II.
EL TEMPLO
1
Aunque Shadwell le llevase una breve ventaja a Cal, el espeso aire del Torbellino no conseguía ocultarlo. La chaqueta del Vendedor resaltaba como un rayo, y Cal lo siguió lo más de prisa que sus temblorosas piernas quisieron llevarlo. Aunque la lucha con el hijo ilegítimo lo había dejado muy débil, todavía estaba en forma, de modo que mantenía con regularidad la distancia que los separaba. Más de una vez vio que Shadwell echaba fugaces ojeadas hacia atrás con el rostro teñido de ansiedad. Después de tantas persecuciones y cruzadas de bestias y ejércitos, ahora todo quedaba reducido a Shadwell y él corriendo hacia una meta que quedaba más allá de lo que cualquiera de ellos era capaz de expresar. Por fin eran iguales.
O, por lo menos, eso era lo que creía Cal. Sólo cuando por fin tuvieron a la vista el Templo, el Vendedor se dio la vuelta y se quedó quieto en un sitio. O bien él mismo con sus propios dedos, o bien el aire, había ido arrancando el disfraz del rostro. Ya no era el Profeta. Varios fragmentos del engaño le colgaban aún de la barbilla y de la línea en la que nace el cabello, pero él Cal podía reconocer al hombre con el que se había enfrentado por primera vez en aquella habitación embrujada de la calle Rue.
—No avances más, Mooney —le ordenó. Estaba tan falto de aliento que las palabras apenas resultaban audibles, y la luz que emanaba del suelo le hacía parecer enfermo—. No quiero derramar sangre —le dijo a Cal—. Aquí no. Hay fuerzas a nuestro alrededor que no se lo tomarían a bien.
Cal había dejado de correr. Ahora, al escuchar el discurso de Shadwell, notó una convulsión bajo la planta de los pies, y al mirar hacia abajo vio que le empezaban a brotar retoños entre los dedos.
—Da la vuelta, Mooney —insistió Shadwell—. Mi destino no está contigo.
Cal sólo escuchaba a medias lo que le decía el Vendedor. Aquel repentino crecimiento que estaba teniendo lugar entre sus pies lo había intrigado, y ahora contemplaba cómo se extendía por el suelo siguiendo las pisadas que había dejado Shadwell hasta llega al lugar donde éste se encontraba. Aquel sucio tan árido se había puesto de pronto a producir toda suerte de vida vegetal, vida que estaba creciendo a una velocidad increíble. Shadwell también lo había visto, y la voz le sonó bastante queda al decir:
—Creación. ¿Ves eso, Mooney? Pura Creación.
—No deberíamos estar aquí —le indicó Cal.
La cara de Shadwell mostraba una sonrisa propia de un lunático.
—Tú no tienes sitio aquí —le dijo—. Esto te lo garantizo. Pero yo he estado esperando esto toda mi vida.
Una planta ambiciosa abrió la tierra entre los pies de Cal, y éste se hizo a un lado para dejarla crecer. Shadwell interpretó aquel movimiento como un ataque. Se abrió la chaqueta. Durante unos instantes Cal pensó que el Vendedor iba a intentar el viejo truco de siempre, pero en esta ocasión la solución fue mucho más simple. Sacó una pistola del bolsillo interior y apuntó con ella a Cal.
—Como ya te he dicho, no quiero derramar sangre. De modo que vete, Mooney. Venga. ¡Vete! Vuélvete por donde has venido o vive Dios que te vuelo los sesos.
Y lo decía totalmente en serio; de eso a Cal no le cabía la menor duda. Levantó las manos a la altura del pecho y entonces contestó:
—Ya te oigo. Me voy.
Sin embargo, antes de que tuviera tiempo de moverse, ocurrieron tres cosas en rápida sucesión. En primer lugar algo voló por encima de ellos, algo cuyo paso quedó casi oculto por las nubes que se apretaban densas sobre el tejado del Templo. Shadwell miró hacia arriba y Cal, aprovechando aquella oportunidad, corrió hacia él, extendiendo una mano para quitarle la pistola de un golpe.
