V.
EL HUERTO DE LEMUEL LO

1

Ni Boaz ni Ganza eran guías demasiado locuaces. Le mostraban el camino a Cal a través de la Fuga sumidos casi en completo silencio, rompiéndolo únicamente para advertirle de que cierta franja de terreno era traicionera, o para indicarle que se mantuviera bien cerca de ellos mientras bajaban por una columnata en la que se oía el jadeo de algunos perros. En cierto modo Cal se alegraba de que fueran tan callados. No quería hacer una visita con guía por el terreno, por lo menos no aquella noche. Al mirar por primera vez la Fuga desde la tapia del patio de Mimi, había comprendido que era imposible trazar un mapa de aquel lugar, y que tampoco se podía hacer una lista de las cosas que contenía y aprendérsela de memoria como sus bienamados horarios de trenes. Tendría que esforzarse por comprender el Mundo Entretejido de un modo diferente; no como un hecho sólido, sino como un sentimiento. El cisma que existía entre su mente y el mundo que intentaba comprender iba desapareciendo poco a poco. En su lugar quedaba una relación de eco y contraeco. Él y aquel mundo no eran más que pensamientos dentro de la cabeza de cada uno; y aquella certeza, que nunca hubiera podido expresar con palabras, convertía el viaje en un recorrido de su propia historia. Cal había aprendido por Mooney el Loco que la poesía se aprecia de un modo diferente según el oído de cada cual. La poesía era igual que aquello. Y lo mismo, por lo que estaba empezando a ver, podía decirse de la geografía.

2

Treparon por una larga pendiente. A Cal le dio la impresión de que una oleada de grillos fuera saltando delante de sus pies; la tierra parecía viva.

En la cima de la pendiente miraron a lo lejos a través de un campo. Al otro lado del mismo había un huerto.

—Ya casi hemos llegado —indicó Ganza; y emprendieron la marcha hacia aquel lugar.

El huerto era el rasgo singular más grande que Cal había podido ver en la Fuga hasta el momento; una parcela ocupada aproximadamente por treinta o cuarenta árboles plantados en hileras y podados esmeradamente de manera que las ramas de unos y otros casi se rozaban. Bajo el dosel que formaban había pasillos de hierba pulcramente segada y salpicada de una luz aterciopelada.

—Éste es el huerto de Lemuel Lo —le explicó Boaz cuando se detuvieron al pie de la linde. La dulce voz le sonaba más suave que nunca—. Goza de gran fama incluso entre los personajes de fábula.

Ganza abrió el camino entre los árboles. El aire estaba quieto, cálido y dulce. Las ramas se hallaban repletas de una fruta que Cal no reconocía.

—Son peras de Judas —le dijo Boaz—. Una de las especies que nunca compartimos con los Cucos.

—¿Por qué no?

—Hay muchos motivos —le indicó Boaz. Miró a su alrededor buscando a Ganza, pero ésta había desaparecido por uno de aquellos senderos—. Coge la fruta que te apetezca —continuó diciendo al tiempo que se alejaba de Cal en busca de su compañera—. A Lem no le importará.

Aunque a Cal le daba la impresión de que podía ver todo el camino a lo largo del pasillo entre los árboles, los ojos le engañaban. Boaz se alejó tres pasos de él y entonces se perdió de vista.

Cal alargó una mano hacia una de las ramas más bajas y tocó un ejemplar de aquella fruta. Al hacerlo se produjo una gran conmoción en todo el árbol y algo se acerco corriendo por la rama hacia él.

—¡Ésa no! —la voz era la de un bajo profundo. El que hablaba era un mono—. Las que están más altas son más dulces —le recomendó el animal dirigiendo hacia el cielo los ojos marrones. Luego se volvió corriendo por donde había venido, haciendo que a su paso las hojas cayeran hacia Cal. Éste trató de seguirlo con la vista, pero el animal se movía con demasiada rapidez. Regresó al cabo de pocos segundos, no con una, sino con dos frutas. Posado en las ramas, se las tiró a Cal—. Pélalas —le dijo—. De una en una.

