II.
VIENDO LA LUZ
1
Aquella noche, cuando Nimrod se hubo ido y Jerichau estaba durmiendo la borrachera del champán, Suzanna hizo algo que nunca antes había hecho. Evocó al menstruum simplemente para buscar compañía. Le había mostrado muchas visiones en aquellas últimas semanas y la había salvado de Hobart y su malicia, pero la muchacha aún recelaba de aquel poder. Todavía no sabía con certeza si era ella quien lo controlaba a él o viceversa. Aquella noche, sin embargo, decidió que ésa era una manera de pensar propia de los Cucos, que siempre estaban haciendo separaciones: separando al que ve de lo que ve; y al melocotón del sabor que deja en la lengua.
Tales comportamientos sólo eran útiles como herramientas. Al llegar a cierto punto había que dejarlos atrás. Para bien o para mal, ella era el menstruum y el menstruum era ella. Ella y el menstruum, indivisibles.
Bañada en una luz plateada puso de nuevo los pensamientos en Mimi, que se había pasado toda la vida esperando; los años se le habían ido haciendo polvorientos mientras esperaba un milagro que tardó demasiado en llegar. Pensando en todo aquello, Suzanna empezó a llorar en silencio. Pero ese silencio no fue suficiente, pues despertó a Jerichau, Suzanna oyó unos pasos y luego varios golpecitos a la puerta del cuarto de baño.
—¿Señora? —la llamó Jerichau. Era un nombre que él sólo empleaba cuando había alguna disculpa flotando en el aire.
—Estoy bien —repuso ella.
Suzanna no había tenido la precaución de cerrar la puerta con llave, y él la abrió. Lo único que Jerichau llevaba puesto era la camiseta larga con la que acostumbraba dormir. Al ver que la muchacha se sentía tan desgraciada se le apagó la expresión del rostro.
—¿Por qué estás tan triste? —le preguntó.
—Todo ha salido mal —fueron las únicas palabras que Suzanna pudo encontrar para expresar la confusión en que se hallaba inmersa.
La mirada de Jerichau ya se había fijado en los sedimientos del menstruum, que se movían por el suelo entre ellos y cuya brillantez parpadeaba al mismo tiempo que abandonaban la inmediata vecindad de la muchacha. Jerichau se mantenía a una respetuosa distancia.
—Yo iré al lugar de reunión con Nimrod —le dijo—. Tú quédate aquí con el Tejido, ¿de acuerdo?
—¿Y si nos lo piden?
—Entonces tendremos que tomar una decisión —le indicó Jerichau—. Pero primero veremos a ese Profeta. Es posible que se trate de un charlatán. —Hizo una pausa sin mirar a la muchacha, sino al espacio vacío que había en el suelo entre ellos—. Muchos de nosotros lo somos —dijo al cabo de un momento—. Yo, por ejemplo.
Suzanna se quedó mirándolo mientras Jerichau se entretenía en el quicio de la puerta. No era el agonizante brillo del menstruum lo que lo mantenía a distancia, la muchacha lo comprendió ahora. Pronunció el nombre de él en voz muy baja.
—Tú no —le dijo.
—Oh, sí —repuso Jerichau. Hubo un doloroso silencio, al cabo del cual dijo—: Perdóname, señora.
—No hay nada que perdonar.
—Te he fallado —continuó Jerichau—. Quería ser mucho para ti, y mira cómo he fallado.
Suzanna se puso en pie y se acercó a Jerichau. La pena de éste era tan grande que su peso le impedía levantar la cabeza. La muchacha le cogió una mano y se la apretó con fuerza.
—Yo no hubiera podido sobrevivir estos meses sin ti —le confió—. Has sido mi amigo más querido.
—Amigo —dijo él con una vocecita—. Yo nunca quise ser tu amigo.
La muchacha notó que la mano de Jerichau temblaba en la suya, y aquella sensación le evocó el recuerdo de la aventura que habían corrido juntos en la calle Lord, cuando ella lo condujo de la mano entre la multitud y compartió sus visiones y sus terrores. Desde entonces también habían compartido la cama, y ello había resultado placentero, pero poca cosa más. Suzanna había estado demasiado obsesionada con aquellas bestias que tenía pisándole los talones para detenerse a pensar en mucho más; había estado a la vez demasiado cerca y demasiado lejos de Jerichau para darse cuenta de cómo éste estaba sufriendo. Ahora lo veía y ello la asustó.
—Te amo, señora —murmuró él tragándose las palabras casi antes de pronunciarlas. Luego liberó la mano que Suzanna mantenía entre las suyas y se apartó. La muchacha fue tras él. La habitación estaba oscura, pero había la suficiente iluminación como para grabar la ansiosa expresión de Jerichau de sus miembros inquietos.
