrod. Examinó las sombras, para asegurarse de que entre ellas no se ocultaba ningún hijo ilegítimo; luego empujó la puerta y la abrió.

Las ofertas y contraofertas seguían volando, y el ruido ahogaba cualquier sonido que Cal hiciera al acercarse hasta el lugar donde yacían los prisioneros. Éstos estaban muy quietos, con la boca tapada con bolsas de materia etérea y los ojos cerrados. Estaba claro que era la sangre de Freddy la que se había derramado en la escalera; tenía el cuerpo muy maltrecho debido a las atenciones de las hermanas y el rostro surcado de los arañazos que le habían producido. Pero la herida más profunda la tenía en las costillas, donde lo habían apuñalado con sus propias tijeras. Todavía estaban clavadas en la herida, sobresaliendo.

Cal le retiró a Freddy la mordaza, que le resbaló lentamente por las manos como si estuviera llena de gusanos, y se vio recompensado con el aliento de aquel hombre herido. Pero no había señal de consciencia. Luego hizo lo mismo con Apolline. Esta dio una señal más de vida… se puso a gemir como si estuviera a punto de despertarse.

El clamor de las ofertas iba subiendo de tono en la habitación contigua; a juzgar por el estruendo, estaba claro que había un buen número de potenciales compradores implicados en aquel asunto. ¿Cómo podía Cal esperar detener aquel proceso si era él solo contra tantísima gente como había de parte de Shadwell?

A su lado, Freddy se movió.

Abrió los párpados con esfuerzo, pero había poca vida detrás de ellos.

—Cal… —intentó decir. La palabra fue una forma sin sonido. Cal se inclinó hasta acercarse más a Freddy y le rodeó con los brazos el cuerpo helado y tembloroso.

—Estoy aquí, Freddy —le dijo.

Freddy trató de hablar de nuevo.

—… casi… —dijo.

Cal lo abrazó con más fuerza, como si así pudiera impedir que se le escapase la vida a Freddy. Pero ni cien brazos habrían podido retener aquella vida; tenía mejores sitios donde estar. Aun así, Cal no pudo por menos que decir:

—No te vayas.

El hombre dio una pequeña sacudida de cabeza.

—Casi… —repitió—, casi…

Aquellas sílabas parecían demasiado para él. El temblor cesó.

—Freddy…

Cal le puso los dedos en los labios, pero no había la menor señal de aliento. Mientras Cal miraba fijamente las facciones sin vida de Freddy, Apolline le cogió bruscamente la mano. Ella también estaba fría. Volvió los ojos hacia el cielo; Cal siguió la dirección de aquella mirada.

Immacolata estaba tumbada en el techo y miraba a Cal fijamente. Había estado revoloteando por allí todo el tiempo, empapándose en el dolor y la indefensión de él.

Un grito de horror le brotó de los labios a Cal antes de que pudiera impedirlo, y en aquel mismo instante Immacolata se lanzó en picado sobre él tratando de cogerlo. Sin embargo, por una vez la torpeza de Cal le sirvió de ayuda, pues se cayó de espaldas antes de que las garras de la mujer llegaran a tocarlo. Al caer de espaldas sobre la puerta, ésta cedió hacia dentro, y Cal se lanzó a través de ella con una velocidad producto del terror que el contacto con Immacolata le inspiraba.

—¿Qué es esto?

El que había hablado era Shadwell. Cal se había arrojado justo en medio de la subasta. El Vendedor se encontraba en un extremo de la habitación, mientras que media docena de personas, vestidas como para una velada en el Ritz, estaban de pie por todas partes. Seguramente Immacolata titubearía antes de matarle en semejante compañía. Cal podía disfrutar de una gracia momentánea, por lo menos.

Luego miró hacia abajo y la visión que tenía ante él lo llenó de gozo.

Estaba tumbado cuan largo era sobre la alfombra: su urdimbre y su trama le hormigueaban debajo de la palma de las manos. ¿Era por eso por lo que de una forma tan súbita y absurda se había sentido a salvo, como si todo lo ocurrido anteriormente no hubiera sido más que una prueba cuyo premio fuera aquel dulce reencuentro?

—Sáquenlo de aquí —dijo uno de los compradores.

Shadwell dio un paso hacia él.

—Salga usted de ahí, señor Mooney —le exigió el Vendedor—. Estamos tratando asuntos importantes aquí.