A pesar del nombre que tenían, no parecían peras. Eran del tamaño de una ciruela, pero con la piel correosa. Estaban duras, pero no podían disimular la fragancia de la carne que contenían en su interior.

—¿Qué esperas? —le exigió el mono—. Son sabrosas, estas Giddys. Pela una y lo verás.

El hecho de que un mono hablase —cosa que hubiera matado a Cal del susto unas semanas antes—, ahora era algo que sencillamente formaba parte del colorido local.

—¿Tú las llamas Giddys? —le preguntó.

—Peras de Judas; Giddys. Todo es la misma carne.

El mono no apartaba los ojos de las manos de Cal, deseando que éste pelara la fruta. Así que Cal se puso precisamente a hacerlo. Resultaban más difíciles de pelar que cualquier otra fruta que conociera; de ahí el interés del mono, seguramente. Un jugo viscoso empezó a brotar de la piel rota y le corrió por las manos; el olor era aún más apetitoso. Antes de que hubiera acabado de pelar del todo la primera, el mono se la arrebató de las manos y la devoró.

—Muy buena… —comentó entre bocado y bocado.

El placer encontró eco debajo del árbol. Alguien profirió otro sonido de aprecio y Cal apartó la vista de lo que estaba haciendo y descubrió que había un hombre agachado y apoyado contra el tronco, liando un cigarrillo. Volvió a mirar al mono, y luego otra vez al hombre, y la voz del animal cobró un nuevo sentido.

—Buen truco —dijo.

Aquel hombre levantó la vista hacia Cal. Poseía unas facciones angustiosamente cercanas al mongolismo; ofrecía una sonrisa enorme y al parecer tenía dificultades para la comprensión.

—¿Qué? —preguntó la voz entre las ramas.

Confundido y todo como estaba por el rostro que había allí abajo, Cal continuó suponiendo lo mismo, y dirigió la respuesta no al muñeco, sino al ventrílocuo.

—Sabes imitar la voz así.

El hombre siguió sonriendo, pero no dio muestra alguna de haber comprendido. El mono, por el contrario, se echó a reír estrepitosamente.

—Cómete la fruta —le recomendó.

Los dedos de Cal habían seguido pelando la fruta sin darse cuenta. El Giddy estaba ya sin piel, pero a él aún le quedaba cierto temor supersticioso acerca de la fruta robada que le impedía llevársela a la boca.

—Pruébala —insistió el mono—. No es venenosa.

El olor era demasiado tentador. Cal dio un mordisco.

—Por lo menos no lo es para nosotros —añadió el mono echándose a reír de nuevo.

La fruta sabía aún mejor de lo que el olor prometía. La carne era suculenta y el jugo fuerte como un licor. Cal se lamió el que le escurría por los dedos y la palma de la mano.

—¿Te gusta?

—Soberbia.

—Comida y bebida todo en una. —El mono dirigió la mirada hacia el hombre que estaba debajo del árbol—. ¿Te apetece una, Smith? —le preguntó.

El hombre le aplicó una llama al cigarrillo y aspiró el humo.

—¿Me oyes?

Al no obtener respuesta alguna, el mono salió de estampida otra vez hacia arriba, en dirección a las ramas más altas del árbol.

Cal, que se estaba comiendo la pera, había llegado a las semillas que se encontraban en el centro. Comenzó a masticarlas. El ligero amargor que tenían sólo servía para complementar la dulzura del resto.

En aquel momento Cal empezó a percibir una música que sonaba en algún lugar entre los árboles. Tan pronto era rítmica como caprichosamente alocada.

—¿Quieres otra? —le preguntó el mono apareciendo otra vez no ya con dos, sino con varias frutas.

Cal se tragó el último pedazo que todavía le quedaba de la primera.

—El mismo trato —le dijo el mono.

Sintiéndose glotón de pronto, Cal cogió tres y empezó a pelarlas.

—Hay otras personas aquí —le comentó al ventrílocuo.

—Naturalmente —repuso el mono—. Este ha sido siempre un lugar de reunión.

