XI.
UN TESTIGO
1
Aunque el día había amanecido bien para Suzanna a causa de la milagrosa huida de Hobart, se había deteriorado rápidamente. Por la noche la muchacha se había sentido extrañamente protegida y tranquila; con el alba le había invadido una ansiedad indefinible.
Y algunas otras ansiedades que sí podía definir. La primera, el hecho de que se había quedado sin guía. Sólo tenía una idea muy somera de en qué dirección quedaba el Firmamento, así que decidió dirigirse hacia el Torbellino, que era bien visible a cualquier hora, y hacer cuantas averiguaciones pudiera durante el camino.
Su segunda fuente de preocupación eran las numerosas señales que indicaban que los acontecimientos en la Fuga estaban dando rápidamente un giro hacia lo peor. Un gran manto de humo flotaba sobre el valle y, aunque había llovido durante la noche, los incendios aún ardían en muchos lugares. En el camino se encontró con varios puntos en donde habían tenido lugar las batallas. En uno de esos lugares había un coche carbonizado, colgado de un árbol como si fuese un pájaro de acero, que con seguridad habría volado hasta allí a causa de alguna explosión, o bien era que se había puesto a levitar. A Suzanna le resultaba imposible saber qué fuerzas habían entrado en pugna la noche anterior, así como qué armas se habían empleado, pero resultaba obvio que la lucha había sido horrenda. Shadwell había dividido a los habitantes de aquella tierra, en otro tiempo tranquila, con su charla profética, logrando que se enfrentaran hermanos contra hermanos. Esa clase de conflictos son tradicionalmente los más sangrientos, de modo que no debía resultarle sorprendente, por tanto, ver los cuerpos abandonados allí donde habían caído para que zorros y aves los destrozasen, negándoles incluso la mera cortesía de un entierro.
Si había alguna brizna de consuelo que sacar de aquellas escenas, era que la invasión de Shadwell no había quedado del todo sin oposición. La destrucción de la Casa de Capra había sido un enorme error de cálculo por parte del Profeta. Cualquier oportunidad de conquistar la Fuga mediante las palabras se había evaporado con aquel único gesto propio de un tirano. Shadwell ya no podía tener la esperanza de ganar aquellos territorios a escondidas o valiéndose de la seducción. O supresión armada, o nada.
Después de haber visto por sí misma el daño que aran capaces de causar los encantamientos de la Fuga, Suzanna albergaba ciertas débiles esperanzas de que cualquier supresión de esa calaña posiblemente encontrara resistencia. Pero ¿qué daño —quizá irreversible— le costaría a la Fuga el que sus habitantes conquistaran la libertad? Todos aquellos bosques y prados no estaban concebidos para albergar en su seno atrocidades; la inocencia que tenía de tales horrores era parte de su poder para encantar.
Fue en un lugar así —en otro tiempo inmaculado, y ahora demasiado familiarizado con la muerte— donde Suzanna encontró la primera persona viva durante el viaje de aquel día. Era uno de aquellos misteriosos retazos de arquitectura de los cuales la Fuga se jactaba; en este caso se trataba de una docena de pilares alineados en torno a un estanque poco profundo. Encima de uno de dichos pilares se encontraba sentado un fibroso hombre de mediana edad que iba vestido con un abrigo mugriento —y con unos binoculares de gran tamaño colgados del cuello— que, al ver que la muchacha se acercaba, levantó la vista del cuaderno en el que estaba garabateando.
—¿Buscas a alguien? —inquirió el nombre.
—No.
—De todas maneras, están todos muertos —le dijo él sin apasionamiento alguno—. ¿Ves?
El pavimento que había alrededor del estanque estaba salpicado de sangre. Los que la habían derramado yacían boca arriba en el fondo de las aguas, con las heridas de un color blancuzco.
—¿Es obra tuya? —le preguntó Suzanna.
—¿Mía? Buen Dios, no. Sólo soy un testigo. Y tú, ¿con qué Ejército estás?
—Con ninguno —dijo la muchacha—. Voy por mi cuenta.
El hombre tomó nota de aquello.
—No te creo necesariamente —dijo mientras escribía—. Pero un buen testigo apunta siempre todo lo que ve y oye, aunque dude de ello.
—¿Qué es lo que has visto? —le preguntó Suzanna.