«Yo también», pensó Cal. Y cuando Shadwell se le acercó sacó el cuchillo del bolsillo y se lanzó contra el hombre. Detrás de él oyó a Immacolata proferir un grito. Disponía solamente de unos segundos para actuar. Le lanzó una cuchillada a Shadwell, pero a pesar de ser un hombre corpulento, el Vendedor la esquivó con limpieza.

Se produjo una gran conmoción entre los compradores, y Cal la interpretó como una manifestación de horror. Pero no… los miró fijamente y vio que habían tomado la venta como cosa suya y que se gritaban las ofertas los unos a los otros.

¿Ve algo que desee? —le preguntó el Vendedor.

Al hablar avanzó hacia Cal, cegándolo con el brillo de la prenda, y le quitó el cuchillo de las manos de un manotazo. Una vez que tuvo a Cal desarmado, recurrió a tácticas menos sutiles; le propinó un rodillazo en la ingle que lo tiró al suelo envuelto en gemidos. Allí quedó, incapaz de moverse hasta que la náusea fue remitiendo. A través del deslumbramiento de la luz y del mareo consiguió ver a Immacolata, que aún lo estaba esperando en la puerta. Y detrás de ella, a las hermanas. Demasiado para Cal. Ahora estaba desarmado y solo…

Pero no; solo no. Solo nunca.

Estaba tumbado encima de un mundo, ¿no? Encima de un mundo dormido. Milagros incontables se escondían en el Tejido que tenía debajo de él. Si tan sólo pudiera liberarlos…

Pero ¿cómo? Habría hechizos, sin duda, para sacar a la Fuga de su letargo, pero él no conocía ninguno. Lo único que pudo hacer fue poner la palma de sus manos sobre la alfombra y murmurar:

—Despierta…

¿Sufría un espejismo o se advertía ya cierta inquietud entre los nudos? Parecía como si las criaturas que allí había luchasen contra la condición en que se hallaba, conscientes de que el día había amanecido, pero sin energía suficiente para despertar.

Y ahora captó, por el rabillo del ojo, una figura desnuda que estaba agazapada a los pies de una compradora. Sin duda era uno de los Videntes; pero ninguno que el conociera. O por lo menos no reconocía el cuerpo. Pero aquellos ojos…

—¿Nimrod? —murmuró.

La criatura lo había visto a él, y se arrastró desde el seguro lugar donde se hallaba hasta el borde de la alfombra. Nadie se había dado cuenta. Shadwell se había reunido de nuevo con los compradores, tratando de evitar que la subasta se convirtiera en un baño de sangre. Se había olvidado de la existencia de Cal.

—¿Eres tú? —le preguntó Cal a Nimrod.

Éste asintió, apuntándose hacia la garganta.

—¿No puedes hablar? ¡Mierda!

Cal echó un fugaz vistazo hacia la puerta. Immacolata seguía allí a la espera. Tenía la misma paciencia que un pájaro carroñero.

—La alfombra… —continuó diciendo Cal—. Tenemos que despertarla.

Nimrod lo miró de forma inexpresiva.

—¿No comprendes lo que te digo?

Antes de que Nimrod pudiera responder por señas, Shadwell, que había apaciguado ya a los compradores, anunció:

—Empezaremos de nuevo. —Y luego añadió, dirigiéndose a Immacolata—: Llévate de aquí a este asesino.

Cal disponía, en el mejor de los casos, de algunos segundos antes de que la Hechicera pusiera fin a su vida. Estudió desesperadamente la habitación buscando una salida. Había varias ventanas, todas cubiertas con pesados cortinajes. Quizá si lograba llegar hasta una de ellas pudiera arrojarse al exterior. Aunque la caída lo matase, nada podía ser peor que morir a manos de Immacolata.

Pero ésta se detuvo antes de llegar a él. Desvió la mirada, que hasta entonces había tenido clavada en Cal, y la dejó vagar libremente. Se dio la vuelta hacia Shadwell y pronunció sólo una palabra:

—Menstruum…

Al mismo tiempo que Immacolata hablaba, la habitación que había detrás de la puerta, aquélla donde Apolline y Freddy habían quedado abandonados, se inundó de un brillante resplandor tan fuerte que atravesó la puerta y salpicó la alfombra. Con aquel toque, los colores parecieron hacerse más vivos.

Y luego un chillido de ira —la voz de la Bruja— se elevó desde aquella misma habitación seguida de un mayor derrumbamiento de luz.

