X.
EL MENSTRUUM
Suzanna comprendió, un instante antes de poner los pies en lo que en otro tiempo había sido el vestíbulo del cine, que aquello era un error. Incluso entonces hubiera podido retroceder, pero oyó que la voz de Mimi pronunciaba su nombre y la obligaba a pasar por la puerta antes de que ningún argumento pudiera frenarle las piernas.
El vestíbulo se encontraba todavía más oscuro que el almacén principal, pero Suzanna pudo distinguir la difusa figura de su abuela que estaba de pie junto a la taquilla tapiada con tablones.
—¿Mimi? —la llamó con la mente borrosa a causa de las impresiones contradictorias.
—Aquí estoy —repuso la anciana; y abrió los brazos para acoger a Suzanna.
Aquel ofrecimiento de abrazo fue un error, pero por parte del enemigo. Las manifestaciones físicas de afecto no habían sido el fuerte de Mimi en vida, y Suzanna no veía razón alguna para suponer que su abuela hubiera cambiado de costumbres al expirar.
—Tú no eres Mimi —dijo.
—Ya sé que es una gran sorpresa verme —repuso el presunto fantasma. Tenía la voz tan suave como la caída de una pluma—. Pero no hay nada que temer.
—¿Quién eres?
—Ya sabes quién soy —fue la respuesta.
Suzanna no se entretuvo esperando oír algunas otras palabras seductoras como aquéllas, sino que se dio la vuelta con la intención de volver sobre sus propios pasos. La separaban quizá tres metros de la salida, pero ahora le daba la impresión de que fueran kilómetros. Trató de dar un paso por aquella larga carretera, pero el estruendo que tenía dentro de la cabeza alcanzó de pronto proporciones ensordecedoras.
La presencia aquella que se encontraba detrás de Suzanna no tenía intención de dejarla escapar. Buscaba un enfrentamiento, y desafiarla era desperdiciar esfuerzos. De modo que la muchacha se dio la vuelta y la miró.
La máscara se estaba derritiendo, aunque había hielo, y no fuego, en los ojos que emergían por detrás. Suzanna conocía aquella cara, y aunque no se consideraba preparada todavía para encararse valientemente con aquella furia, sintió un extraño regocijo ante semejante visión. Los últimos retazos de Mimi acabaron de desvanecerse, y en su lugar apareció allí Immacolata, de pie.
—Mi hermana… —comenzó a decir con el aire danzando a su alrededor al compás de sus palabras—, mi hermana la Bruja me hizo representar el papel. Le pareció ver a Mimi en tu cara. Y tenía razón, ¿verdad? Tú eres su hija.
—Su nieta —murmuró Suzanna.
—Su hija —fue la réplica firme.
Suzanna miró fijamente a la mujer que tenía delante, fascinada por la obra maestra de dolor que se hallaba medio oculta en aquellas facciones. Immacolata se encogió ante aquel escrutinio.
—¿Cómo te atreves a compadecerme? —le preguntó a Suzanna como si le hubiese leído el pensamiento; y algo saltó de aquel rostro acompañando las palabras.
Lo que fuera vino demasiado rápido para que Suzanna pudiese ver de qué se trataba; únicamente tuvo tiempo de apartarse a un lado de un salto cuando aquello pasó silbando; la pared que había detrás de ella dio una sacudida al recibir el golpe. Al cabo de un instante el rostro derramaba aún más brillo en dirección a ella.
Suzanna no tuvo miedo. Aquella exhibición sólo aumentaba el regocijo que sentía. En esta ocasión, cuando vio que el brillo venía hacia ella, el instinto anuló cualquier tipo de restricción impuesta por la cordura, y la muchacha alargó una mano como para coger la luz.
Fue lo mismo que zambullir el brazo en un torrente de agua helada. Un torrente en el que nadasen innumerables peces, veloces, muy veloces, contra corriente; nadando para ir a desovar. Suzanna cerró el puño, apoderándose de aquella marea rebosante, y tiró.
La acción tuvo tres consecuencias. Primero, un grito de Immacolata. Segundo, el súbito cese del alboroto que bullía dentro de la cabeza de Suzanna. Y tercero, que todo lo que había sentido con la mano —aquel frío helado, el torrente y el banco de peces que contenía—, todo aquello se introdujo de pronto dentro de ella. Su propio cuerpo era el caudal. No el cuerpo de carne y hueso, sino alguna otra clase de anatomía hecha más de pensamiento que de sustancia y más antigua que cualquiera de estos dos. De alguna manera la anatomía se había reconocido a sí misma en aquel asalto de Immacolata, y había despertado de su letargo.
Nunca antes en toda su vida Suzanna se había sentido tan completa. Ante aquel sentimiento cualquier otra ambición —de felicidad, de placer, de poder—, todas las demás ambiciones se desvanecían.
Volvió a mirar a Immacolata, y con los nuevos ojos que tenía ahora vio, no a un enemigo, sino a una mujer en posesión del mismo torrente que a ella le corría por las venas. Una mujer retorcida y llena de angustia, pero, con todo, más parecida a ella que distinta.
—Eso ha sido una estupidez —le dijo la Hechicera.