—¿Por qué hablas siempre a través del animal? —le preguntó Cal mientras los dedos del mono le reclamaban una fruta que tenía ya pelada en las manos.

—Me llamo Novello —dijo el mono—. ¿Y quién te ha dicho que es él quien habla? —Cal se echó a reír, tanto de sí mismo como de aquella representación—. El hecho es —continuó diciendo el mono— que ninguno de nosotros dos sabemos quién hace qué. Pero claro, el amor es así, ¿no te parece?

Echó la cabeza hacia atrás y apretó en la mano la fruta para que el licor le corriera por la garganta.

La música había encontrado una nueva sensación embriagadora. Cal estaba intrigado por averiguar cuáles eran los instrumentos que la producían. Ciertamente había violines, silbatos y tambores. Pero entre éstos había otros sonidos que no lograba identificar.

—Cualquier cosa sirve de excusa para organizar una fiesta —dijo Novello.

—Debe de ser el desayuno más grande de la historia.

—Eso diría yo. ¿Quieres ir a ver?

—Sí.

El mono recorrió toda la rama y luego correteó tronco abajo hasta donde se encontraba sentado Smith. Cal, que estaba masticando las semillas de su segundo Giddy, alargó una mano hacia arriba y reclamó otro puñado de fruta de entre el follaje, metiéndose en el bolsillo media docena de ellas por si tenía hambre más adelante; a continuación peló otra para consumirla en el momento.

El sonido de un parloteo entre monos le hizo dirigir la mirada hacia Novello y Smith. La bestia se hallaba posada en el pecho del hombre, y hablaban el uno con el otro con un balbuceo mezcla de palabras y gruñidos. Los ojos de Cal fueron del hombre a la bestia y otra vez al hombre. No pudo distinguir quién decía qué.

El debate terminó bruscamente, y Smith se puso en pie; el mono estaba sentado ahora en su hombro. Sin invitar a Cal a que los siguiera, se abrieron camino entre los árboles. Cal fue tras ellos, pelando fruta y comiendo la por el camino.

Algunos de los visitantes del lugar estaban haciendo lo mismo que había hecho él de pie bajo los árboles; comer peras de Judas. Uno o dos incluso habían trepado a los árboles y se hallaban semiocultos entre ramas, bañándose en aquel perfumado aire. Otros, bien porque eran indiferentes a la fruta o porque estaban saciados de ella, se encontraban tumbados cómodamente en la hierba y hablaban entre ellos en voz baja. El ambiente respiraba tranquilidad.

Mientras caminaba, Cal pensó que el cielo era un huerto; y que Dios era abundancia.

—Es la fruta la que habla —le explicó Novello. Cal ni siquiera se había dado cuenta de que había expresado sus pensamientos en voz alta. Se dio la vuelta y miró al mono, sintiéndose ligeramente desorientado—. Deberías vigilarte a ti mismo —continuó el animal—. Un empacho de peras de Judas no será nada bueno para ti.

—Tengo el estómago fuerte —repuso Cal.

—¿Quién ha dicho nada de tu estómago? —replicó el mono—. No es por capricho que se llama fruta Giddy.

Cal no le hizo caso. El tono condescendiente que utilizaba el animal lo irritaba. Apretó el paso y adelantó al hombre y a la bestia.

—Haz lo que te plazca —le recomendó el mono.

Alguien pasó disparado entre los árboles un poco más adelante de donde se hallaba Cal dejando tras de sí una estela de risas. A los ojos de Cal el sonido se hizo momentáneamente visible; vio la subida y bajada de las notas, semejantes a salpicaduras de luz, que se separaban volando como cabezas de esa flor llamada diente de león impulsadas por el fuerte viento. Cogiendo y pelando otra de aquellas extraordinarias frutas de Lo mientras caminaba, se dirigió apresuradamente hacia el lugar de la música.