Aquello nuevos sonidos y visiones bastaron para revolucionar de nuevo a los compradores. Uno se dirigió a la puerta, bien fuera para mirar por ella o para escapar, y cayó de espaldas tapándose los ojos con las manos y gritando que se había quedado ciego. Nadie acudió en su ayuda. El resto del grupo se retiró al extremo opuesto de la habitación, mientras la furia iba en aumento en el otro lado.

Una figura había aparecido en la puerta con unas hebras de brillo que describían espirales a su alrededor. Cal la reconoció al instante a pesar de la transformación.

Era Suzanna. Una especie de fuegos artificiales líquidos le corrían como venas por los brazos y se le derramaban por la punta de los dedos; le bailaban en el vientre y en los pechos y le salían por entre las piernas para incendiar el aire.

Al verla de aquel modo, a Cal le llevó varios segundos reaccionar y darle un saludo de bienvenida; pero para entonces las hermanas ya habían atravesado la puerta en persecución de Suzanna. La batalla había causado graves daños en ambos bandos. El despliegue del menstruum no lograba ocultar las sangrantes heridas que Suzanna tenía en el cuello y por todo el cuerpo; y aunque el dolor era algo que muy probablemente quedara fuera del alcance de la experiencia de las hermanas fantasmas, ellas también estaban desangrándose.

Debilitadas o no, cayeron hacia atrás cuando Immacolata levantó la mano, reservándose a Suzanna para ella, la hermana viva.

—Llegas tarde —le dijo—. Estábamos esperándote.

—Mátala —le indicó Shadwell.

Cal estudió la expresión del rostro de Suzanna. Por más que lo intentase, la muchacha no podía disimular del todo el agotamiento.

Ahora, quizá por el hecho de notar los ojos de Cal fijos en ella, volvió la vista en la dirección de éste y ambas miradas se encontraron; después le miró las manos, que él tenía aún con la palma vuelta sobre el Tejido. ¿Podría leerle ella el pensamiento?, se preguntó Cal. ¿Comprendería Suzanna que la única esperanza que les quedaba yacía dormida a los pies de la muchacha?

De nuevo sus miradas se encontraron, y en los ojos de ella Cal vio que sí lo comprendía.

Debajo de los dedos de Cal el Tejido comenzó a hormiguear, como si una suave descarga eléctrica estuviera recorriéndolo. No quitó la mano, sino que permitió que aquella energía se sirviera de él a su antojo. Ahora Cal era sólo una parte del proceso: un círculo de energía recorría la alfombra desde los pies de Suzanna hasta las manos de Cal y subía a través de los ojos de éste, desde los cuales volvía hacia ella siguiendo la línea de la mirada de ambos.

—Detenlos… —dijo Shadwell comprendiendo débilmente aquella travesura. Pero cuando Immacolata empezó a avanzar de nuevo hacia Cal, uno de los compradores dijo:

—El cuchillo.

Cal no dejó de mirar a Suzanna, pero el cuchillo ahora se veía flotando entre ellos, como si lo hubiera elevado en el aire el calor de los pensamientos de ambos.

Suzanna no tenía más idea que Cal de por qué o cómo estaba pasando aquello, pero también captó, si bien vagamente, la noción del circuito que corría a través de ella, el menstruum, la alfombra, Cal y la mirada entre ambos, para acabar volviendo de nuevo a ella. Fuera lo que fuese aquello que estaba ocurriendo allí, disponía solamente de algunos segundos para realizar su milagro antes de que Immacolata alcanzase a Cal y rompiera el círculo.

El cuchillo había empezado ahora a girar sobre sí mismo, adquiriendo mayor velocidad a cada vuelta que daba. Cal sintió una plenitud en los testículos que le resultaba casi dolorosa; y —lo que era más alarmante— experimentó la sensación siendo separado del mismo, a través de los ojos, para ir a reunirse con la mirada de Suzanna justamente en el cuchillo que había entre ambos, el cual se estaba moviendo a una velocidad tal que parecía una bola de plata.

Y luego, súbitamente, cayó del aire como un pájaro abatido de un solo golpe. Cal siguió con la mirada el descenso, que finalizó con un ruido sordo cuando la punta fue a enterrarse en el centro de la alfombra.

En un instante una onda de choque recorrió centímetro a centímetro la urdimbre y la trama, como si la punta del cuchillo hubiera cercenado una hebra de la cual dependiera la integridad del conjunto. Y con aquella hebra corrida, el Tejido quedó suelto.

3

Fue el fin del mundo, y el principio de mundos.

