I.
INTRUSOS

1

Siempre mundos dentro de otros mundos.

En el Reino del Cuco, el Tejido; en el Tejido, la Fuga; en la Fuga, el mundo del libro de Mimi, y ahora este otro: el Torbellino.

Pero nada de lo que Suzanna había tenido oportunidad de ver en las páginas o lugares que había visitado habría podido prepararla para aquello que se encontró esperándola detrás del Manto.

Por un lado, aunque al penetrar por la cortina de nube le había dado la impresión de que sólo la noche la estaba esperando al otro lado, aquella oscuridad no había sido más que una ilusión.

El paisaje del Torbellino se hallaba iluminado con una fosforescencia de color ámbar que surgía de la propia tierra que Suzanna tenía bajo los pies. Aquel cambio hizo que se le transformara por completo el equilibrio. Era casi como si el mundo se hubiese vuelto del revés y ella se encontrara caminando por el cielo. ¿Y los verdaderos cielos? Aquello era otra maravilla. Las nubes estaban muy bajas, con su interior en perpetuo remolino, como si a la menor provocación fueran a dejar caer sobre la indefensa cabeza de la muchacha una lluvia de relámpagos.

Cuando hubo avanzado unos cuantos metros, volvió fugazmente la vista hacia atrás sólo para asegurarse de que recordaría el camino de vuelta. Pero la puerta, y el campo de batalla del Brillo Estrecho más allá de la misma, habían desaparecido por completo; la nube ya no era una cortina, sino que se había convertido en una pared. Un espasmo de pánico le oprimió el vientre a Suzanna. Pero se tranquilizó con la idea de que no se encontraba sola allí. En algún lugar más adelante se hallaba Cal.

Pero ¿dónde? A pesar de que la luz que procedía del suelo era lo suficientemente brillante como para que la muchacha viera el camino, éste —y el hecho de que el paisaje fuera tan inhóspito— conspiraba para que allí las distancias resultasen equívocas. Suzanna no podía estar segura de si lo que veía por delante eran veinte metros o doscientos. Fuera como fuese, no había ni rastro de presencia humana dentro de lo que ella abarcaba con la vista. Lo único que podía hacer era seguir el instinto de su nariz y confiar en que Dios la guiase en la dirección correcta.

Y poco después, otra nueva maravilla. A sus pies había aparecido un rastro, o mejor dicho, dos rastros entremezclados. Aunque la tierra era compacta y seca —tanto que ni las pisadas de Cal ni las de Shadwell habían dejado en ella la menor huella—, allí por donde los intrusos habían pasado la tierra parecía vibrar. Por lo menos aquélla fue la primera impresión que recibió Suzanna. Pero al seguir el camino que ellos habían trazado, la verdad se le fue haciendo evidente: el suelo a lo largo del sendero que perseguido y perseguidor habían tomado estaba brotando.

Suzanna detuvo su caminar y se puso en cuclillas para confirmar el fenómeno. Los ojos no le engañaban. La tierra se estaba agrietando y unos zarcillos de color verde amarillento, con una fuerza desproporcionada para el tamaño que tenían, iban subiendo en espiral por las grietas; crecían a una velocidad tal que la muchacha podía ver perfectamente el fenómeno. ¿Sería aquél algún elaborado mecanismo de defensa por parte del Torbellino? ¿O es que los que le precedían habrían llevado semillas a aquel mundo estéril y los encantamientos allí existentes les habían dado vida de inmediato? Suzanna miró hacia atrás. El camino que había seguido estaba marcado de igual modo, aunque en él los brotes acababan de aparecer mientras que los que había en el sendero de Cal y Shadwell —que le llevaban un minuto de ventaja— habían alcanzado ya los quince centímetros de altura. Uno era derecho como un helecho; otro tenía vainas; un tercero era espinoso. Si seguían creciendo a aquel ritmo, dentro de una hora serían árboles.

A pesar de que aquel espectáculo era extraordinario, Suzanna no tenía tiempo para detenerse a observarlo. Continuó adelante siguiendo aquel rastro de vida proliferante.

2

Aunque Suzanna había apretado el paso hasta convertirlo en un verdadero trote, todavía no había rastro de aquellos a los que iba siguiendo. El floreciente sendero era la única prueba de que habían pasado.

