V.
EN LOS BRAZOS DE MAMÁ PUS
En medio de la neblina que produce el miedo y el humo del puro, Cal perdió pronto la orientación y no supo qué dirección llevaban. Cuando finalmente se detuvieron. La única pista para saber dónde se encontraban era que el aire tenía un fuerte olor a río. O más bien a los terrenos llenos de ese barro negro que queda al descubierto cuando la marea baja; extensiones de inmundicia que le habían inspirado temor cuando era niño. Hasta que no cumplió los diez años no había sido capaz de caminar por Otterspool Promenade sin que hubiera un adulto situado entre él y la barandilla.
El Vendedor le ordenó salir del coche. Cal se bajó, obediente. Resultaba difícil no ser obediente con una pistola apuntándole a la cara. Shadwell le arrebató inmediatamente el puro de la boca y lo aplastó en el suelo con el tacón del zapato; luego hizo pasar a Cal a través de una puerta hasta el interior de un recinto vallado. Sólo ahora, al poner los ojos en los montones de desperdicios domésticos que se hallaban más adelante, Cal comprendió verdaderamente adonde lo habían llevado: al basurero municipal. Durante los años anteriores se habían ido construyendo áreas de terreno de parque sobre los detritus de la ciudad, pero ahora ya no había el dinero necesario para transformar la basura en césped. Y basura seguía siendo. El hedor —esa peste agridulce de materia vegetal en descomposición— sobrepasaba incluso el olor del río.
—Alto —dijo Shadwell cuando llegaron a un lugar que, a simple vista, no tenía nada de particular.
Cal se dio la vuelta y miró en dirección a la voz. No consiguió ver mucho, pero le pareció que Shadwell se había guardado la pistola en la funda. Aprovechando la ocasión echó a correr sin elegir ninguna dirección en particular, pues lo único que pretendía era escapar. Había dado ya quizá cuatro pasos cuando algo se le enredó entre las piernas y le hizo caer a plomo, sin aliento. Antes de tener la menor oportunidad de ponerse en pie unas formas empezaron a converger sobre él desde todas partes formando una incoherente masa de miembros y gruñidos, aquello no podía ser nada más que los hijos de la hermana-fantasma. Se alegró de la oscuridad que reinaba allí; así al menos no podía verles las deformidades. Pero notó aquellos miembros sobre él; oyó el ruido de los dientes intentando apresarle el cuello.
Sin embargo no intentaban devorarle. Obedeciendo a alguna señal que Cal no vio ni oyó, la violencia disminuyó hasta convertirse en un mero cautiverio. Lo sujetaron con fuerza, anudándole el cuerpo de tal modo que las coyunturas le crujieron, mientras un terrible espectáculo se desplegaba a unos cuantos metros delante de él.
Se trataba de una de las hermanas de Immacolata, no le cabía la menor duda de ello; una mujer desnuda cuya sustancia latía, destellaba y humeaba como si tuviera la médula ardiendo; sólo que lo que estaba ardiendo no podía ser la médula, porque lo más seguro era que aquel ser no tuviera huesos. El cuerpo era una columna de gas gris entrelazada con tiras de un tejido sangriento, y de entre aquel flujo emergían fragmentos de anatomía acabada; un pecho rezumante, un vientre hinchado como si fuera un embarazo que hubiese salido de cuentas hacía ya varios meses, un rostro tiznado en el cual los ojos no eran más que hendeduras cosidas. Todo eso explicaba, sin duda, el modo vacilante de avanzar y la manera en que extendía los humeantes miembros separándolos del cuerpo para tantear el terreno que tenía delante: el fantasma era ciego.
A la luz que aquella atroz madre desprendía, Cal consiguió distinguir con más claridad a los hijos. Ninguna perversión anatómica los había pasado por alto: cuerpos vueltos del revés para mostrar las entrañas y el estómago; órganos cuya función parecía consistir simplemente en rezumar y jadear surcaban el vientre de uno de ellos como si fueran tetas y montaban como una cresta de gallo sobre la cabeza de otro. Pero a pesar de tales corrupciones, todos tenían la cabeza vuelta en actitud de adoración hacia Mamá Pus, sin parpadear siquiera para no dejar de disfrutar ni un momento de la presencia de ella. Era su madre, y ellos sus amorosos hijos.
