XIII.
UNA PROPOSICIÓN

1

Hobart también había visto el resplandor del Amadou, aunque se encontraba aún a cuatro kilómetros de aquel lugar. La noche no había hecho más que acarrear desastre tras desastre. Richardson, todavía muy inquieto tras los acontecimientos del Cuartel General, había hecho que el coche chocara dos veces contra la parte trasera de algunos vehículos estacionados y había seguido un camino que, llevándolos por todo el Wirral, había consistido en una serie de callejones sin salida.

Pero por fin, allí lo tenían: una señal inequívoca de que estaban cerca de su presa.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Richardson—. Parece como si algo hubiera hecho explosión.

—Sabe Dios —dijo Hobart—. A mí no me extrañaría nada de esa gente. Especialmente de la mujer.

—¿Quiere que pidamos refuerzos, señor? No sabemos cuántos son.

—Aunque pudiéramos… —dijo Hobart apagando la radio cuya estática les había hecho perder el contacto con Downey hacía horas—. Quiero mantener esto en silencio hasta que sepamos qué es lo que ocurre. Apaga los faros.

El conductor así lo hizo, y siguieron avanzando entre la oscuridad que precede al amanecer. A Hobart le pareció ver figuras que se movían entre la bruma, más allá del follaje verde que bordeaba la carretera. Pero no había tiempo para hacer investigaciones: tendría que confiar en su instinto, que le decía que aquella mujer se encontraba en algún lugar situado más adelante.

De pronto apareció alguien en la carretera, delante de ellos. Soltando una maldición, Richardson giró el volante, pero dio la impresión de que la figura saltaba y pasaba por encima del coche.

El vehículo se subió a la acera y recorrió unos cuantos metros antes de que Richardson pudiera recuperar de nuevo el control.

Mierda. ¿Ha visto usted eso?

Hobart lo había visto, y por ello sintió el mismo dolor incómodo que había sentido antes en el cuartel general. Aquella gente disponía de unas armas que hacían que un hombre perdiera el sentido de lo real, y él amaba la realidad más que a sus propias pelotas.

¿Lo ha visto? —repitió Richardson—. El muy puñetero ha salido volando.

—No —dijo con firmeza Hobart—. Nada de vuelos. ¿Me comprende?

—Sí, señor.

—Y si algo más se te pone en el camino, atropéllalo.

2

La luz que cegase a Cal había cegado también a Shadwell. Se cayó de las espaldas de aquel caballo humano que tenía y se estuvo revolviendo en el suelo hasta que el mundo empezó a enfocarse de nuevo. Cuando lo hizo dos visiones le salieron al encuentro. Una era de Norris, tumbado en el suelo y llorando como un bebé. La otra era de Suzanna, que, acompañada de dos miembros de la Especie, emergía de entre los escombros de la casa de Shearman.

No iban con las manos vacías. Transportaban la alfombra. ¡Dios, la alfombra! Shadwell miró a su alrededor buscando a la Hechicera, pero no había nadie cerca que pudiera serle de ayuda excepto el caballo, que estaba lejos de encontrarse en condiciones de ayudar a nadie.

«Conserva la calma —se dijo a sí mismo—, todavía te queda la chaqueta». Se cepilló por encima la tierra que se le había pegado. Luego se colocó el nudo de la corbata y echó a andar para interceptar a los ladrones.

—Muchísimas gracias —les dijo al acercarse a ellos— por guardarme lo que me pertenece.

Suzanna le dirigió una única mirada; luego dijo a los que transportaban la alfombra:

—No le hagáis caso.

Y dicho esto, los condujo hasta la carretera.

Shadwell se apresuró a ir tras ellos. Cogió con fuerza a la mujer por el brazo. Estaba decidido a conservar las buenas maneras el mayor tiempo posible; eso siempre desconcierta al enemigo.

—¿Tenemos algún problema? —preguntó.

—Ninguno —dijo Suzanna.

—La alfombra me pertenece, señorita Parrish. Insisto en que permanezca aquí.