Y delante de él la escena comenzó a aclararse. Una alfombra de colores azul y ocre estaba extendida en el suelo entre los árboles, con unas mechas sumergidas en aceite que emitían una especie de parpadeo a lo largo del borde; y más al exterior, los músicos que había oído antes. Había cinco; tres mujeres y dos hombres, todos vestidos formalmente con trajes y vestidos entre cuyos oscuros hilos se hallaban de algún modo ocultos brillantes dibujos, de tal manera que al más leve movimiento de los pliegues la luz de la llama revelaba un hechizo que a Cal le recordó la iridiscencia de las mariposas tropicales. Más sorprendente, sin embargo, era el hecho de que aquel quinteto no dispusiera de un solo instrumento. Estaban cantando y producían el sonido de violines, flautas y tambores, y ofrecían además otros sonidos que ningún instrumento podría nunca llegar a producir. He ahí una música que no imitaba sonidos naturales, como el canto de pájaros o ballenas, ni tampoco el sonido de los árboles o de los torrentes, sino que expresaba, en cambio, experiencias que yacían entre las palabras; el excéntrico latir del corazón, adonde el intelecto no puede llegar.

Al oírlo, varios estremecimientos de placer le recorrieron la espina dorsal a Cal.

El espectáculo había congregado allí un público de unos treinta Videntes, y Cal se unió a ellos. Unos cuantos advirtieron su presencia, y lanzaron suaves y curiosas miradas en su dirección.

Estudiando a los allí reunidos, Cal trató de asignar aquellas personas a una u otra de las cuatro Familias, pero le resultó del todo imposible. La orquesta coral presumiblemente sería Aia; ¿no había dicho Apolline que era la sangre Aia lo que le había otorgado una buena voz para el canto? Pero entre los demás, ¿quién era quién? ¿Quiénes de aquellas personas pertenecían a los Babu, la Familia de Jerichau, por ejemplo? ¿Quiénes a la familia Ye-me o a la Lo? Había visto rostros negros y caucásicos, y uno o dos con rasgos orientales; había algunos cuyos rasgos no eran completamente humanos: uno con los mismos ojos dorados de Nimrod (y seguramente también con cola, como él); otro par cuyas facciones llevaban unas marcas simétricas que les recorrían el rostro hacia abajo desde el cuero cabelludo; y aún quedaban otros que lucían —bien por los dictados de la moda o de la teología— elaborados tatuajes y peinados. La misma variedad se daba en lo referente a la ropa que vestían; los diseños formales del ropaje de finales del siglo XIX estaban reajustados con intención de favorecer a los que los llevaban puestos. Y en las telas de las faldas, trajes y chalecos, se encontraba la misma iridiscencia, apenas oculta: hebras brillantes de carnaval al acecho entre el tono monocromo.

La admirada mirada de Cal iba de un rostro a otro, y sintió que quería por amigo a cada una de aquellas personas; quería conocerlos, pasear con ellos y compartir con ellos su miserable renta de secretos. Tenía conciencia vagamente de que aquello era algo producido por la fruta. Pero, en ese caso, se trataba de una fruta sabia.

Aunque ya había conseguido saciar el hambre, sacó del bolsillo otra pera; estaba a punto de pelarla cuando la música acabó. Hubo aplausos y silbidos. El quinteto saludó haciendo reverencias. Y mientras tanto un hombre barbudo con la cara tan arrugada como una nuez, que había estado sentado en un taburete cerca del borde de la alfombra, se levantó. Miró directamente a Cal y dijo:

—Amigos míos…, amigos…, tenemos a un extraño entre nosotros.

Los aplausos se fueron apagando. Todos los rostros se volvieron en dirección a Cal; éste notó que se ruborizaba profundamente.

—¡Salga, señor Mooney! ¡Señor Calhoun Mooney!

Ganza le había dicho la verdad: allí el aire realmente cotilleaba.

El hombre le hacía señas. Cal emitió un murmullo de protesta.

—Adelante. ¡Entreténganos un rato! —fue todo lo que obtuvo por respuesta.

Al oír aquello a Cal empezó a latirle el corazón con una intensidad furiosa.

—No sé —dijo.

—Ya lo creo que sabe —le contradijo el hombre son riendo con ironía—. ¡Ya lo creo que sabe!