Pronto se vio obligada a apartarse a toda prisa del rastro, pues las plantas, al crecer a aquella velocidad excepcional, se iban expandiendo mucho tanto lateral como verticalmente. A medida que éstas se abultaban se fue haciendo obvio que tenían muy poco en común con la flora del Reino. Si bien habían brotado a partir de semillas traídas sobre talones humanos, los encantamientos que allí actuaban habían obrado profundos cambios en ellas.

En realidad aquello se parecía menos a una jungla que a un arrecife submarino, tanto más porque el prodigioso crecimiento que experimentaban las plantas las hacía oscilar como si estuviesen empujadas por la marea. Los colores y las formas eran muy variados; ninguno de ellos se parecía al de al lado. Lo único que tenían en común eran aquel entusiasmo por crecer, por fructificar. Nubes de aromático polen eran expulsadas de forma semejante al aliento; palpitantes flores volvían la cabeza hacia las nubes, como si el relámpago fuera una especie de alimento; las raíces se extendían por el suelo con tal violencia que la tierra temblaba.

Pero no había nada amenazador en aquel torrente de vida. La avidez de aquel lugar era sencillamente la avidez de lo recién nacido. Crecían por el mero placer de crecer.

Luego, desde la derecha, Suzanna oyó un grito; o algo parecido a un grito. ¿Sería Cal? No; no había señales de que los rastros se separasen. Volvió a oírlo, algo a medio camino entre el sollozo y el suspiro. Era imposible pisarlo por alto a pesar de la misión que la había llevado allí. Prometiéndose que se detendría sólo el tiempo imprescindible, Suzanna se fue tras aquel sonido.

Pero allí las distancias resultaban engañosas. Se había apartado quizás una docena de metros del rastro que seguía cuando el aire desveló la procedencia del sonido.

Era una planta, la primera cosa viva que la muchacha veía allí fuera de los límites del sendero, y compartía con éste la misma multiplicidad de formas y brillo en el colorido. Era del tamaño de un árbol pequeño, y su centro era un nudo de ramas tan complejo que hizo sospechar a Suzanna que se trataba de varias plantas creciendo juntas en un mismo punto. Oyó un roce en Aquella espesura cargada de flores, entre las raíces de serpentina, pero no pudo ver al ser cuya llamada la había atraído hasta allí.

Sin embargo, sí hubo algo que se hizo evidente: que el nudo del centro del árbol, casi perdido entre el follaje, era un cadáver humano. Pero si necesitaba alguna confirmación más de aquello, la encontró en otra visión bien precisa. Fragmentos de un buen traje colgaban de las ramas como pieles mudadas de serpientes; había un zapato envuelto en zarcillos. La ropa estaba hecha jirones, de tal manera que la carne muerta podía tomarse por flora; la vida verde brotaba allí donde fallaba la roja. Las piernas del cadáver se habían vuelto de madera, y de ellas brotaban raíces nudosas; desde sus entrañas hacían explosión los retoños.

No había tiempo para entretenerse mirando; Suzanna tenía otras cosas que hacer. Dio un rodeo al árbol, y ya estaba a punto de regresar al sendero cuando vio un par de ojos vivos que la miraban fijamente entre las hojas. Lanzó un grito. Aquellos ojos parpadearon. Con mucha cautela, la muchacha extendió la mano y apartó las ramas.

La cabeza del hombre que Suzanna había dado por muerto estaba girada casi del todo, la parte delantera quedaba mirando hacia atrás y tenía el cráneo abierto. Pero por todas partes las heridas habían dado origen a una vida suntuosa. La barba tan exuberante como la hierba nueva, crecía alrededor de un boca toda cubierta de musgo que emanaba savia; y ramas cargadas de flores brotaban de las mejillas.

Aquellos ojos la observaban atentamente, y la muchacha notó que unos zarcillos tiernos se elevaban para examinarle la cara y el pelo.

Luego, con las flores temblando al exhalar aliento, el híbrido habló. Una larga y suave palabra.

—Estoy vivo.

¿Le estaría diciendo cómo se llamaba? Cuando Suzanna se hubo recobrado de la sorpresa, le dijo que no lo entendía.

Dio la impresión de que la planta frunciera el ceño. Se produjo una caída de pétalos desde su corona de flores. La garganta le latió, y luego regurgitó las sílabas, esta vez algo mejor vocalizadas.