Primeramente una nube salvaje con forma de columna se elevó desde el medio del Torbellino y voló hacia el techo. Al chocar, se abrieron en éste grandes grietas que causaron una avalancha de yeso sobre las cabezas de todos los que se encontraban debajo. Durante un momento a Cal se le ocurrió que lo que Suzanna y él habían desencadenado quedaba ya más allá de su jurisdicción. Luego empezaron los prodigios, y tales preocupaciones se le olvidaron por completo.

En la nube se producían relámpagos, que describían arcos al salir en dirección a las paredes y a través del suelo. Al saltar hacia adelante, los nudos que había de un extremo al otro de la alfombra abandonaban las configuraciones que tenían, y las hebras empezaban a crecer como el grano en pleno verano derramando colores al elevarse. Era algo muy parecido a lo que Cal y Suzanna habían soñado varias noches atrás, sólo que multiplicado por cien; hilos ambiciosos que trepaban y proliferaban por la habitación.

La presión de aquel crecimiento bajo Cal bastó para arrojarlo fuera de la alfombra al saltar las hebras de sus ataduras y empezar a esparcir las semillas, de un millar de formas diferentes, a derecha e izquierda. Algunas eran más rápidas que otras al elevarse y alcanzaban el techo en cuestión de segundos. Otras, en cambio, elegían el camino de las ventanas, dejando estelas de color al romper el cristal y salir corriendo a enfrentarse con la noche.

Dondequiera que se pusiera el ojo se veían nuevas y extraordinarias exhibiciones. Al principio aquella explosión de formas resultaba demasiado caótica para tener ningún sentido, pero, en cuanto el aire se halló inundado de color, las hebras empezaron a formar detalles más preciosos, diferenciándose las plantas de la piedra, la piedra de la madera, y la madera de la carne. Un hilo excitado hizo explosión contra el tejado produciendo una verdadera lluvia de motas, cada una de las cuales, al entrar en contacto con el humus del Tejido —que se estaba deteriorando rápidamente—, le arrancaba diminutos retoños. Otro hilo tendía unos senderos de niebla gris azulada y en zigzag por toda la habitación; un tercero y un cuarto se iban entrelazando, y de aquella unión saltaban luciérnagas que dibujaban en su movimiento ave y bestia, y a las cuales sus compañeros revestían de luz.

En cuestión de segundos la Fuga había llenado por completo la habitación, creciendo con una rapidez tal que la casa de Shearman ya no podía darle cabida. Los tablones del suelo resultaron arrancados de cuajo cuando las hebras se pusieron a buscar nuevos territorios; las vigas se apartaron violentamente. Tampoco los ladrillos ni el mortero constituyeron una mejor defensa contra los hilos. Lo que no obtenían por las buenas, lo conseguían por las malas; sencillamente lo volvían todo boca abajo.

Cal no tenía intención de quedar enterrado allí. Por muy hechiceros que fueran aquellos dolores propios de un parto, seguro que no faltaba mucho para que la casa se derrumbase. Escudriñó por entre los fuegos artificiales hacia el lugar donde antes había estado Suzanna, pero ésta ya no se encontraba allí. Los compradores también intentaban escapar, luchando como perros callejeros presas de pánico.

Tras ponerse en pie con dificultad y a toda prisa, Cal echó a andar hacia la puerta. Pero no había dado más que un par de pasos cuando vio a Shadwell avanzando hacia él.

¡Hijo de puta! —le gritaba el Vendedor—. ¡Entrometido hijo de puta!

Se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó una pistola, y apuntó con ella a Cal.

¡A mí nadie me contraría, Mooney! —le gritó; y luego disparó.

Pero en el mismo momento de apretar el gatillo alguien saltó sobre él. Shadwell cayó de lado. La bala falló con mucho el blanco.

El salvador de Cal era Nimrod. Ahora corría hacia Cal con una expresión de urgencia. Y tenía motivos para ello. La casa entera había empezado a temblar y se oían estruendos de capitulación procedentes de arriba y de abajo. La Fuga había llegado hasta los cimientos, y su entusiasmo estaba a punto de echar la casa abajo.

Nimrod agarró a Cal por un brazo y comenzó a tirar de él, no hacia la puerta, sino hacia la ventana, porque aquel retoñante Tejido las había arrancado todas. Más allá de los escombros de la casa, la Fuga estaba contando su largamente callada historia aquí y allá, llenando la oscuridad todavía con más magia.