—¿Ah, sí? —inquirió Suzanna. A ella no se lo parecía en absoluto.
—Habría sido mejor para ti que no te hubiese encontrado. Mejor que nunca hubieras probado el menstruum.
—¿El menstruum?
—Ahora sabrás más cosas de las que quieres saber, y sentirás más de lo que nunca deseaste sentir. —Parecía haber algo próximo a la compasión en la voz de Immacolata—. Así empieza el dolor —continuó—. Y nunca acabará. Créeme. Deberías haber vivido y muerto siendo Cuco.
—¿Así es como murió Mimi? —le preguntó Suzanna.
Aquellos ojos de hielo parpadearon.
—Ella conocía perfectamente los riesgos que corría. Tenía sangre de los Videntes, que siempre ha fluido libremente. Tú también llevas la sangre de ellos, a través de esa perra de tu abuela.
—¿Los Videntes? —Cuántas palabras nuevas—. ¿Son los habitantes de la Fuga?
—No son más que personas muertas —fue la respuesta que obtuvo Suzanna—. No te dirijas a ellos en busca de respuestas. Enseguida se convierten en polvo. Y desaparecen como desaparece todo en este apestoso Reino. Convertidos en basura y mediocridad. Nosotros nos ocuparemos de eso. Tú estás sola. Tan sola como lo estaba ella.
Aquel «nosotros» le recordó al Vendedor y la potencia de la chaqueta que llevaba.
—¿Es Shadwell un Vidente? —le preguntó a la Hechicera.
—¿Ése? —Aquella idea por lo visto resultaba ridícula—. No. Si tiene algún poder es porque yo se lo he concedido.
—¿Por qué? —dijo Suzanna. Sabía pocas cosas de Immacolata, pero lo bastante para comprender que ella y Shadwell no acababan de encajar del todo.
—Él me enseñó… —empezó a decir la Hechicera llevándose una mano a la cara—, él me enseñó el espectáculo. —Se pasó la mano por el rostro, y cuando la apartó estaba sonriendo casi con afecto—. Tú necesitarás eso ahora.
—¿Y por eso eres su amante?
El sonido que emitió aquella mujer hubiera podido ser una carcajada; sólo hubiera podido serlo.
—Yo dejo el amor para la Magdalena, hermana. Ella tiene grandes apetitos para eso. Pregúntale a Mooney…
Cal. Se había olvidado de Cal.
—… si es que le queda aliento para responderte.
Suzanna echó una rápida mirada hacia la puerta, que estaba detrás de ella.
—Adelante… —le dijo Immacolata—; ve a buscarlo. Yo no te detendré.
El brillo que había dentro de ella, el menstruum, sabía que la Hechicera estaba diciendo la verdad. Aquel caudal ahora formaba parte de ambas. Las vinculaba en aspectos que Suzanna aún no podía adivinar.
—La batalla ya está perdida, hermana —murmuró Immacolata cuando Suzanna llegaba al umbral—. Mientras tu satisfacías tu curiosidad, la Fuga ha caído en nuestras manos.
Suzanna volvió a entrar en el almacén; empezaba a sentir miedo por primera vez. No por ella, sino por Cal.
Lo llamó en dirección a las tinieblas.
—Demasiado tarde… —dijo la mujer detrás de ella.
—¡Cal!
No hubo respuesta. Suzanna empezó a buscarle, llamándolo de vez en cuando; su ansiedad iba en aumento cada vez que sus llamadas quedaban sin respuesta. Aquel lugar era un laberinto; por dos veces se encontró en un lugar que ya había registrado previamente. Fue el brillo de vidrios rotos lo que le llamó la atención a Suzanna; y luego, tumbado boca abajo a poca distancia de los cristales, divisó a Cal. Antes de acercarse lo bastante como para tocarlo, Suzanna advirtió la profundidad de la inmovilidad de Cal.
Era un hombre demasiado frágil, le dijo el menstruum en su interior. Y ya se sabe cómo son estos Cucos. Suzanna rechazó la idea. No era de ella.
—Que no esté muerto.
Aquella idea sí era de ella, de Suzanna. Se le escapó al arrodillarse junto a Cal, una súplica dirigida al silencio que lo rodeaba.
—Por favor, Dios mío, que no esté muerto. No se atrevía a tocarlo por temor a descubrir lo peor; pero durante todo el tiempo comprendía que ella era la única ayuda que Cal podría tener. Éste tenía la cabeza vuelta hacia ella, con los ojos cerrados y la boca abierta, de la cual salía un hilillo de saliva teñida de sangre. Instintivamente, Suzanna le puso una mano en los cabellos, como si pudiera despertarlo a base de caricias, pero el sentido práctico no la había abandonado del todo y comenzó a buscarle el pulso en el cuello. El latido era muy débil. «Así empieza el dolor», le había dicho Immacolata sólo unos minutos antes. ¿Acaso la Hechicera sabía, en el momento de pronunciar la profecía, que Cal se encontraba ya a las puertas de la muerte?