Sonaron más aplausos. Aquellos brillantes rostros sonreían alrededor de Cal. Alguien le tocó en el hombro El miró a su alrededor. Era Novello.

—Ése es el señor Lo —le indicó el mono—. No debes negarte a lo que te pide.

—Pero no sé hacer nada…

—Todo el mundo sabe hacer algo —dijo el mono—. Aunque sólo sea tirarse pedos.

—Vamos, vamos —estaba diciendo Lemuel Lo—. No sea usted tímido.

Muy en contra de su voluntad, Cal se abrió paso entre la concurrencia hacia el rectángulo de mechas.

—En serio… —le explicó a Lo—. No creo que…

—Ha comido de mi fruta con entera libertad —le dijo Lo sin el menor asomo de rencor—. Lo menos que puede hacer es entretenernos.

Cal miró a su alrededor en busca de apoyo, pero lo único que vio fueron rostros expectantes.

—No sé cantar, y parece que tenga dos pies izquierdos —comentó con la esperanza de que el automenosprecio le sirviera como vía de escape.

—Su bisabuelo era poeta, ¿no es así? —le preguntó Lemuel en un tono lleno de reproche hacia Cal por no haber mencionado el hecho.

—En efecto —dijo Cal.

—¿Y no puede usted recitar los versos de su propio bisabuelo? —quiso saber Lemuel.

Cal se quedó pensando en aquello durante unos instantes. Estaba claro que no iban a dejarlo marchar de aquel círculo sin que antes hiciera por lo menos una tentativa de obtener recompensa por aquella glotonería suya, y la sugerencia de Lemuel no era tan mala. Muchos años antes Brendan le había enseñado a Cal uno o dos fragmentos de los versos de Mooney el Loco. Para Cal entonces habían significado bastante poca cosa —tendría entonces seis años—, pero las rimas le habían parecido intrigantes.

—La alfombra es toda suya —dijo Lemuel; y se hizo a un lado para permitirle a Cal el acceso al área de actuaciones.

Antes de que éste tuviera oportunidad de recordar ninguno de los versos —hacía dos décadas que los había aprendido; ¿de cuánto lograría acordarse?— se encontró de pie en la alfombra, mirando fijamente al público que se vislumbraba más allá de las luces situadas en el suelo.

—Lo que dice el señor Lo es cierto… —comenzó Cal todo él titubeó—. Mi bisabuelo…

—Hable más alto —le pidió alguien.

—Mi bisabuelo era poeta. Trataré de recitar una de sus poesías. No sé si podré acordarme de todos los versos, pero haré lo que pueda.

Hubo aplausos dispersos después de aquello, lo cual hizo que Cal se sintiera más incómodo que nunca.

—¿Cómo se llama este poema? —le preguntó Lemuel.

Cal se estrujó el cerebro intentando recordarlo. El título le había dicho aún menos que los versos cuando se lo enseñó su padre, pero, de todas maneras, se lo había aprendido como un loro.

—Se llama Seis perogrulladas —dijo. La lengua formaba las palabras con más rapidez de lo que el cerebro tarda en desempolvarlas.

—Recítelo, amigo mío —le pidió el hortelano.

El público permaneció en pie conteniendo la respiración; el único movimiento ahora era el de las llamas alrededor de la alfombra.

Cal sonrió.

—«Una parte del amor…».

Durante un instante terrible la mente se le quedó completamente en blanco. Si en aquel momento alguien le hubiera preguntado cómo se llamaba, Cal no habría sido capaz de responder. Cuatro palabras y, de repente, se había quedado sin habla.

Y justo entonces, mientras estaba sobrecogido por el pánico, Cal se dio cuenta de que más que nada en el mundo deseaba complacer a aquella cortés asamblea; de mostrarles cuánto se alegraba de estar entre ellos. Pero aquella maldita lengua suya…

En el fondo de su cabeza, el poeta le dijo:

«Adelante, muchacho. Diles lo que sabes. No intentes recordar. Sólo empieza a hablar».

