XII.
UNA RAZA QUE SE DESVANECE

1

A pesar de las palabras de Chloe, el espectáculo que se ofrecía ante los ojos de Cal no resultaba consolador. La línea devoradora se aproximaba a una velocidad considerable y no dejaba nada intacto a su paso. El instinto le decía a Cal que echara a correr delante de ella, pero sabía que tal maniobra sería en vano. Aquella misma marea transfiguradora avanzaría desde cualquier punto a la redonda: antes o después no quedaría ningún lugar hacia el cual correr.

En lugar de quedarse quieto donde estaba y dejar que la línea viniera a buscarlo, decidió caminar hacia ella y afrontar el contacto.

El aire empezó a hormiguear a su alrededor cuando dio los primeros y titubeantes pasos. El suelo se revolvió y tembló bajo sus pies. Unos cuantos metros más y la zona por la que él caminaba empezó a cambiar. Los guijarros sueltos eran transportados de allí por el flujo; y arrancadas las hojas de árboles y arbustos.

«Esto va a dolerme», pensó.

La línea divisoria se encontraba ya a poco más de diez metros del lugar donde él estaba, y Cal pudo ver con pasmosa claridad todo el proceso de funcionamiento: los encantamientos del Telar servían para dividir la materia de la Fuga en hebras, luego las levantaban en el aire y las entrelazaban con nudos, y éstos a su vez llenaban el aire como innumerables insectos hasta que el encantamiento final se encargaba de asentarlos formando una alfombra.

Se quedó maravillado ante aquella visión durante unos segundos antes de que el prodigio y él se encontrasen; las hebras empezaron a saltar alrededor de Cal como fuentes del arco iris. No hubo tiempo para despedidas: la Fuga sencillamente se perdió de vista dejándolo sumergido en el trabajo del Telar. Los hilos, al levantarse, le produjeron a Cal la sensación de que se estaba cayendo, como si los nudos se dirigieran hacia el cielo y él fuera un alma condenada. Pero había cielo por encima de Cal: había dibujo. Un caleidoscopio capaz de derrotar a los ojos y a la mente, y cuyos motivos se configuraban y se volvían a configurar a medida que encontraban lugar entre los compañeros. Ahora Cal tenía la certeza de que él también se iba a metamorfosear de la misma forma; la carne y los huesos se le transformarían en símbolos y él quedaría tejido dentro del gran diseño.

Pero la plegaria de Chloe, si es que aquello había sido una plegaria, sirvió para proporcionarle protección a Cal. El Telar rechazó la sustancia de Cuco de la que estaba formado Cal y lo pasó por alto. Tan pronto Cal se hallaba en medio del Tejido como adelantaba las glorias de la Fuga. Y se quedó de pie en un campo desnudo.

2

Pero no era el único que se encontraba allí. Varias docenas de Videntes habían optado por salir al Reino. Algunos lo único que hacían era mirar su hogar, consumido por el Tejido; otros formaban pequeños grupos y discutían febrilmente, y otros se iban adentrando ya en la oscuridad antes de que los adamitas vinieran a buscarlos.

Y entre todos ellos, e iluminados por el resplandor del Tejido, Cal reconoció un rostro: el de Apolline Dubois. Se dirigió hacia ella. Apolline lo vio venir, pero no le ofreció una bienvenida.

—¿Has visto a Suzanna? —le preguntó él.

Apolline movió negativamente la cabeza.

—He estado incinerando a Frederick y arreglando mis asuntos —respondió.

No dijo nada más. Un elegante individuo con las mejillas pintadas con colorete apareció ahora a su lado. Parecía un chulo de pies a cabeza.

—Deberíamos irnos, Moth —dijo él—. Antes de que las bestias caigan sobre nosotros.

—Ya lo sé —convino Apolline. Y luego, dirigiéndose a Cal—: Vamos a hacer una gran fortuna. Enseñándoos a vosotros, los Cucos, lo que significa el deseo. —Su compañero ofreció entonces una sonrisa poco saludable. Más de la mitad de los dientes eran de oro—. Nos esperan tiempos muy buenos —continuó diciendo Apolline mientras le daba a Cal unas palmaditas en la mejilla—. Así que ven a verme un día de éstos. Te trataremos bien. —Cogió al chulo del brazo—. Bonne chance —dijo a modo de despedida.

Y la pareja se alejó apresuradamente.

La línea del Tejido estaba ya a una buena distancia del lugar donde se encontraba Cal, y el número de Videntes que habían salido ya de aquél había alcanzado holgadamente los tres dígitos. Se dirigió hacia ellos buscando a Suzanna. Los otros ignoraron por completo su presencia; aquella gente, que había sido depositada en medio del siglo XX con la magia como única arma para defenderse, tenía otras preocupaciones más apremiantes. Cal no los envidiaba.

Entre los refugiados divisó a tres de los compradores; estaban de pie, atontados y polvorientos, y tenían el rostro inexpresivo. Cal se preguntó qué sacarían ellos en limpio de todas las experiencias de aquella noche. ¿Pensarían contarles a sus amigos toda la historia? ¿Soportarían la incredulidad y el desprecio sobre sus cabezas? ¿O dejarían que el cuento se olvidase sin llegar nunca a contarlo? Cal se inclinaba por esto último.

El alba estaba próxima. Las estrellas más débiles habían desaparecido ya, e incluso las más brillantes no parecían estar ahora tan seguras de sí mismas.

—Se acabó… —oyó murmurar a alguien.

Se volvió y miró hacia el Tejido; el brillo de su fabricación casi se había acabado por completo.

Pero, súbitamente, se oyó un grito en la noche, y un instante después Cal vio tres luces —miembros del Amadou— que se elevaban entre los rescoldos del Tejido a una velocidad enorme. Se acercaban entre sí al tiempo que se elevaban, hasta que finalmente, muy por encima de las calles y los campos, colisionaron.

El resplandor surgido de aquel encuentro iluminó el paisaje en todo el radio que el ojo alcanzaba a ver. Bajo aquella luz Cal vislumbró Videntes que corrían en todas direcciones, evitando mirar aquel brillo.

Luego la luz se apagó y la penumbra procedentes del alba que surgió parecía tan impenetrable a causa del contraste que Cal estuvo absolutamente ciego durante un minuto o más. Y a medida que, poco a poco, el mundo se iba restableciendo alrededor suyo, se dio cuenta de que aquellos fuegos artificiales, y el efecto que habían producido, no habían tenido lugar de modo arbitrario.

Los Videntes habían desaparecido. Allí donde, hacía noventa segundos, había habido figuras en desbandada en torno a él, ahora no había más que vacío. Bajo la tapadera de la luz, habían llevado a cabo la huida.

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