El tercer acontecimiento fue el disparo.
A Cal le pareció ver que la bala salía del cañón sobre un penacho de humo; la vio surcar el espacio entre la pistola y su cuerpo. Iba muy lenta, como en una pesadilla. Pero él fue aún más lento.
La bala le dio en el hombro y lo arrojó hacia atrás; Cal fue a aterrizar entre unas flores que no existían treinta segundos antes. Vio pequeñas gotas de su propia sangre que se levantaban por encima de su cabeza, como si el cielo las reclamase para sí. No tuvo tiempo para asombrarse. Sólo había energía suficiente para ocuparse de un problema a la vez, y tenía que darle prioridad a salvar la vida.
Se llevó una mano a la herida; la bala le había astillado la clavícula. Se puso la palma contra el agujero para detener la hemorragia mientras el dolor se le iba extendiendo por todo el cuerpo.
Por encima de él desfilaban las nubes haciendo un ruido semejante al trueno. ¿O aquel clamor que oía sólo estaba dentro de su cabeza? Gimiendo, rodó de costado para ver si podía vislumbrar lo que tramaba Shadwell. El dolor casi había logrado cegarlo, pero se esforzó por enfocar el edificio que se alzaba allí delante.
Shadwell estaba ya entrando en el Templo. No había vigilancia alguna en el umbral del mismo; sólo un arco construido en ladrillo por el cual Shadwell iba desapareciendo. Lenta y trabajosamente, Cal consiguió situarse de rodillas apoyándose en una mano —sin dejar de apretarse el hombro con la otra—, y desde dicha postura se puso en pie y empezó a andar tambaleante hacia la puerta del Templo para impedir que el Vendedor obtuviera la victoria.
2
Lo que Shadwell le había dicho a Mooney era cierto: no tenía ningún deseo de derramar sangre dentro del Torbellino. Los secretos de la Creación y de la Destrucción moraban allí. Por si necesitaba alguna confirmación del hecho, lo había visto brotar debajo de su propios pies: una fecundidad fabulosa que llevaba consigo la promesa de una decadencia heroica. Aquélla era la naturaleza de todo intercambio: cosa ganada, cosa perdida. Él, un vendedor, había aprendido aquella lección cuando no era más que un joven imberbe. Lo que ahora buscaba era alzarse, inviolado, por encima de semejante comercio. Tal era la condición de los dioses. Tenían permanencia y decisión eternas; no podían estropearse en su mejor momento, ni se les podía enseñar prodigios para después arrebatárselos. Eran eternos, inmutables, y allí dentro de aquella fortaleza desnuda él se uniría a dicho panteón.
Estaba seguro más allá del umbral. Allí no había ni rastro de la brillante tierra del exterior; sólo un pasadizo sombrío cuyo suelo, paredes y techo se hallaban construidos del mismo ladrillo pelado, sin mortero que lo uniera. Avanzó unos cuantos metros, rozando la pared con la punta de los dedos. Era una ilusión, sin duda, pero Shadwell experimentó una curiosa sensación mientras caminaba por allí: que los ladrillos daban vueltas rechinando unos sobre otros, lo mismo que hacía con los dientes mientras dormía la primera amante que el Vendedor había tenido. Retiró los dedos de las paredes y avanzó hacia el primer recodo del pasadizo.
En la esquina, un descubrimiento a modo de bienvenida. Había una fuente de luz en algún lugar más adelante; ya no tendría que seguir dando tumbos a oscuras. El pasadizo continuaba durante unos cuarenta y cinco metros antes de volver a torcer en otro giro de noventa grados.
De nuevo el mismo ladrillo sin ninguna peculiaridad; pero a mitad del pasillo el Vendedor fue obsequiado con un segundo arco, y al pasar por el mismo se encontró en otro corredor idéntico, sólo que éste era dos veces menor en anchura que el primero. Lo siguió; la luz se iba haciendo cada vez más brillante. Torció una esquina y siguió por otro pasaje desnudo, y después dobló hasta un segundo pasillo que también tenía una puerta. Ahora Shadwell comprendió el diseño del arquitecto. El Templo no era un solo edificio, sino varios situados cada uno dentro de otro, una caja que contenía otra caja un poco más pequeña que a su vez contenía una tercera.