Comenzó de nuevo, esta vez sin titubeos, al contrario, con fuerza, como si se supiera los versos a la perfección. Y, maldita sea, resultó que así era. Le fueron fluyendo con facilidad, y se oyó a sí mismo recitándolos con un tono de voz que nunca se hubiese creído capaz de emitir. Era la voz de un bardo la que declamaba.

Una parte del amor es inocencia,

una parte del amor es culpa.

Una parte de leche, que en cierto modo

se agria en cuanto se derrama.

Una parte del amor es sentimiento,

una parte del amor es lujuria,

una parte es el presentimiento

de nuestro retorno al polvo.

Ocho versos y todo había pasado; todo había tocado a su fin y él, Cal, estaba de pie con aquellos versos zumbándole todavía dentro de la cabeza, a la vez alegre por haber sido capaz de recitar toda la poesía sin hacerse un lío y deseoso de haber podido continuar un poco más. Miró al público. Ya no sonreían, sino que lo observaban fijamente con una extraña mirada de perplejidad. Durante unos instantes pensó que a lo mejor los había ofendido. Después llegaron los aplausos, con las manos levantadas por encima de las cabezas. Hubo también gritos y silbidos.

—¡Es un poema estupendo! —comentó Lo al tiempo que aplaudía calurosamente—. ¡Y maravillosamente bien recitado!

Y tras decir aquello, salió de nuevo de entre el público y abrazó a Cal con efusión.

«¿Oyes? —le dijo Cal al poeta desde dentro de la cabeza—. Les gustas».

Y le trajo a la memoria otro fragmento, como si estuviera recién salido de los labios de Mooney el Loco. Esta vez Cal no lo recitó; pero lo oyó con toda claridad.

Perdona mi Arte.

De rodillas confieso:

busco complacer.

Y resultaba ser una buena cosa, aquello de complacer. Le devolvió el abrazo a Lemuel.

—Sírvase usted mismo, señor Mooney —le dijo el hortelano—, y coja toda la fruta que pueda comer.

—Gracias —repuso Cal.

—¿Llegó usted a conocer al poeta? —le preguntó.

—No —dijo Cal—. Murió antes de que yo naciera.

—¿Cómo puede decirse que esté muerto un hombre cuyas palabras aún nos hacen callar y cuyos sentimientos nos conmueven? —quiso saber el señor Lo.

—Eso es cierto —convino Cal.

—Ya lo creo que es cierto. ¿Iba yo a decir una mentira en una noche como ésta?

Tras decir aquello, Lemuel llamó a otra persona que había entre la multitud: otro invitado que iba a actuar en la alfombra. Al pasar por encima de las luces situadas en el suelo, Cal sintió que la envidia lo aguijoneaba. Ardía en deseos de repetir aquel momento que lo había dejado falto de aliento; deseaba sentir al público pendiente de sus palabras, conmovido e impresionado por lo que decía. Tomó nota mentalmente de que debía aprenderse más versos de Mooney el Loco cuando volviera a la casa de su padre, si es que alguna vez volvía a verla, de forma que la próxima ocasión que estuviera en aquel lugar pudiera encandilar al público con nuevos versos.

Recibió media docena de apretones de mano y de besos cuando regresó entre la multitud. Al girar de nuevo el rostro hacia la alfombra, le sorprendió ver que los que iban a actuar a continuación eran Boaz y Ganza. Quedó doblemente sorprendido: ambos estaban desnudos. Pero no había nada abiertamente sexual en aquella desnudez, de hecho resultaba, a su manera, tan formal como la ropa que se habían quitado. Tampoco se notaba la menor señal de incomodidad por parte del público: miraban a la pareja con la misma expresión grave y expectante con que lo habían mirado a él.