Nimrod echó un fugaz vistazo hacia atrás.

—¿Vamos a saltar? —le preguntó Cal.

Nimrod sonrió irónicamente y apretó aún con más fuerza el brazo de Cal. Una rápida mirada hacia atrás le mostró a Cal que Shadwell había encontrado la pistola y les estaba apuntando con ella a la espalda.

—¡Vigila! —gritó.

A Nimrod se le iluminó el rostro e inmediatamente le oprimió a Cal la nuca con la mano para obligarle a agachar la cabeza. Un instante después Cal comprendió por qué, pues vio una oleada de color que brotaba del Tejido; Nimrod se lanzó delante de ella justamente con Cal.

Aquella fuerza los transportó a ambos haciéndolos pasar a través de la ventana, y durante un momento de pánico no tuvieron bajo los pies nada más que aire. Después el brillo pareció solidificarse y extenderse bajo ellos, y se encontraron viajando por él como practicantes de surfing sobre una ola de luz.

El viaje acabó demasiado pronto. Pocos segundos después fueron depositados bruscamente en un campo a cierta distancia de la casa, y la ola se alejó en medio de la noche engendrando a su paso toda clase de flora y fauna.

Atontado, pero lleno de regocijo, Cal se puso en pie; quedó encantado al oír exclamar a Nimrod:

—¡Ja!

—¿Ya puedes hablar?

—Eso parece —repuso Nimrod con una sonrisa más amplia que nunca—. Aquí estoy fuera del alcance de ella…

—De Immacolata.

—Desde luego. Deshizo mi encantamiento por tentar a los Cucos. Y ya lo creo que resulté ser tentador. ¿Te fijaste en la mujer del vestido azul?

—Apenas.

—Se quedó colada por mí a primera vista —dijo Nimrod—. Quizá tendría que ir a buscarla. Va a necesitar un poco de ternura, tal como están las cosas…

Y sin decir una palabra más volvió sobre sus pasos en dirección a la casa, que estaba a punto de convertirse en un montón de escombros. Sólo cuando ya desaparecía en aquella confusión de luz y polvo, advirtió Cal que Nimrod poseía cola en su verdadera forma.

Sin ningún género de duda Nimrod sería capaz de cuidarse solo, pero había otros que tenían preocupado a Cal. Por una parte Suzanna, y también Apolline, a quien había visto por última vez tumbada junto a Freddy en la antecámara de la habitación de Subastas. Todo era estruendo y destrucción, pero, no obstante, Cal echó a andar de nuevo hacia la casa para ver si podía encontrarlas.

Era como nadar contra corriente en medio de una marea en tecnicolor. Algunas hebras surgidas tardíamente volaban y estallaban a su alrededor, muchas de ellas rompiéndose contra su cuerpo. Se mostraban, con mucho, más amables con el tejido vivo que con el ladrillo. Su contacto no le producía a Cal daño alguno, sino que le confería nuevas energías. El cuerpo le hormigueaba como si acabara de salir de una ducha de agua helada. Y la cabeza le zumbaba.

No había ni señal del enemigo. Cal confiaba en que Shadwell hubiese quedado enterrado en aquella casa, pero conocía demasiado bien la suerte que suelen tener los malvados como para creer que aquello fuera probable. No obstante, consiguió vislumbrar a varios de los compradores deambulando en el brillo. No se ayudaban los unos a los otros, sino que se abrían camino en solitario; o bien miraban fijamente al suelo por miedo a que éste se abriera bajo sus pies, o bien se tapaban, al tropezarse, las lágrimas con las manos.

Al llegar Cal a una distancia de treinta metros de la casa se produjo otro estallido de actividad dentro de la misma cuando la gran nube del Torbellino, escupiendo relámpagos, se desembarazó de las paredes que la habían confinado e hizo eclosión en todas direcciones.

Cal tuvo tiempo suficiente para ver la figura de uno de los compradores engullida por la nube; luego se dio la vuelta y echó a correr.

Una oleada de polvo lo empujó en su camino; filamentos de brillo volaban a su derecha e izquierda como cintas dentro de fragmentos de ladrillo y muebles. Se quedó sin aliento en los labios y las piernas desaparecieron de debajo de él. Luego se encontró realizando acrobacias, con la cabeza sobre los talones y sin poder distinguir ya el Cielo de la Tierra.

No trató de resistir, en el supuesto de que la resistencia hubiera sido posible, sino que dejó que aquel tren rápido lo llevase dondequiera que se le antojase.

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