De súbito, ella empezó a chillar. Cal se dio la vuelta y la miró de nuevo. La hermana de Immacolata había adoptado una nueva postura, agachándose con las piernas abiertas y la cabeza echada hacia atrás al tiempo que expresaba de viva voz el agonizante sufrimiento que padecía.
Detrás de ella se encontraba ahora un segundo fantasma, tan desnudo como el primero. O quizá incluso más, porque de éste apenas podía decirse que tuviera carne. Estaba obscenamente marchito, con las ubres colgando como bolsas vacías y el rostro derrumbado sobre sí mismo en un revoltijo de fragmentos de dientes y cabello. Se había agarrado a su hermana, la que estaba agachada y cuyo chillido había alcanzado ahora un tono tan agudo que era capaz de destrozar los nervios. Cuando aquel hinchado vientre parecía a punto de estallar, surgió lentamente de entre las piernas de la madre un flujo de materia ardiente. La visión de aquello fue acogida con un coro de bienvenida por parte de los hijos. Estaban extasiados. Y el horrorizado Cal, a su manera, también lo estaba.
Mamá Pus estaba dando a luz.
Cuando la nueva criatura emprendió el viaje hacia el mundo de los vivos, aquel chillido agudo se fue convirtiendo poco a poco en una serie de gritos rítmicos. Más que parido, aquel ser fue cagado. No bien la criatura hubo tocado el suelo que la marchita comadrona se puso manos a la obra, interponiéndose entre la madre y los espectadores para retirar los velos de sustancia superflua del cuerpo del nuevo ser. La madre, finalizadas las fatigas del parto, se puso en pie; la llama de su cuerpo se extinguió, y ella dejó a la criatura al cuidado de su propia hermana.
Ahora Shadwell se dejó ver de nuevo. Miró a Cal.
—¿Ve —le dijo con una voz tan baja que era casi un susurro— la clase de horrores que son éstos? Yo ya se lo advertí. Dígame dónde está la alfombra y trataré de conseguir que esa criatura no le toque.
—No lo sé. Le juro que no lo sé.
La comadrona se había retirado; Shadwell, con una fingida piedad en el rostro, hizo lo mismo.
En medio de la inmundicia, a unos pocos metros de Cal, la criatura ya se estaba levantando. Era del mismo tamaño que un chimpancé, y compartía con sus hermanos aquel aspecto de estar traumáticamente herido. Numerosas porciones de entrañas le salían por entre la piel, dejando que el torso se derrumbase sobre sí mismo en algunos lugares y que en otros luciera ridículos colgajos de intestino. Líneas generales de miembros enanos pendían del vientre, y entre las piernas le colgaba un escroto de considerable tamaño, humeante como un incensario, pero que no iba acompañado de órgano alguno por donde descargar aquello que hervía dentro.
La criatura conocía bien cuál era su cometido desde el primer aliento: aterrorizar.
Aunque todavía tenía el rostro rodeado de secundinas, aquellos ojos gomosos encontraron a Cal y empezó a acercarse a él arrastrando los pies.
—Oh, Jesús…
Cal empezó a buscar al Vendedor, pero el hombre había desaparecido.
—Ya se lo he dicho —grito dirigiéndose a la oscuridad—. No sé dónde está esa puñetera alfombra.
Shadwell no respondió. Cal volvió a gritar. El bastardo de Mamá Pus ya estaba casi sobre él.
—Jesús, Shadwell, escúcheme, ¿quiere?
Entonces el hijo ilegítimo habló.
—Cal…
En el mismo momento en que pronunciaba el nombre, el ser se retiró la porquería que le envolvía la cabeza. El rostro que apareció debajo carecía de cráneo completo, pero se podía reconocer como el mismo de su padre: Elroy. Ver aquellas facciones conocidas en medio de semejante deformidad, fue el colmo de los horrores. Cuando el hijo de Elroy alargó una mano para tocar a Cal, éste se puso a gritar otra vez dándose apenas cuenta de lo que decía, intentando sólo suplicarle a Shadwell que impidiera que aquella cosa lo tocase.
La única respuesta que obtuvo fue la de su propia voz resonando de un lado a otro hasta apagarse. Los brazos de la criatura se extendieron entre espasmos hacia delante y cerró los largos dedos sobre el rostro de Cal. Este trató de luchar para apartarlo de sí, pero la criatura se acercó más a él, abrazándolo con aquel pegajoso cuerpo suyo. Cuanto más se debatía Cal, más atrapado se encontraba.
