V.
NUESTRA SEÑORA DE LOS HUESOS

1

Aquéllos fueron días oscuros para Shadwell.

El Vendedor había emergido de la Fuga con muchos bríos —poseído por una nueva amplitud de miras— únicamente para ver cómo le arrebataban delante de sus narices el mundo sobre el que tanto ansiaba gobernar. Y no sólo eso, sino que Immacolata, a quien él habría podido recurrir en busca de ayuda, había decidido al parecer quedarse dentro del Tejido. Al fin y al cabo, la Hechicera era un miembro de los videntes, aunque éstos la hubiesen rechazado. Quizá Shadwell no debiera sorprenderse tanto de que, una vez de regreso en los terrenos a cuyo dominio en otro tiempo ella había aspirado, Immacolata se hubiera sentido empujada a permanecer en él.

Shadwell no estaba completamente desprovisto de compañía. Norris, el Rey de la Hamburguesa, todavía continuaba sometido a su voluntad, y además se encontraba muy contento con aquella servidumbre. Y, naturalmente, también estaba Hobart. Existían muchas probabilidades de que el inspector estuviera loco, pero tanto mejor si era así. Y además tenía una particular aspiración que Shadwell estaba convencido de que un día podría utilizar en su propio beneficio. Ello era —como Hobart decía— una cruzada justa.

Pero de poco sirve una cruzada si no hay nada contra lo que montarla. Habían pasado cinco largos meses y, a medida que transcurrían los días y seguía sin encontrar la alfombra, la desesperación de Shadwell iba en aumento. Al contrario que otros entre aquellos que habían conseguido salir de la Fuga aquella noche, el Vendedor recordaba la experiencia hasta en el menor detalle. La chaqueta —cargada con los encantamientos del país— le mantenía vivos los recuerdos. Quizá demasiado vivos. Raramente transcurría una hora completa sin que se muriera de ganas de estar allí.

Pero había más en aquel anhelo que el mero deseo de poseer la Fuga. Durante las largas semanas de espera, Shadwell había llegado a albergar una ambición todavía más profunda, si alguna vez volvía a tener ocasión de hollar aquel suelo, cuando así fuera haría algo que nunca antes había osado hacer ninguno de los videntes: entrar en el Torbellino. Y aquella idea, una vez concebida, le estuvo atormentando durante todos y cada uno de los momentos que permanecía en vigilia. Seguramente tendría que pagar algún precio por semejante intrusión, pero ¿acaso no valía la pena correr el riesgo? Oculto bajo aquella máscara de nubes, el Manto, había una concentración de magia nunca igualada en la historia de los Videntes y, por lo tanto, en la historia del mundo.

La Creación se albergaba en el Torbellino. Entrar allí y ver por uno mismo secretos como aquéllos, ¿no sería acaso una clase de Divinidad?

2

Y aquel día tuvo el decorado que mejor encajaba con el curso de aquellos pensamientos: una pequeña iglesia dedicada a santa Philomena y san Callixtus, semioculta entre el yermo hormigón y la City de Londres. Shadwell no había acudido a aquel lugar por el bien de su alma; lo había invitado a ir el sacerdote que en aquellos momentos decía la misa de mediodía para un pequeño grupo de oficinistas. Un hombre al que él no había visto nunca antes, pero que le había escrito diciendo que tenía noticias importantes; noticias que podían ser muy provechosas para Shadwell. Y el Vendedor había acudido allí sin la menor vacilación.

Shadwell había sido educado en el catolicismo; y aunque hacía tiempo que tenía descuidada la fe, no había olvidado los rituales que aprendiera de niño. Escuchó el Sanctus y movió los labios al ritmo de las palabras, aunque hacía veinte años desde la última vez que había asistido a un acto como aquél. Después la Oración Eucarística —algo breve y dulce, para que los contables no se alejaran demasiado de sus cálculos—, y más adelante la Consagración.

«Tomad y comed todos de él. Este es mi cuerpo que será entregado por vosotros…».

Viejas palabras; viejos ritos. Pero aún estaban llenos de un profundo sentido comercial.

Hablar de Poder y Fuerza siempre atraería público. Los Señores nunca pasaban de moda.

Absorto en estos pensamientos, Shadwell ni siquiera se dio cuenta de que la misa había terminado hasta que el sacerdote apareció a su lado.

—¿El señor Shadwell? —El Vendedor alzó la vista que tenía puesta en los guantes de cabritilla. La iglesia se encontraba ya vacía por completo, excepción hecha de ellos dos—. Hemos estado esperándolo —le dijo el sacerdote sin esperar la confirmación de que se estaba dirigiendo al hombre acertado—. Sea usted muy bienvenido.