—Confusión —repuso él—. Gente por todas partes, y nadie que estuviese seguro de quién era quién. Y derramamiento de sangre, tanta como nunca pensé ver aquí. —Escudriñó a Suzanna—. Tú no eres Vidente —le dijo.
—No.
—Sólo has entrado aquí por casualidad, ¿no es eso?
—Algo parecido.
—Pues yo que tú volvería a salir. Nadie está a salvo del todo. Un montón de gente ha hecho las maletas y ha entrado al Reino antes de que les masacraran.
—Entonces, ¿quién queda para pelear?
—Hombres salvajes. Sé que yo no debería aventurar una opinión, pero eso es lo que a mí me parece. Bárbaros enfurecidos por todas partes.
Al tiempo que el hombre hablaba Suzanna oyó unos gritos a cierta distancia de allí. Tras el desayuno, los hombres salvajes habían vuelto ya al trabajo.
—¿Qué ves desde ahí arriba? —le preguntó ella.
—Un montón de ruinas. Y de vez en cuando vislumbro también a las diferentes facciones. —Se llevó los binoculares a los ojos y recorrió con ellos el terreno, deteniéndose aquí y allá al captar algún detalle interesante—. Durante la última hora un batallón ha salido de Nadaparecido —le indicó el hombre— con muy mal aspecto. Hay rebeldes allí, hacia los Escalones, y otra banda en dirección Nordeste. El Profeta salió del Firmamento hace poco rato (no puedo precisar exactamente cuánto, por que me han robado el reloj), y hay varias escuadras de esos evangelistas suyos que le preceden para despejar el camino.
—¿El camino hacia dónde?
—Hacia el Torbellino, naturalmente.
—¿El Torbellino?
—Supongo que ése ha sido el objetivo del Profeta desde el principio.
—No se trata de un Profeta —le informó Suzanna—. Se llama Shadwell.
—¿Shadwell?
—Venga, escribe eso. Es un Cuco, y es vendedor.
—¿Lo sabes a ciencia cierta? —quiso saber el hombre—. Cuéntamelo todo.
—No tengo tiempo —repuso Suzanna, con gran irritación por parte del otro—. Tengo que llegar hasta él.
—Oh. Así que es amigo tuyo.
—Ni mucho menos —dijo Suzanna dejando vagar los ojos hacia los cuerpos del estanque.
—Nunca conseguirás acercarte siquiera a su garganta, si es eso lo que esperas —le comentó el hombre—. Está bajo custodia día y noche.
—Ya encontraré una manera —le dijo Suzanna—. Tú no sabes de lo que es capaz.
—Si es un Cuco e intenta entrar en el Torbellino, ése será el fin de todos nosotros, eso sí que lo sé. Aun así, eso me proporcionará un capítulo final, ¿eh?
—¿Y quién quedará para leerlo?
2
Suzanna dejó a aquel hombre allí, en lo alto del pilar, como un penitente solitario, meditando sobre tal observación. Los pensamientos de la muchacha se fueron haciendo más siniestros después de aquella conversación. A pesar de la presencia del menstruum en su organismo, sabía muy poco de cómo funcionaban las fuerzas que habían creado el Mundo Entretejido, pero no hacía falta ser un genio para darse cuenta de que la violación por parte del Shadwell de la entrada del mágico terreno del Torbellino tendría como resultado un cataclismo. El Profeta representaba todo lo que aquella enrarecida región y sus creadores despreciaban: era la corrupción en persona. Quizá el Torbellino se destruyera a sí mismo antes que permitir que Shadwell accediera a sus secretos. Y si el Torbellino dejaba de existir, ¿acaso la Fuga —cuya unidad estaba preservada por el poder que allí se encerraba— no quedaría perdida en el vórtice? Eso, temió Suzanna, era lo que el testigo había querido decir con aquellas declaraciones suyas. Si Shadwell entraba en el Torbellino, el Mundo Entretejido se acabaría.
Suzanna no había encontrado la menor señal de animales o aves desde que abandonase las cercanías del estanque. Los árboles y arbustos estaban desiertos; la maleza permanecía en silencio. Convocó al menstruum hasta que notó que éste la rebosaba, dispuesto a ser utilizado en defensa de Suzanna si se presentaba la ocasión. Pero ahora no quedaba tiempo para miramientos; mataría a cualquiera que tratara de impedirle llegar hasta Shadwell.
Un ruido procedente de detrás de una tapia semiderruida le llamó la atención. Se quedó quieta y desafío al observador a que se diera a conocer. Pero no obtuvo respuesta alguna.