El resto de los hijos ilegítimos aflojaron ahora el abrazo alrededor de Cal, dejándoselo al nuevo hijo. Éste sólo tenía unos minutos de vida, pero poseía una fuerza fenomenal; las rudimentarias manos que le salían del vientre le arañaban la piel a Cal y lo estrechaban con tanta fuerza que éste apenas lograba que los pulmones se le llenaran de aire.
Con el rostro a unos cuantos centímetros del de Cal, la criatura volvió a hablar, pero en esta ocasión la voz que salió de aquella arruinada boca no fue la de su padre, sino la de Immacolata.
—Confiesa —le exigió—. Confiesa lo que sabes.
—Sólo vi un lugar… —dijo Cal tratando de esquivar el reguero de baba que estaba a punto de caer de la barbilla de la bestia. No lo consiguió. Le dio de lleno en la mejilla, y quemaba como manteca caliente.
—¿Sabes qué lugar era el que viste? —le exigió ahora la Hechicera.
—No… —repuso él—. No, no lo sé…
—Pero tú has soñado con ese lugar, ¿no es cierto? Has llorado por él…
La respuesta era sí; claro que había soñado con él. ¿Quién no ha soñado alguna vez con el paraíso?
En tan sólo un instante los pensamientos de Cal saltaron desde el terror del presente al gozo del pasado. A cuando flotaba sobre la Fuga. La repentina visión de aquel País de las Maravillas tuvo la virtud de encender en él una súbita voluntad de resistir. Las glorias que veía con los ojos de la muerte tenían que ser preservadas de toda aquella suciedad que lo estaba abrazando, así como de sus creadores y amos; y en una lucha tan denodada como era la suya, a Cal no se le hacía tan duro perder la vida por una causa así. Aunque no sabía nada en absoluto del actual paradero de la alfombra, estaba dispuesto a perecer antes que arriesgarse a dejar escapar cualquier indicio que pudiera serle de utilidad a Shadwell. Y mientras le quedara algo de aliento, haría todo lo que estuviera en su mano para despistarlos.
El hijo de Elroy pareció adivinar aquella recién encontrada decisión. Apretó más los brazos alrededor de Cal.
—¡Confesaré! —le gritó éste en la cara—. Te diré todo lo que quieras saber.
E inmediatamente empezó a hablar.
El tema de su confesión no fue, sin embargo, lo que los otros querían oír. En lugar de eso empezó a recitarles el horario de los trenes que pasaban por la calle Lime, que se sabía de memoria. Había empezado a aprendérselos a la edad de once años, después de ver a un Hombre de la Memoria en televisión, el cual había demostrado su habilidad recordando detalles de partidos de fútbol elegidos al azar —equipos, tanteos, goleadores— hasta los años treinta. Era un esfuerzo perfectamente inútil, pero aquella lista heroica había tenido la virtud de impresionar poderosamente a Cal, de modo que se había pasado las siguientes semanas guardando en la memoria todas y cada una de las informaciones que podía encontrar, hasta que se le ocurrió que su magnum opus pasaba de un lado a otro allá, al fondo del jardín: los trenes. Había empezado aquel mismo día con los trayectos de cercanías, y la ambición de Cal aumentaba cada vez que recordaba con éxito el horario de un día sin equivocación alguna. Había mantenido al corriente aquella información durante años a medida que se cancelaban algunos servicios o se cerraban estaciones. Y la mente de Cal, que tenía dificultades pura relacionar las caras con los nombres, todavía era capaz de vomitar aquella información perfectamente superflua si era necesario.
Y aquello fue lo que les dijo ahora. Los servicios de trenes a Manchester, Crewe, Stafford, Wolverhampton, Birmingham, Coventry, Cheltenham Spa, Reading, Bristol, Exeter, Salisbury, Londres, Colchester; todas las horas de llegadas y salidas y notas adicionales acerca de qué servicios funcionaban solamente los sábados y cuáles no funcionaban nunca los días que los Bancos hacían fiesta.
«Soy Mooney el Loco», pensó mientras recitaba aquella obstruccionista lista de servicios con voz brillante y clara, como si se lo estuviera explicando a un imbécil. El truco confundió por completo al monstruo. Miraba fijamente a Cal mientras éste hablaba, incapaz de comprender por qué el prisionero había perdido el temor.