Shadwell se puso en pie.

—¿De qué se trata?

—¿Tendría la bondad de acompañarme? —fue todo lo que obtuvo como respuesta.

Shadwell no vio razón para no acceder. El sacerdote lo condujo a través de la nave de la iglesia y después lo hizo entrar en una habitación cuyas paredes estaban recubiertas con paneles de madera y que olía a burdel, sudor y perfume, todo mezclado. Al fondo de la habitación había una cortina, que el sacerdote retiró a un lado, y otra puerta.

Antes de dar la vuelta a la llave dijo:

—Debe usted permanecer a mi lado, señor Shadwell, y no aproximarse al Sepulcro…

¿El Sepulcro? Por primera vez desde que había llegado, Shadwell tuvo un atisbo de lo que estaba ocurriendo.

—Comprendo —dijo.

El sacerdote abrió la puerta. Ante ellos se hallaba un tramo muy inclinado de escalones de piedra; estaban iluminados únicamente por la escasa luz que procedía de la habitación que acababan de dejar atrás. Shadwell perdió la cuenta de los escalones al llegar a treinta; después de los primeros diez escalones bajaron inmersos en una oscuridad casi absoluta; el Vendedor mantuvo todo el rato una mano extendida para tocar la pared, que se encontraba seca y helada, a fin de no perder el equilibrio.

Pero ahora, allá abajo, se distinguía una luz. El sacerdote se volvió y lo miró por encima del hombro, con la cara como una pelota pálida en medio de aquellas tinieblas.

—Quédese a mi lado —advirtió—. Es peligroso.

Al llegar al fondo, el sacerdote lo cogió por el brazo, como si no confiase en que Shadwell fuese a obedecer sus instrucciones. Habían llegado al centro del laberinto, al parecer; desde allí partían distintas galerías en todas direcciones, retorciéndose y girando de una manera impredecible. En algunas de ellas brillaban velas. Otras estaban totalmente a oscuras.

Únicamente cuando el guía lo condujo por uno de aquellos pasadizos Shadwell advirtió que no se encontraban solos en aquel lugar. Las paredes estaban todas revestidas de nichos, cada uno de los cuales contenía un ataúd. Se estremeció. Había muertos por todas partes; y era el polvo de éstos lo que notaba en la lengua. Sólo había una persona, él lo sabía, que por voluntad propia aceptase aquella compañía.

En el mismo momento en que concibió este pensamiento, el sacerdote dejó caer la mano con que le sujetaba el brazo, y el hombre se retiró pasillo abajo a cierta velocidad, murmurando una oración al alejarse. La razón de tal huida era una figura cubierta con un velo y vestida de negro de pies a cabeza que se aproximaba a él por el túnel, como una plañidera que se hubiera perdido entre aquellos ataúdes. No tuvo necesidad de hablar ni de levantar el velo para que Shadwell supiera que se trataba de Immacolata.

Esta se detuvo a corta distancia del Vendedor, sin pronunciar palabra. La respiración hacía vibrar los pliegues del velo.

Luego dijo:

—Shadwell.

Pronunció la palabra con poca claridad, incluso con cierto trabajo.

—Creía que te habías quedado en el Tejido —le dijo el Vendedor.

—Estuve a punto de queda allí atrapada —le explicó Immacolata.

—¿Atrapada?

Detrás de él, Shadwell oyó los pasos del sacerdote sobre las escaleras cuando éste salía.

—¿Es amigo tuyo? —le preguntó a la Hechicera.

—Ellos me veneran —repuso ésta—. Me llaman Diosa; Madre de la Noche. Se mutilan a sí mismos para demostrar mejor su adulación. —Shadwell hizo una mueca—. Por eso no se te permite acercarte al Sepulcro. Lo consideran una profanación. Si su Diosa no hubiera intercedido, ni siquiera te habrían permitido llegar hasta aquí.

—¿Por qué tienes que aguantarlos?

—Me proporcionaron un escondite cuando me hizo falta. Un lugar donde sanar.

—¿Sanar de qué?

Y entonces el velo empezó a alzarse lentamente sin que Immacolata llegase a tocarlo. Lo que Shadwell tuvo ocasión de ver debajo del mismo bastó para revolverle el estómago. Las facciones, en otro tiempo exquisitas, de la Hechicera estaban totalmente desfiguradas a causa de las heridas, que le habían dejado una masa de tejido en carne viva y algunas cicatrices rezumantes.

—¿Cómo…? —consiguió decir.

—El marido de la Custodia —repuso Immacolata con la boca tan retorcida y sacada de lugar que le resultaba difícil pronunciar correctamente las palabras.

—¿Él te hizo eso?

—Vino acompañado de varios leones —le indicó ella—. Y yo me descuidé.