Suzanna miró a su alrededor buscando a Jerichau. Se habían separado en los últimos minutos de la reunión que ella había tenido con los ocupantes de la Casa de Capra, cuando Messimeris se la había llevado aparte para ofrecerle algunas palabras de consejo. Éste seguía hablando por los codos cuando el Tejido llegó al umbral de la Casa de Capra; Suzanna no había llegado a oír los últimos consejos.

—Por favor… —dijo Shadwell sonriendo—. Seguramente podamos llegar a un acuerdo. Si usted lo desea, le compraré el artículo. ¿Cuánto diría usted que vale? —Se abrió la chaqueta, no dirigiendo ya el discurso a Suzanna, sino a los otros dos que transportaban la alfombra. Podrían ser fuertes de brazos, pero también eran presa fácil. Ya estaban los dos mirando fijamente al interior de los pliegues de la chaqueta—. ¿Acaso ven algo que les guste? —les dijo.

—Es una trampa —les advirtió Suzanna.

—Pero mira… —le dijo uno de ellos.

Y maldita sea si Suzanna, aunque sólo fuera por instinto, no hizo eso exactamente. Si aquella noche no hubiera traído consigo tantas distracciones agotadoras, la muchacha habría tenido las fuerzas necesarias para desviar inmediatamente la mirada, pero en estos momentos no actuó con la rapidez que era de desear. Algo brillaba en el forro nacarado, y Suzanna no podía dejar de contemplarlo.

—Usted realmente está viendo algo… —le dijo Shadwell—. Algo bonito para una mujer bonita.

Y así era. Los encantamientos de la chaqueta se habían apoderado por completo de ella en dos segundos, y no pudo resistir la travesura.

En el fondo de la mente una voz la llamaba por su nombre, pero Suzanna no hizo caso. De nuevo la voz volvió a llamarla. «No mires», le decía la voz, pero ella veía algo que estaba tomando forma en el forro.

«¡No, maldita seas!», le gritó la misma voz. Y en esta ocasión una figura borrosa se interpuso entre ella y Shadwell. El hechizo se rompió entonces y Suzanna logró desprenderse del tranquilizador abrazo de la chaqueta y distinguió a Cal delante de ella propinándole al enemigo una buena descarga de puñetazos. Shadwell era, con mucho, el más corpulento de los dos hombres, pero el calor de la furia de Cal había conseguido acobardarlo durante unos instantes. «¡Largo de aquí de una puñetera vez!», le gritó Cal.

Pero Shadwell ya se había sobrepuesto a la sorpresa y se lanzó sobre Cal, quien se tambaleó ante semejante contraataque. Consciente de que perdería la lucha en cuestión de segundos, Cal se agazapó debajo de los puños de Shadwell y se agarró al Vendedor en un abrazo de oso. Estuvieron forcejeando durante varios segundos, tiempo precioso que Suzanna aprovechó para guiar a los porteadores de la alfombra entre los escombros y llevárselos de allí.

Consiguieron escapar por los pelos. En el tiempo en que ella se había distraído con la chaqueta casi había sobrevenido el día. Pronto serían un fácil blanco para Immacolata o, desde luego, para cualquier otro que quisiera detenerlos.

Hobart, por ejemplo. Precisamente ahora Suzanna lo vio, justo cuando llegaba al límite de la propiedad de Shearman. El policía se estaba apeando de un coche que estaba aparcado en la calle. Incluso a la dudosa luz reinante en aquel momento —y a cierta distancia—, sabía que se trataba de él. El odio que le profesaba hizo que pudiera olfatearlo. Y además Suzanna, con cierto sentido profético, sabía que el menstruum había despertado otra vez en ella, y que aunque escapasen de Hobart ahora la persecución no acabaría allí. Se había ganado un enemigo para un milenio…

No lo estuvo observando mucho rato. ¿Para qué molestarse? Podía recordar perfectamente hasta el último poro y la última marca del árido rostro de aquel hombre; y si la memoria llegaba a fallarle un poco, no tendría más que volverse a mirar por encima del hombro.

Pues, maldición, Hobart estaría allí detrás de ella.

3

Aunque Cal se agarraba a Shadwell con la tenacidad de un terrier, el peso superior del Vendedor consiguió rápidamente ventaja. Cal se vio arrojado contra los ladrillos, y Shadwell fue tras él. No le concedió cuartel. Empezó a darle patadas, no una o dos veces, sino una docena.