Boaz y Ganza se habían dirigido a lados opuestos de la alfombra; una vez en sus puestos se detuvieron durante unos segundos. Después se dieron la vuelta y echaron a andar el uno hacia el otro. Avanzaron muy despacio hasta llegar a situarse nariz con nariz y labio con labio. A Cal le cruzó entonces por la cabeza que quizá existiera algún tipo de carga erótica en aquel acercamiento. Y, en un aspecto que echaba por tierra cualquier idea previa que Cal pudiera tener acerca de lo erótico, aquello resultó ser cierto, porque la pareja continuó caminando el uno hacia el otro, o eso era lo que los ojos le mostraban a Cal, apretándose el uno dentro del otro de tal manera que los rostros de ambos desaparecieron, el torso de uno se fundió con el del otro y también las extremidades, hasta que llegaron a formar un solo cuerpo cuya cabeza era una pelota casi por completo exenta de facciones.

La ilusión era absoluta. Pero todavía quedaba más, porque cada uno de los dos seguía avanzando hacia adelante y la cara de cada cual apareció por la parte posterior del cráneo del otro, como si los huesos que albergaban fuesen tan blandos como el merengue. Y continuaron avanzando hasta que quedaron como esos hermanos siameses nacidos con las espaldas pegadas. Ahora tenían un único cráneo estirado hacia afuera y ostentaban dos rostros.

Como si aquello no fuese suficiente, hubo un giro más en el truco, porque en algún momento de la fusión se intercambiaron el género, para acabar —finalmente separados por completo de nuevo— cada uno en el lugar del compañero.

El amor es así, le había dicho el mono. Allí quedaba probado aquel punto, en carne y hueso.

Mientras los actores saludaban y se producía un estallido de aplausos, Cal se separó de la multitud y echó a andar de nuevo sin rumbo fijo entre los árboles. Le habían venido a la cabeza varios pensamientos vagos. Uno de ellos, que no podía pasarse allí toda la noche y que pronto debería ir en busca de Suzanna. Otro, que acaso fuera prudente encontrar un guía. ¿El mono, quizá?

Pero primero aquellas repletas ramas atrajeron de nuevo su mirada. Alargó la mano, cogió otro puñado de frutas y empezó a pelarlas. El vaudeville ad hoc de Lo se guía desarrollándose a sus espaldas. Oyó risas, luego más aplausos, y la música comenzó de nuevo.

Notó que los miembros se le volvían pesados: los dedos apenas si lograban pelar la fruta; los párpados se le cerraban. Decidió que sería mejor sentarse antes de que se cayera, y se instaló debajo de uno de los árboles.

El sopor se iba apoderando de él, y Cal no tenía fuerzas para resistirse. No veía que hubiese mal alguno en quedarse dormitando un rato. Allí estaba a salvo, bañado por la luz de las estrellas y los aplausos. Parpadeó varias veces y cerró los ojos. Le dio la impresión de que podía ver cómo se acercaban los sueños; la luz de los mismos se hizo más brillante, las voces más fuertes. Sonrió para recibirlos.

Fue con su antigua vida con lo que soñó.

Permanecía de pie en aquella habitación, cuyas persianas estaban bajadas, que tenía en la cabeza, justo entre las orejas; permitió que los días perdidos aparecieran en la pared como un espectáculo de linterna mágica; momentos recobrados de algún almacén que ni siquiera sabía que poseía. Pero las escenas que ahora desfilaban ante él —aquellos pasajes del libro inacabado de su vida— ya no le parecían en absoluto reales. Era todo ficción, aquel libro; o, en el mejor de los casos, era sólo momentáneamente real, ya que alguna parte de él había saltado fuera de aquella rancia historia y había vislumbrado la Fuga que lo aguardaba.

El sonido de los aplausos lo hizo subir a la superficie del sueño y Cal abrió los ojos. Las estrellas seguían allí, entre las ramas de los árboles Giddy; todavía se oían risas y se percibía la luz de las llamas al alcance de la mano: todo estaba bien en su recién hallada tierra.

Al tiempo que se reiniciaba el espectáculo de la linterna mágica, pensó que no había nacido hasta entonces. Que ni siquiera había nacido antes.

Contento con aquel pensamiento, peló mentalmente otra de las dulces frutas de Lo y se la llevó a los labios.

En algún lugar, alguien lo estaba aplaudiendo a él. Al escucharlo, Cal hizo una reverencia. Pero esta vez no se despertó.

Sortilegio
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