Shadwell no quería oír nada más.

—Veo que te ofende —continuó Immacolata—. Eres un hombre sensible.

Esta última palabra la pronunció con la más sutil de las ironías.

—Pero puedes enmascararlo, ¿no? —quiso saber el Vendedor pensando en la habilidad que ella tenía para disfrazarse. Si podía imitar a otros, ¿por qué no copiarse a sí misma, a la persona tan perfecta que era?

—¿Acaso quieres que me comporte como una puta? —le preguntó la Hechicera—. ¿Qué me pinte el rostro solamente por pura vanidad? No, Shadwell. Llevaré mis heridas. Son más mi propio yo que lo fue la belleza. —Esbozó una espantosa sonrisa—. ¿No te parece?

A pesar del tono desafiante, le temblaba la voz. Estaba dócil, notó Shadwell, incluso desesperada. El temor a la demencia debía de haberse apoderado de ella otra vez.

—He echado de menos tu compañía —le dijo él tratando de mirarla fijamente a la cara—. Trabajábamos muy bien los dos juntos.

—Ahora tú tienes nuevos aliados —replicó Immacolata.

—¿Te has enterado?

—Mis hermanas han estado contigo de vez en cuando. —Aquella idea no le sirvió a Shadwell de ningún consuelo—. ¿Confías en Hobart?

—Sirve para lo que me propongo.

—¿Y qué es?

—Encontrar la alfombra.

—Cosa que él no ha conseguido.

—No. Todavía no. —Shadwell trató de mirarla directamente a los ojos; trató de dirigirle una mirada amorosa—. Te echo de menos —le dijo—. Y necesito tu ayuda. —Immacolata produjo un sonido silbante con el paladar, pero no contestó—. ¿No es por eso por lo que me has hecho venir aquí? —le preguntó el Vendedor—. ¿Para que podamos empezar de nuevo?

—No —repuso la Hechicera—. Me encuentro demasiado débil para eso.

Incluso estando ansioso como estaba Shadwell por caminar de nuevo sobre la Fuga, la idea de reemprender la persecución en el mismo punto donde la habían dejado —yendo de ciudad en ciudad, allá dondequiera que el viento transportase algún rumor del Tejido— tampoco le seducía mucho.

—Además… —continuó diciendo Immacolata—, tú has cambiado.

—No —protestó Shadwell—. Sigo queriendo el Tejido.

—Pero no para venderlo —le indicó ella—, sino para gobernarlo.

—¿De dónde has sacado semejante idea? —protestó el Vendedor ofreciéndole a Immacolata una ingenua sonrisa. No era capaz de interpretar la ruina de aquel rostro que tenía delante lo bastante bien como para saber si aquel fingimiento suyo surtía efecto—. Hicimos un pacto, Diosa. Vamos a convertirlos a todos en polvo.

—¿Aún sigues deseando eso?

Shadwell titubeó, sabiendo que con una mentira lo arriesgaba todo. Immacolata lo conocía bien —probablemente fuera capaz de leer en su cerebro si se lo proponía—, y quizá perdiera algo más que su compañía si ella advertía que quería engañarla. Pero, por otra parte, la Hechicera había cambiado, ¿no era así? Ahora se presentaba ante él como mercancía estropeada. La belleza, el único poder ingobernable que Immacolata siempre había poseído sobre él, había desaparecido. Ahora era ella la que suplicaba, aunque intentase fingir otra cosa. Shadwell se arriesgó a mentir.

—Lo que quiero es lo que siempre he deseado —dijo—. Tus enemigos son los míos.

—Entonces los tumbaremos —afirmó Immacolata—. De una vez para siempre.

En algún lugar del laberinto que era ahora aquel rostro se encendió una luz. Y el polvo humano de los estantes que había junto a ella comenzó a danzar.

Sortilegio
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
Section0086.xhtml
Section0087.xhtml
Section0088.xhtml
Section0089.xhtml
Section0090.xhtml
Section0091.xhtml
Section0092.xhtml
Section0093.xhtml
Section0094.xhtml
Section0095.xhtml
Section0096.xhtml
Section0097.xhtml
Section0098.xhtml
Section0099.xhtml
Section0100.xhtml
Section0101.xhtml
Section0102.xhtml
Section0103.xhtml
Section0104.xhtml
Section0105.xhtml
Section0106.xhtml
Section0107.xhtml
Section0108.xhtml
Section0109.xhtml
Section0110.xhtml
Section0111.xhtml
Section0112.xhtml
Section0113.xhtml
Section0114.xhtml
Section0115.xhtml
Section0116.xhtml
Section0117.xhtml
Section0118.xhtml
Section0119.xhtml