Claro que lo sabía. Lo sabía y se había alegrado del dolor que ello comportaría, porque deseaba que el placer de Suzanna en el menstruum se agriase desde el mismo momento de su descubrimiento; deseaba que ambas quedaran hermanadas en aquella pena.
Después de estar distraída durante unos instantes mientras caía en la cuenta de todo esto, volvió a mirar a Cal; y entonces se dio cuenta de que ya no le tenía la mano puesta en el cuello, sino que le estaba acariciando otra vez el cabello. ¿Por qué estaría haciendo aquello? Él no era un niño dormido precisamente. Estaba herido; y necesitaba una ayuda más concreta. Pero en el mismo momento en que Suzanna se estaba reprendiendo a sí misma, notó que el menstruum comenzaba a ascenderle desde el bajo vientre y le bañaba las entrañas, los pulmones y el corazón; se movía —sin ninguna instrucción dada desde la consciencia— hacia Cal a través de sus propios brazos. Poco antes el menstruum se había mostrado del todo indiferente a las heridas de Cal. «Ya sabes cómo son estos Cucos», le había dicho a Suzanna. Pero la rabia de Suzanna, o quizá la tristeza que sentía, había conseguido corregirlo. Ahora notaba que las energías del menstruum transportaban la necesidad que ella sentía de despertar a Cal, de curarlo, a través de la palma de su mano y la introducían en la cerrada cabeza de él.
Era una sensación que resultaba extraordinaria y con la que se sentía perfectamente a gusto. Cuando, en el último momento, el menstruum pareció no querer seguir adelante, Suzanna lo presionó y aquello acabó por obedecerla; el torrente fluyó hacia el interior de Cal. Era ella quien tenía el control, Suzanna se dio cuenta con una oleada de regocijo, oleada que fue inmediatamente seguida por una dolorosa sensación de pérdida cuando el cuerpo tendido en el suelo ante ella se bebió aquel torrente.
Cal se hallaba ávido de curación. A Suzanna empezaron a agitársele las articulaciones cuando el menstruum salió de ella, y en el interior de su cráneo aquella extraña canción se elevó como entonada por una docena de sirenas. Trató de quitar la mano de la cabeza de Cal, pero los músculos se negaron a obedecer la orden. Al parecer el menstruum se había apoderado del cuerpo de Suzanna. Esta se había precipitado al dar por supuesto que controlar aquello iba a resultar fácil. El menstruum se estaba agotando deliberadamente con el fin de enseñarle a Suzanna que no debía presionarlo.
Un instante antes de que ella se desmayase, el menstruum decidió que no había que exagerar, y permitió que la muchacha apartase la mano. El flujo cesó bruscamente, Suzanna se llevó las temblorosas manos a la cara, con el olor de Cal todavía presente en la punta de los dedos. Poco a poco el silbido que ella tenía en el interior del cráneo fue amainando. El mareo empezó a pasársele.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Cal.
Suzanna dejó caer las manos y lo miró. Cal se había levantado del suelo, y ahora estaba examinándose con cautela la boca ensangrentada.
—Creo que sí —dijo ella—. ¿Y tú?
—Creo que saldré de ésta —repuso Cal—. No sé qué ha pasado. —Las palabras se le fueron apagando a medida que recordaba lo ocurrido, y una expresión de alarma le cruzó el rostro.
—La alfombra. —Se puso en pie de un salto y miró a su alrededor—. La tuve en la mano —le dijo—. ¡Jesús! ¡La tuve en la mano!
—¡Se la han llevado! —apuntó Suzanna.
Le dio la impresión de que Cal iba a echarse a llorar por la manera en que se le arrugó la cara, pero fue rabia lo que emergió.
—¡Maldito Shadwell! —gritó él apartando de un manotazo el bosquecillo de lámparas de mesa que había encima de una cómoda—. ¡Lo mataré! Juro que…
Suzanna se puso en pie sintiéndose todavía mareada, pero como tenía los ojos bajados hacia el suelo, vislumbró casualmente algo en medio de aquel desorden de vidrios rotos que se encontraba bajo los pies de ambos; volvió a agacharse; apartó los fragmentos y allí, entre ellos, descubrió un pedazo de la alfombra. Lo cogió.
—No se la han llevado toda —dijo al tiempo que le mostraba el hallazgo a Cal.
La ira se derritió del rostro de aquel hombre. Cogió el fragmento de las manos de Suzanna casi con reverencia y se puso a observarlo atentamente. Había media docena de dibujos en el pedazo, aunque ello no le decía nada que tuviera el menor sentido.
Suzanna lo observaba. Cal sostenía el fragmento con tanta delicadeza como si fuera a deshacerse de un momento a otro. Luego sorbió por la nariz, con fuerza, y se la limpió con el reverso de la mano.
—Maldito Shadwell —volvió a decir; pero esta vez habló en voz baja y con aire ausente.
—¿Y ahora qué hacemos? —se preguntó Suzanna en voz alta.
Cal la miró. Esta vez tenía lágrimas en los ojos.
—Salir de aquí —le indicó—. Y ver qué nos dice el cielo.
—¿Qué?
Cal esbozó una ligera sonrisa.
—Perdona —le dijo—. Debe de ser Mooney el Loco el que ha hablado.