I.
ESTRATEGIA

El ejército de liberación de Shadwell consistía en tres batallones principales.

El primero de ellos, que era con mucho el más grande, estaba formado por la masa de seguidores del Profeta, aquellos conversos cuyo fervor él había conseguido encender hasta lograr que adquiriera unas proporciones que rayaban con el fanatismo y cuya devoción hacia él y sus promesas de una nueva era no conocía límites. Les había advertido que se iban a producir derramamientos de sangre, y derramamiento de sangre es lo que tendrían, una gran parte de la cual sería de ellos mismos. Pero a pesar de todo se encontraban muy bien dispuestos al sacrificio; de hecho la facción más salvaje entre todos ellos, compuesta principalmente de Ye-me, la Familia cuya cabeza era la que se encontraba más excitada de todas, estaban rabiando por romper algunos huesos.

Era aquél un entusiasmo que Shadwell ya había tenido oportunidad de utilizar —aunque discretamente— cuando algunos miembros de la congregación se atrevieron a poner en duda sus sermones, y estaba dispuesto a utilizarlo de nuevo si se producía el menor signo de ablandamiento entre las filas. Desde luego, haría todo lo que estuviera en su mano por someter a la Fuga mediante la retórica, pero no se hacía demasiadas ilusiones respecto a las oportunidades de que disponía por aquel camino. Sus seguidores se habían dejado embaucar fácilmente: sus vidas en el Reino los habían sumergido tanto en medias verdades que ahora estaban dispuestos a creerse cualquier ficción si se les anunciaba como es debido. Pero los Videntes que habían permanecido en la Fuga no iban a resultar tan fáciles de engatusar. Y ahí era donde entrarían en juego las porras y las pistolas.

La segunda parte de su ejército estaba compuesta por los confederados de Hobart, miembros escogidos de la Brigada que Hobart había preparado diligentemente para un día de revolución que nunca había llegado. Shadwell les había presentado los placeres que estaban ocultos en su chaqueta, y todos ellos habían encontrado algo entre los pliegues, por lo que valiera la pena vender el alma. Y ahora componían su Élite; eran gente dispuesta a defender la persona de Shadwell hasta la muerte si así lo exigían las circunstancias.

El tercer y último batallón era menos visible que los otros dos, pero no por eso menos poderoso. Los soldados que lo componían era los hijos bastardos, los hijos e hijas de la Magdalena: una innumerable y desordenada chusma cuyo parecido con sus respectivos padres solía ser bastante remoto y cuyas naturalezas iban desde lo sutilmente lunático hasta lo descontroladamente violento. Shadwell se había asegurado de que los hermanos mantuvieran la cara bien oculta, ya que eran prueba evidente de una corrupción con la que a duras penas podía asociarse al Profeta. Pero se encontraban a la espera, escarbando entre los velos que Immacolata les había echado alrededor, y dispuestos para soltarlos si la campaña exigía terrores de aquel tipo.

Shadwell había planeado la invasión con la previsión de un Napoleón.

La primera fase, que emprendió una hora después del amanecer, era ir a la Casa de Capra para enfrentarse allí al Consejo de las Familias antes de que éste tuviese tiempo de someter la situación a debate. La aproximación se llevó a cabo como si fuese una marcha triunfal, con el coche del Profeta —cuyas ventanillas de cristales ahumados ocultaban a los pasajeros de las miradas de los curiosos— al frente de un convoy formado por una docena de vehículos. En la parte trasera del coche iba Shadwell, y sentada a su lado Immacolata. Mientras viajaban, el Profeta le ofreció su pésame por la muerte de la Magdalena.

—Estoy disgustadísimo… —le dijo en voz baja—; hemos perdido un aliado valioso.

Immacolata no dijo nada.

Shadwell sacó del bolsillo un arrugado paquete de cigarrillos y encendió uno. Aquel cigarrillo, y la manera codiciosa que el Profeta tenía de fumar, como si en cualquier momento le fueran a arrebatar el cigarrillo de los labios, quedaba completamente fuera de tono con la máscara que aquel hombre llevaba puesta.

—Creo que ambos nos damos cuenta de cómo esto cambia las cosas —continuó diciendo en tono inexpresivo.

—¿Qué es lo que cambia? —quiso saber la Hechicera.

A Shadwell le gustó sobremanera la incomodidad que se reflejaba claramente en la cara de Immacolata.

—Tú eres vulnerable —le recordó—. Ahora más que nunca. Y eso me preocupa.

—Nada va a pasarme —insistió Immacolata.

—Oh, pero podría ser que sí —la contradijo Shadwell suavemente—. No sabemos cuánta resistencia vamos a encontrarnos. Quizá sea prudente que tú te retires por completo de la Fuga.

—¡No! Quiero verlos arder.

—Eso es comprensible —aceptó Shadwell—. Pero vas a constituir un buen blanco. Y si te perdemos, también perdemos el acceso a los hijos de la Magdalena.

Immacolata miró a Shadwell.

—¿Conque se trata de eso? ¿Quieres a los bastardos?

—Pues… creo que son una buena táctica.

—Pues para ti —le interrumpió la Hechicera—. Cógelos, son tuyos. Te los regalo. No quiero ni oír hablar de ellos. Desprecio sus apetitos.

Shadwell le dedicó una sutil sonrisa.

—Muchas gracias —repuso.

—De nada. Pero déjame contemplar el fuego, es lo único que te pido.

—Pues claro. Desde luego.

—Y quiero que encuentren a esa mujer, Suzanna. Quiero que la encuentren y que me la entreguen.

—Tuya es —le dijo Shadwell como si fuera la cosa más sencilla del mundo—. Queda una cosa, sin embargo. Los hijos. ¿Hay alguna palabra en particular que yo deba usar para hacerlos acudir a mí?

—Sí, la hay.

Shadwell dio una chupada del cigarrillo.

—Será mejor que yo la conozca —dijo—. Ya que son míos.

—Sólo tienes que llamarlos por los nombres que ella les puso. Eso los desata.

—¿Y cuáles son esos nombres? —preguntó Shadwell metiendo la mano en el bolsillo para coger una pluma.

Mientras Immacolata se los iba diciendo, él los garabateó en el reverso del paquete de cigarrillos para que no se le olvidasen. Luego, concluido el asunto, continuaron el viaje en silencio.

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