Al darse cuenta de ello se puso nervioso. El lugar era como un laberinto. Sencillo, quizá, pero no obstante diseñado con intención de confundir o retrasar. Una vez más oyó rechinar las paredes, y se imaginó la construcción entera cerrándose en torno a él, y él súbitamente incapaz de encontrar el camino de salida antes de que las paredes lo oprimieran hasta convertirlo en polvo ensangrentado.
Pero ahora ya no podía echarse atrás; no mientras aquella luminiscencia lo tentase a torcer una esquina más. Además, había algunos ruidos que le llegaban desde el mundo exterior: voces extrañas y desfiguradas, como si los habitantes de algún olvidado bestiario pululasen alrededor del Templo arañando el ladrillo y caminando sin ruido por el tejado.
No tenía más elección que seguir adelante. Había vendido su vida por vislumbrar la divinidad; no tenía nada a lo que volver ahora de no ser la más amarga de las derrotas.
Adelante pues, y al infierno con las consecuencias.
3
Cuando Cal ya estaba a menos de un metro de la puerta del Templo, las fuerzas le abandonaron.
No podía ordenar a las piernas que lo sostuviesen. Se tambaleó, extendiendo la mano derecha para amortiguar en lo posible la caída, y fue a dar contra el suelo.
La inconsciencia se apoderó de él, y Cal lo agradeció. Sin embargo aquella evasión sólo duró unos segundos antes de que la negrura se levantase y él volviera en sí, lleno de náuseas y un dolor de agonía. Pero ahora —y por vez primera desde que se encontraba en la Fuga— su cerebro privado de sangre ya no sabía si estaba soñando o siendo soñado.
Recordó que la primera vez que se había visto sometido a aquella ambigüedad había sido en el huerto de Lemuel Lo: despertándose de un sueño acerca de la vida que había vivido para encontrarse en un paraíso que sólo había esperado encontrar en sueños. Y luego, más tarde, en la Montaña de Venus, o bajo ella, viviendo la vida de los planetas —y pasando un milenio en aquel estado giratorio— para despertar simplemente seis horas más viejo.
Y ahora allí estaba de nuevo la paradoja, a las puertas de la muerte. ¿Se habría despertado para morir? ¿O sería morir el verdadero despertar? Los pensamientos le daban vueltas y más vueltas, en una espiral cuyo centro estaba lleno de oscuridad; y él se adentraba velozmente en aquella oscuridad, más débil a cada momento.
Con la cabeza sobre la tierra, que temblaba debajo de él, Cal abrió los ojos y volvió a mirar hacia el Templo. Lo vio boca abajo, con el tejado apoyado en cimientos de nubes, mientras el suelo brillante resplandecía a su alrededor.
«Una paradoja sobre otra», pensó al tiempo que volvían a cerrársele los ojos.
—Cal.
Alguien lo llamaba.
—Cal.
Irritado por que le llamaran de aquella manera, abrió los ojos de mala gana.
Era Suzanna la que se inclinaba sobre él llamándolo por el nombre. Ella también tenía preguntas, pero la mente perezosa de Cal no lograba comprenderlas.
En lugar de ello, dijo:
—Dentro. Shadwell.
—Espera —le interrumpió Suzanna—. ¿Me comprendes?
La muchacha se llevó a la cara una mano de Cal. Estaba fresca. Luego se inclinó y lo besó, y en algún lugar en el fondo de la cabeza Cal recordó que aquello ya había sucedido antes; él tumbado en el suelo y ella dándole amor.
—Aquí estaré —le dijo.
Suzanna asintió.
—Será mejor que así sea —repuso; y recorrió la distancia que la separaba de la puerta del Templo.
Esta vez Cal no permitió que se le cerrasen los ojos. Cualquiera que fuera el sueño que estuviera aguardándolo más allá de la vida, pospondría aquel placer hasta que volviera a ver de nuevo la cara de la muchacha.