III.
ENGAÑOS

1

El parte emitido desde la División de Hobart anunciando la fuga de los anarquistas no había pasado inadvertido; pero la alarma se había dado un poco antes de las once, y las patrullas entonces estaban muy ocupadas en la ronda nocturna, con las peleas a puñetazos, los conductores borrachos y los robos, que a aquella hora alcanzaba el punto más alto. Además había habido un muerto por apuñalamiento en la calle Steel, y un travestí había causado un buen disturbio en un pub de Dock Road. Así pues, cuando se le quiso prestar la atención debida a la llamada de alarma, los fugados hacía mucho que habían desaparecido; se habían colocado por el túnel de Mersey en dirección a la casa de Shearman.

Pero al otro lado del río, justo a la salida de Birkenhead, un patrullero de vigilancia que respondía al nombre de Downey alcanzó a verlos. Tras dejar a su compañero en un restaurante chino pidiendo Chop Suey y pato frito al estilo de Pekín, Downey se lanzó a la persecución. La alerta emitida por radio advertía que aquellos sinvergüenzas eran en extremo peligrosos, y que no debía intentarse en modo alguno aprehenderlos sin antes pedir ayuda. Por lo tanto el patrullero Downey se mantuvo a una prudencial distancia, tarea en la que le ayudó sobremanera el conocimiento minucioso que tenía de la zona.

No obstante, cuando los villanos por fin alcanzaron su lugar de destino se hizo claro que aquélla no era una persecución normal y corriente. Por una parte, cuando informó a la división acerca del lugar en que se encontraba, le dijeron que allí las cosas estaban sumidas en un considerable desorden —¿acaso no oía a un hombre llorando en segundo plano?— y que aquel asunto lo iba a llevar el inspector Hobart en persona, él tenía que limitarse a esperar y observar.

Fue mientras esperaba y observaba cuando se le mostró la segunda prueba de que algo funesto flotaba en el aire.

Empezó con unas luces que parpadeaban en las ventanas del segundo piso de la casa; luego hicieron explosión e irrumpieron en el mundo exterior llevándose consigo pared y ventana.

Downey salió del coche y echó a andar hacia la casa. Su mente, acostumbrada a informes de archivo, se puso a escarbar en busca de adjetivos para describir lo que veía, pero no había manera. El brillo que se proyectaba hacia fuera desde el interior de la casa no se parecía a nada que él hubiera presenciado o con lo que hubiera soñado antes.

No era un hombre supersticioso. Inmediatamente buscó una explicación natural para las cosas que veía, o casi veía, a todo su alrededor; y buscando, encontró algo. Lo que estaba presenciando era un fenómeno OVNI; seguro que se trataba de eso. Había leído informes sobre sucesos similares acontecidos a tipos tan perfectamente conscientes como él mismo. No era Dios ni una locura lo que estaba presenciando, sino una visita procedente de alguna galaxia vecina.

Contento de hallarle alguna explicación a aquella situación, se apresuró a volver al coche para transmitir un informe al cuartel general. Sin embargo, se encontró con un obstáculo infranqueable. En todas las frecuencias había parásitos. Era igual: les informaría acerca de su posición en cuanto llegasen. Vendrían en su ayuda a no tardar. Y mientras tanto su tarea era vigilar como un halcón el aterrizaje.

Aquella tarea se le fue haciendo rápidamente más difícil, ya que los invasores comenzaron a bombardearle con extraordinarios engaños, destinados, sin duda, a camuflar las operaciones que estaban llevando a cabo de la vista humana. Las oleadas de fuerza que habían estallado en la casa le volcaron el coche de lado (o por lo menos eso era lo que sus ojos le decían a Downey; y no es que fuera a creérselo como si fuera el Evangelio); después varias formas vagas empezaron a surgir a su alrededor. Daba la impresión de que del alquitrán que tenía bajo los pies brotaran flores; y unas formas bestiales realizaban acrobacias por encima de su cabeza.

Vio a varios miembros del público cogidos en la misma trampa por aquellas proyecciones. Algunos miraban fijamente hacia el cielo, otros estaban de rodillas rezando por recuperar la cordura.

Y la cordura llegó más tarde. El hecho de saber que aquellas imágenes no eran más que fantasmas le dio fuerzas para resistirlas. Una y otra vez se decía a sí mismo que lo que estaba viendo no era real, poco a poco las visiones se fueron doblegando ante aquella certeza suya, se debilitaron, y por fin se desvanecieron casi por completo.

Se lanzó hacia el coche volcado y trató de nuevo de usar la radio, aunque no tenía ni idea de si alguien le oía o no. Era extraño, pero aquello no le preocupaba mucho. Había vencido a los espejismos, y aquella convicción le endulzaba la vigilia. Aunque vinieran a buscarlo ahora —aquellos monstruos que habían aterrizado allí aquella noche—, no les tendría miedo. Estaba dispuesto a sacarse los ojos antes de permitir que lo embrujasen de nuevo.

—¿Alguna novedad?

—No hay nada, señor —repuso Richardson—. Sólo ruido.

—Entonces olvídate de ello —le dijo Hobart—. Limítate a conducir. Les seguiremos la pista aunque tardemos toda la puñetera noche.

Mientras viajaban, los pensamientos de Hobart regresaron a la escena que había dejado atrás. Sus hombres convertidos en idiotas balbuceantes, las celdas deshonradas con mierda y oraciones. Tenía una cuenta que saldar con aquellas fuerzas de la oscuridad.

En otro tiempo no habría estado tan dispuesto a lanzarse así, asumiendo el papel de vengador. Le hubiera dado cierto reparo admitir cualquier tipo de implicación personal. Ahora —por lo menos cuando estaba en compañía de sus hombres— no fingía mantenerse distante de los asuntos que tenía entre manos, sino que confesaba abiertamente el calor que se le producía en el vientre.

Al fin y al cabo, el asunto de la persecución y el castigo era sólo un modo de escupirle en el ojo a alguien que ya le había escupido a uno en el ojo. Y la Ley sólo es otra palabra para designar la venganza.

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