¡Jodido hijo de puta! —le gritaba. Las patadas no cesaban de caer sobre Cal con la intención de impedir que se levantase—. Voy a romperte todos los huesos de ese jodido cuerpo tuyo —le prometió Shadwell—. Voy a matarte, puñetero.

Y vaya si podría haberlo hecho. Pero alguien habló.

—Usted…

El asalto de Shadwell se interrumpió momentáneamente, y Cal miró por entre las piernas del Vendedor y vio que un hombre de gafas oscuras se aproximaba. Era el mismo policía de la calle Chariot.

Shadwell se volvió contra el hombre.

—¿Quién demonios es usted? —quiso saber.

—El inspector Hobart —fue la respuesta.

Cal se imaginó la oleada de inocencia que ahora se estaría abriendo paso en el rostro de Shadwell. Pudo percibirlo en la voz del hombre.

—Inspector. Claro. Claro.

—¿Y usted? —le preguntó a su vez Hobart—. ¿Quién es usted?

Cal no oyó el resto de la conversación. Estaba muy atareado en arrastrar el magullado cuerpo por entre los escombros, con la esperanza de que la misma buena suerte que le había permitido a él escapar con vida le hubiese conferido a Suzanna velocidad en su marcha.

—¿Dónde está ella?

—¿Dónde está quién?

—La mujer que se encontraba aquí —dijo Hobart. Se quitó las gafas para ver mejor a aquel sospechoso bajo la media luz existente.

Shadwell pensó que aquel hombre tenía unos ojos peligrosos. Los mismos ojos que una zorra rabiosa. Y además también buscaba a Suzanna. Qué interesante.

—Se llama Suzanna Parrish —continuó Hobart.

—Ah —exclamó Shadwell.

—¿La conoce?

—Ya lo creo. Es una ladrona.

—Es mucho peor que eso.

«¿Qué hay peor que un ladrón?», pensó Shadwell. Pero lo que dijo fue:

—¿Es cierto eso?

—Se la busca para interrogarla, acusada de terrorismo.

—¿Y usted está aquí para arrestarla?

—Sí.

—Buen hombre —comenzó Shadwell. Pensó que qué podía haber mejor. Un déspota amante de la ley, de buenos principios y gallardo. ¿Quién podría pedir un aliado mejor en unos tiempos tan turbulentos como aquéllos?—. Tengo cierta prueba —le dijo— que quizá sea valiosa para usted. Pero es estrictamente para que la oiga sólo usted.

Siguiendo las indicaciones de Hobart, Richardson se retiró hasta una prudencial distancia.

—No estoy de humor para juegos —le advirtió Hobart.

—Créame —le dijo Shadwell—, por mi madre; esto no es ningún juego. —Se abrió la chaqueta. La mirada impaciente del inspector se dirigió inmediatamente al forro. Shadwell pensó que aquel hombre tenía hambre, mucha hambre. Pero ¿de qué? Sería interesante de averiguar. ¿Qué sería lo que el amigo Hobart deseaba más que nada en el mundo?—. Acaso…, ¿acaso ve usted algo que le llame la atención?

Hobart sonreía; asintió.

—¿Sí? Entonces cójalo, por favor. Suyo es.

El inspector alargó una mano hacia la chaqueta.

—Adelante —lo animó Shadwell. Nunca había visto una expresión semejante en un rostro humano: semejante salvajismo de malicia inocente.

Una luz se encendió dentro de la chaqueta, y los ojos de Hobart adquirieron una expresión aún más salvaje. Poco después ya retiraba la mano del interior del forro, y Shadwell estuvo a punto de dejar escapar un grito de sorpresa al compartir la visión de aquel lunático. En la palma de la mano de aquel hombre estaba ardiendo un fuego lívido a base de llamas amarillas y blancas. Saltaban hasta alcanzar más de un palmo de altura, ansiosas por consumir algo, y su brillo encontraba eco en los ojos de Hobart.

—Oh, sí —dijo Hobart—. Déme fuego…

—Suyo es, amigo mío.

Shadwell sonrió.

—Usted y yo juntos —le propuso.

Y así dio comienzo un matrimonio hecho en el Infierno.

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