—No lo preguntaré otra vez —dijo la muchacha—. ¿Quién está ahí?
Tras aquellas palabras cayeron algunos fragmentos de ladrillo y un niño de unos cuatro o cinco años, desnudo excepto por unos calcetines y el polvo que le cubría todo el cuerpo, se puso en pie y trepó por encima de los escombros en dirección a Suzanna.
—Oh, Dios mío —exclamó ésta con el corazón afectado al ver a aquel niño. En el instante en que descuidó la defensa, comenzaron a producirse movimientos a derecha e izquierda de Suzanna, y poco después se vio rodeada por una desigual selección de hombres armados.
La expresión desamparada del niño desapareció en cuanto uno de los soldados lo llamó a su lado. El hombre le pasó una mano mugrienta al niño por el pelo y le dirigió una siniestra sonrisa de aprobación.
—Identifícate —le exigió alguien.
Suzanna no tenía idea de a qué bando pertenecían aquellos hombres. Si formaban parte del Ejército de Shadwell, confesar su nombre sería una sentencia de muerte instantánea. Pero, desesperadas como estaban las cosas, no podía permitirse desencadenar el menstruum contra hombres —y un niño— cuya afiliación ni siquiera conocía.
—Disparadle —les pidió el niño—. Está de parte de ellos.
—No os atreváis a hacerlo —dijo una voz procedente de la parte de atrás—. Yo sé quién es.
Suzanna se dio la vuelta al mismo tiempo que su salvador pronunciaba su nombre; y allí estaba —nada menos— Nimrod. La última vez que se habían visto, él era uno de los conversos de la impía cruzada de Shadwell: todo era hablar de gloriosos mañanas. El tiempo y las circunstancias lo habían hecho humilde. Era la propia imagen de la desgracia, con la ropa hecha jirones y el rostro lleno de dolor.
—No me culpes —le indicó antes de que la muchacha pudiera hablar.
—No lo hago —dijo Suzanna. En algunas ocasiones había llegado a maldecirlo, pero ya se habían convertido en historia—. De verdad que no.
—Ayúdame —dijo Nimrod de pronto acercándose a ella. Suzanna lo abrazó. Nimrod ocultó las lágrimas en aquel abrazo, hasta que los demás dejaron de observar aquel reencuentro y volvieron a sus escondrijos.
Sólo entonces él le preguntó:
—¿Has visto a Jerichau?
—Está muerto —le respondió Suzanna—. Las hermanas lo mataron.
Nimrod se apartó de la muchacha y se cubrió la cara con las manos.
—No fue culpa tuya —le dijo ella.
—Lo sabía… —se quejaba Nimrod en voz baja—. En cuanto las cosas empezaron a ponerse feas. Sabía que algo terrible había pasado.
—No se te puede culpar por no ver la verdad. Shadwell es un actor brillante. Y estaba vendiendo precisamente lo que la gente quería oír.
—Espera —la interrumpió Nimrod, mirándola—. ¿Me estás diciendo que Shadwell es el Profeta?
—Eso mismo.
Nimrod sacudió ligeramente la cabeza.
—Un Cuco —comentó en un tono teñido de cierta incredulidad—. Un Cuco.
—Eso no significa que no sea poderoso —le previno Suzanna—. Tiene sus propios encantamientos.
—Tienes que venir conmigo al campamento —le pidió Nimrod con nueva impaciencia—. Habla con nuestro comandante antes de que salgamos para el Torbellino.
—Démonos prisa —dijo Suzanna.
Nimrod ya se iba, guiándola hacia el terreno más rocoso que ocultaba a los rebeldes.
—Sólo quedamos vivos Apolline y yo —le dijo a Suzanna por el camino— de los primeros en despertar. El resto ya no está. Mi Lilia. Luego Freddy Cammell. Y ahora Jerichau.
—¿Dónde está Apolline?
—Se adentró en el Reino, es lo último que oí decir. ¿Y Cal? ¿Está contigo?
—Íbamos a reunimos en el Firmamento. Pero Shadwell ya ha salido hacia el Torbellino.
—Que es todo lo lejos que podrá llegar —le indicó Nimrod—. Sean cuales sean los encantamientos que ha robado, no es más que un hombre. Y los hombres sangran.
«Eso nos pasa a todos», pensó Suzanna; pero dejó el pensamiento sin expresar.