—No lo comprendí —dijo Suzanna al tiempo que extendía una mano para acariciarle la cara.
Desde la primera noche en que lo conociera, Suzanna no había vuelto a pensar en Jerichau como un ser no humano; el ansia que éste sentía por empaparse de las trivialidades del Reino había logrado oscurecer aún más aquel hecho. Pero ahora lo recordó. Vio ante ella otras especies y otra historia. Y aquella sensación hizo que le latiera el corazón con fuerza. Jerichau advirtió —o vio— la excitación de la muchacha, y todos los anteriores titubeos se evaporaron. Dio medio paso hacia ella, hasta que estuvo lo bastante cerca como para recorrerle los labios con la lengua. Suzanna abrió la boca para saborear el beso, y abrazó a Jerichau al mismo tiempo. Y el misterio, a su vez, la abrazó a ella.
Las veces que se habían apareado anteriormente habían resultado bastante reconfortantes, pero no extraordinarias. Ahora —como si el hecho de que él le hubiese declarado su amor lo hubiera liberado— Jerichau tomó la iniciativa, y desnudó a la muchacha casi como en un ritual, besándola una y otra vez y susurrándole entre los besos palabras en un idioma que debía de haber sabido que Suzanna no podía entender, pero que Jerichau hablaba con una voz que mostraba infinita destreza, de modo que, aun sin comprender, ella le entendió. Era su amor lo que él le expresaba; eróticas rimas y promesas; palabras que tenían la misma forma que el deseo.
Su falo, una palabra; su semen, una palabra; la vagina de Suzanna, en la que él derramó sus poemas, una docena de palabras o más.
Suzanna cerró los ojos y sintió que aquel recital la consumía. Respondió, a su manera, con suspiros y tonterías que encontraron un lugar en la morada de magia de Jerichau. Cuando la muchacha volvió a abrir los ojos se encontró con que el intercambio entre ellos había llegado a prender el mismo aire a su alrededor, y que sus palabras —y los sentimientos que expresaban— escribían un léxico de luz que halagaba la desnudez de ambos.
Fue como si de pronto la habitación se hubiera llenado de faroles hechos de humo y papel. Se elevaban al calor del cuerpo de sus creadores, haciendo con aquella luz que cada rincón de la habitación cobrara vida. Suzanna vio los fuertemente rizados cabellos que él había derramado sobre la almohada, y que describían un alfabeto propio; vio el sencillo tejido de la sábana ensalzado; vio por todas partes un sutil intercambio de unas formas con otras; la convergencia de las paredes con el espacio que contenían; la pasión de las cortinas por la ventana; la de la silla por el abrigo que yacía sobre ella y por los zapatos que había debajo.
Pero sobre todo lo vio a él, y era una maravilla.
Captó las diminutas fluctuaciones de los iris de Jerichau cuando la mirada de éste se trasladó desde la oscuridad del cabello de Suzanna a la almohada sobre la que se hallaba esparcido; vio el pulso del corazón de él en la ondulación de sus labios y en su garganta. La piel del pecho presentaba una tersura que casi resultaba misteriosa, pero que sin embargo era profundamente musculosa; Jerichau tenía unos brazos nervudos que no consentían en dejarla ni un momento, sino que la abrazaban tan fuerte como la muchacha lo abrazaba a él. No había ninguna señal de machismo en aquella posesividad, sólo una urgencia que Suzanna igualaba con creces.
Fuera la oscuridad cubría el hemisferio, pero ellos dos brillaban.
Aunque a Jerichau ya no le quedaba aliento para palabras, la ternura de ambos alimentaba las luces que los acunaban, de modo que éstas no palidecían, sino que hacían eco a los amantes, casando color con color, luz con luz, hasta que la habitación se puso a resplandecer.
Se amaron, durmieron y volvieron a amarse, y las palabras montaron guardia en torno a ellos, suavizando el espectáculo hasta convertirlo en un tranquilo parpadeo cuando el sueño vino por segunda vez.
Cuando Suzanna se despertó a la mañana siguiente y abrió las cortinas para dar paso a otro ansioso día, recordó la noche anterior como una visión de espíritu puro.
2
—Estaba empezando a olvidar, señora —le dio Jerichau aquel día—. Pero tú conservabas muy claro en la mente lo que estabas haciendo. En cambio yo lo estaba dejando escapar. El Reino es muy fuerte. Puede apoderarse de la mente de uno.
—Tú no habías olvidado —le corrigió Suzanna. Él le acarició la cara y le recorrió el borde de una oreja con la punta del dedo—. Tú no.
Luego Jerichau dijo:
—Ojalá pudieras venir conmigo a ver al Profeta.
—Ojalá, pero no es prudente.
—Ya lo sé.
—Estaré aquí, Jerichau.
—Eso me hará darme prisa.