—¿Estoy vivo?

—¿Que si estás vivo? —le preguntó Suzanna que ahora le había comprendido—. Claro. Claro que estás vivo.

—Creí que estaba soñando —dijo el híbrido apartando los ojos y dando por terminado el examen momentáneo a que estaba sometiendo a la muchacha; poco después lo reanudó—. Muerto o soñando. O las dos cosas. Un momento… ladrillos por el aire que me rompieron la cabeza.

—¿La casa de Shearman? —quiso saber ella.

—Ah, tú estabas en la subasta.

El híbrido se echó a reír para sus adentros y aquel humor le hormigueó a Suzanna en las mejillas.

—Yo siempre quise… estar dentro… —continuó él—; dentro…

Y ahora Suzanna comprendió el cómo y el porque de aquello. Aunque era extraño comprender (¿extraño? Era increíble) que aquella criatura hubiese formado parte del grupo de Shadwell, eso fue lo que la muchacha sacó en consecuencia. Herido, o quizá muerto en la destrucción de la casa, había quedado de algún modo apresado dentro del Torbellino, el cual había usado el cuerpo destrozado para este floreciente propósito.

Suzanna debía reflejar en la cara la angustia que le producía el estado de aquel hombre, porque los zarcillos la comprendieron y se volvieron inquietos.

—De modo que no estoy soñando —dijo el híbrido.

—No.

—Extraño —fue la respuesta—. Pensé que sí. Es tan parecido al paraíso.

Suzanna no estaba segura de haberlo oído correctamente.

—¿Paraíso? —inquirió.

—Nunca me hubiese atrevido a suponer… que la vida fuera un placer tan grande.

Suzanna sonrió. Los zarcillos se habían calmado.

—Esto es el País de las Maravillas —continuó diciendo el híbrido.

—¿De veras?

—Oh, sí. Estamos cerca de donde comenzó el Tejido, cerca del Templo del Telar. Aquí todo se transforma, todo evoluciona. ¿Yo? Yo estaba perdido. Mírame ahora. ¡Cómo estoy!

Al oír aquel alarde la mente de Suzanna volvió a las aventuras que había vivido dentro del libro; cómo, en aquella tierra de nadie situada entre las palabras y el mondo, todo había estado transformándose y evolucionando, y cómo su propia mente, casada en el odio con la de Hobart, había constituido la energía de aquella condición. Ella era la urdimbre y él la trama. Pensamientos procedentes de diferentes cráneos cruzándose y formando un lugar material a partir del conflicto.

Todo formaba parte del mismo procedimiento.

El conocimiento era resbaladizo; Suzanna necesitaba una ecuación con la cual pudiera fijar la lección, por si alguna vez podía utilizarla. Pero había ahora temas más apremiantes que las matemáticas elevadas de la imaginación.

—Tengo que irme —dijo.

—Claro que sí.

—Aquí hay otras personas.

—Ya lo he visto —dijo el híbrido—. Pasaron por encima.

—¿Por encima?

—Hacia el Telar.

3

Hacia el Telar.

Suzanna volvió sobre sus pasos con renovado entusiasmo hasta llegar al rastro. El hecho de ver la existencia del comprador en el Torbellino, aparentemente aceptado incluso bienvenido —por las fuerzas que allí había—, le dio esperanzas de que la mera presencia de un intruso no era suficiente para hacer que el Torbellino se volviera del revés. Por lo visto habían sobreestimado la sensibilidad del mismo. Era lo suficientemente fuerte para encargarse, a su inimitable manera, de una fuerza invasora.

Había empezado a picarle la piel y sentía cierto desasosiego en el estómago. Suzanna trató de no pensar demasiado en lo que eso significaba, pero la irritación fue en aumento una vez que se hubo puesto de nuevo a seguir la pista. Ahora el ambiente empezaba a hacerse denso; el mundo que la rodeaba se iba endureciendo. No era la oscuridad de la noche, que invitaba al sueño. Las tinieblas zumbaban llenas de vida. Ella podía saborearla, agria y dulce a un tiempo. Podía verla, muy activa, detrás de sus propios ojos.