Immacolata lo maldijo por boca de su sobrino y le amenazó de nuevo, pero Cal apenas si la oyó. Los horarios tenían su propio ritmo. Y pronto se dejó llevar por él. El abrazo de la bestia se hizo más apretado; no pasaría mucho tiempo sin que los huesos de Cal empezasen a romperse. Pero él se limitó a seguir hablando tomando aire antes de empezar un día nuevo y dejando que su lengua hiciera el resto.
«Es poesía, hijo mío», decía Mooney el Loco. Nunca había oído nada parecido. Pura poesía.
Y quizá lo fuese. Estrofas de días y versos de horas, transformados en asunto poético porque todo ello era escupido al rostro de la muerte.
Lo matarían por aquel desafío, Cal estaba seguro de ello, cuando por fin se dieran cuenta de que nunca estaría dispuesto a intercambiar con ellos ninguna palabra más que estuviera dotada de significado. Pero el País de las Maravillas tendría una entrada para los fantasmas.
Acababa de empezar con los servicios escoceses —a Edimburgo, Glasgow, Perth, Inverness, Aberdeen y Dundee— cuando captó a Shadwell por el rabillo del ojo. El Vendedor estaba moviendo la cabeza de un lado a otro e intercambiaba algunas palabras con Immacolata, algo acerca de que tendrían que preguntarle a la vieja. Luego se dio la vuelta y se adentró en la oscuridad. Se daban por vencidos con el prisionero. El coup de grace sólo era cuestión de segundos.
Cal notó que el abrazo que lo sujetaba se iba aflojando. Dejó de recitar durante unos instantes, esperando el golpe final. Pero éste no llegó. En cambio la criatura retiró los brazos que le tenía puestos alrededor y se fue detrás de Shadwell dejando a Cal tumbado en el suelo. Aunque libre, Cal casi no era capaz de moverse; tenía los miembros magullados y rígidos a causa de los calambres tras haber permanecido durante tanto rato fuertemente sujetos.
Y ahora se percató de que los problemas que tenía no habían tocado a su fin todavía. Notó que el sudor que le perlaba el rostro se le volvía repentinamente frío al ver que la madre del terrible niño de Elroy se dirigía en persona hacia él. Nunca conseguiría escapar de ella. La hermana de Immacolata se montó a horcajadas sobre el cuerpo de Cal, luego alargó una mano y le atrajo el rostro hacia sus pechos. Los músculos de Cal se quejaron ante aquella contorsión, pero se olvidó del dolor un instante después, cuando ella le puso un pezón entre los labios. Un instinto largo tiempo abandonado obligó a Cal a aceptarlo. El pecho lanzó un chorro de fluido amargo dentro de la garganta de Cal. Éste quiso escupirlo, pero su cuerpo carecía de la fuerza necesaria para echarlo fuera. En lugar de ello, notó que la consciencia se le escapaba a causa de esta última depravación. Un sueño eclipsó su horror.
Yacía a oscuras encima de una cama perfumada mientras una voz de mujer le cantaba una nana sin palabras cuyo ritmo de cuna era compartido por unas caricias, tan ligeras como una pluma, que le recorrían el cuerpo. Unos dedos jugueteaban por el abdomen y la ingle de Cal. Estaban fríos, pero conocían más trucos que una puta. En un abrir y cerrar de ojos Cal sintió que comenzaba a excitarse; en dos, ya estaba jadeante. Nunca antes había experimentado unas caricias como aquéllas, nunca lo habían mimado tan poco a poco, de aquella forma agonizante, hasta un punto donde no se regresa. Los jadeos de Cal se convirtieron en gritos, pero la nana los amortiguó, burlándose de su virilidad con aquella canción de parvulario. Él no era más que un niño pequeño e indefenso, a pesar de la erección que tenía; o quizás a causa de ella. La caricia se hizo más exigente, y los gritos de Cal más urgentes.
Durante un instante las arremetidas lo sacaron del ensueño, y abrió los ojos, parpadeando, el tiempo suficiente para ver que se encontraba todavía en aquel abrazo sepulcral de la hermana de Immacolata. Luego el sopor sofocante lo reclamó de nuevo, y Cal se descargó en un vacío tan profundo que devoró no solamente su simiente, sino también la nana y la cantante; y finalmente devoró el sueño mismo.
Se despertó solo y llorando. Con todos los ligamentos doloridos, deshizo el nudo que había hecho de sí mismo y se levantó.
El reloj de pulsera de Cal marcaba las dos y nueve minutos. El último tren de la noche había salido de la calle Lime hacía mucho; y el primero del domingo por la mañana no pasaría hasta muchas horas después.