Había recorrido solamente un corto trecho cuando algo le pasó corriendo por encima de los pies. Miró hacia bajo y vio un animal, un inverosímil cruce entre ardilla y ciempiés con ojos brillantes e innumerables patas que hacía cabriolas entre las raíces. Tampoco aquella criatura se encontraba sola, según advirtió ahora Suzanna. El bosque estaba habitado. Los animales, tan numerosos y extraordinarios como la vida de la planta, salían de entre la maleza, cambiando al mismo tiempo que brincaban y se retorcían, más ambiciosos de aire.

¿Sus orígenes? Las plantas. La flora había engendrado su propia fauna; los capullos florecían dando a luz insectos, y a los frutos le salían pieles y escamas. Una planta se abrió y de ella surgieron innumerables mariposas en una parpadeante nube; en un matorral de espinos aleteaban unos pájaros que despertaban a la vida, del tronco de un árbol salían, como savia sensible, serpientes blancas.

El aire era ahora tan denso que se hubiera podido cortar. Nuevos seres se le cruzaban a Suzanna en el camino a cada metro que avanzaba, y luego eran eclipsados por las tinieblas. Algo remotamente parecido a un armadillo pasó anadeando por delante de ella; tres variantes del mono se acercaron y se alejaron; un perro dorado hacía piruetas entre las flores. Y otras cosas por el estilo. Y así sucesivamente.

Ahora no le cabía la menor duda de por qué le picaba la piel. Ésta estaba deseando unirse a aquel juego de cambios, arrojarse de nuevo al crisol y hallar un nuevo diseño. Y aquella idea también seducía en parte la mente de Suzanna. En medio de tan gozosa inventiva parecía una grosería aferrarse a una única anatomía.

En verdad Suzanna habría podido sucumbir a tales tentaciones de la carne de no ser porque delante de ella emergió de entre la niebla un edificio: un edificio sencillo de ladrillo que la muchacha tuvo ocasión de divisar durante unos instantes antes de que el aire volviese a rodearlo. Sencillo como era, aquello sólo podía ser el Templo del Telar.

Un enorme loro se lanzó en picado delante de ella hablando en diferentes lenguas, y luego se alejó rápidamente. Suzanna echó a correr. El perro dorado había decidido ponerse a su lado; la siguió jadeante pisándole los talones.

Después, la onda de choque. Procedía del edificio, una fuerza que convulsionó la membrana viviente del aire y medió la tierra. Suzanna cayó en medio de unas raíces muy extendidas que al instante intentaron asimilarla dándole el mismo diseño que ellas tenían. La muchacha consiguió quitárselas de encima y se puso en pie. O bien el contacto con la tierra, o bien la onda de energía procedentes del Templo, la habían sumido en el paroxismo. Aunque se hallaba de pie y completamente inmóvil, todo su cuerpo parecía estar bailando. No había otra palabra para expresar aquello. Todo su ser, desde las pestañas hasta la médula, había captado el ritmo del poder que allí había; la persecución le hizo latir el corazón de un modo diferente; la sangre se le aceleró y luego aminoró la velocidad; la mente se le remontaba para caer luego a plomo una y otra vez.

Pero eso era sólo carne. Su otra anatomía —el sutil cuerpo que el menstruum había acelerado— estaba por encima del control de las fuerzas que allí existían; o bien eso, o estaba ya tan de acuerdo con ellas que se le dejaba funcionar por su cuenta.

Ahora Suzanna ocupó aquel otro cuerpo; le dijo que impidiera que los pies le echaran raíces y que le brotasen alas de la cabeza y echase a volar. El menstruum la tranquilizó. Ella había sido un dragón y había vuelto a recuperar su forma, ¿no era así? Pues esto no era diferente.

Pero sus temores le decían a Suzanna que sí lo era. Aquello era cosa de carne y hueso; y el dragón no estaba más que en su imaginación.

¿Es que aún no has aprendido? Fue la respuesta que obtuvo; no hay ninguna diferencia.

Cuando aquella respuesta aún le repiqueteaba en la cabeza, se produjo la segunda onda de choque; y esta vez no fue un petit mal, sino un ataque en toda regla. La tierra empezó a rugir debajo de Suzanna. Esta echó a correr en dirección al templo mientras el ruido iba en aumento, pero sólo había avanzado cinco metros como mucho cuando el rugido se convirtió en el fuerte estruendo que produce la piedra al romperse y una grieta en forma de zigzag apareció a su derecha; y otra a su izquierda; y luego otra.

El Torbellino se estaba haciendo pedazos.

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