II.
EN EL LAGO, Y DESPUÉS

1

Había habido un momento, allá en la Casa de las Subastas, en que Suzanna había creído que su vida tocaba a su fin. Estaba ayudando a Apolline a bajar las escaleras cuando las paredes empezaron a resquebrajarse y dio la impresión de que la casa iba a venirse abajo alrededor de ellas. Incluso ahora, que se encontraba de pie contemplando el lago, no estaba muy segura de cómo habían conseguido escapar con vida. Presumiblemente el menstruum había intervenido en nombre de Suzanna, aunque ella no le había dado ninguna orden de manera consciente. Tenía mucho que aprender acerca de aquel poder que había heredado. Y de todo lo que tenía que aprender no era lo menos importante averiguar hasta qué punto ese poder le pertenecía a ella y hasta qué punto ella le pertenecía a él. Cuando encontrase a Apolline, a quien había perdido en medio de aquel furor, averiguaría todo lo que aquella mujer supiera.

Mientras tanto tenía las islas, cuyas partes traseras se hallaban coronadas de cipreses, para recrearse, y el balbuceo de las olas sobre las rocas para tranquilizarse.

—Deberíamos irnos.

Jerichau la sacó del ensimismamiento en que se hallaba con la mayor suavidad que pudo: le rozó la nuca con la mano. Suzanna lo había dejado en la casa que se alzaba en la orilla del lago charlando con unos amigos a los que él no había visto desde hacía tanto tiempo como dura una vida humana. Poseían una serie de recuerdos que intercambiar en los que ella no tenía cabida, y además, Suzanna lo presentía, los otros no deseaban compartirlos. Debía de tratarse de una conversación entre criminales, era la poco caritativa conclusión a la que ella había llegado cuando los dejó hablando de sus asuntos. Al fin y al cabo Jerichau era un ladrón.

—¿Por qué hemos venido aquí? —le preguntó Suzanna.

—Yo nací aquí. Conozco cada una de estas piedras por su propio nombre. —La mano de Jerichau seguía descansando en el hombro de ella—. O por lo menos antes así era. Me pareció que éste era un buen lugar para enseñártelo. —Suzanna desvió la mirada del lago y la dirigió hacia Jerichau, que tenía el ceño fruncido—. Pero no podemos quedarnos aquí —continuó diciendo Jerichau.

—¿Por qué no?

—Querrán verte en la Casa de Capra.

—¿A mí?

—Tú has deshecho el Tejido.

—No me quedaba otra elección —dijo Suzanna—. Iban a matar a Cal.

El fruncimiento de la frente se hizo más profundo.

—Olvídate de Cal —le recomendó Jerichau con un tono de voz más duro—. Mooney es un Cuco. Tú no.

—Yo también lo soy —insistió Suzanna—. O por lo menos eso es lo que siento que soy, y es lo que importa…

Jerichau retiró la mano del hombro de la muchacha. De pronto se había puesto de mal humor.

—¿Vienes o no? —le preguntó.

—Claro que voy.

Jerichau suspiró.

—No tendría que haber sido de este modo —dijo recobrando algo de la antigua suavidad de su voz.

Suzanna no estaba segura de a qué se refería él, si al hecho de que se hubiera deshecho el Tejido, a su reencuentro con el lago o a la conversación. Puede que un poco a cada cosa.

—Quizá fuese un error deshacer el Tejido —comentó Suzanna un poco a la defensiva—. Pero no lo hice yo sola. También lo hizo el menstruum.

Jerichau alzó las cejas.

—Ese poder es tuyo —comentó no sin cierto rencor—. Contrólalo.

Suzanna le dirigió una mirada helada.

—¿A qué distancia está la Casa de Capra?

—Nada queda lejos en la Fuga —repuso Jerichau—. El Azote destruyó la mayor parte de nuestros territorios. Sólo quedan estos pocos.

—¿Hay más en el Reino?

—Puede que unos cuantos más. Pero todo lo que nos importa de verdad está aquí. Por eso tenemos que volver a esconderlo antes de que amanezca.

Amanecer. Suzanna casi se había olvidado de que pronto saldría el sol. Y con él, la Humanidad. Pensar en sus congéneres Cucos —con su afición a los zoos, a la exhibición de monstruos y a los carnavales— invadiendo aquel territorio no la divertía en absoluto.

—Tienes razón —dijo—. Tenemos que darnos prisa.

Y juntos se encaminaron desde el lago hacia la Casa de Capra.

2

A medida que caminaban, Suzanna iba encontrando la respuesta a varias preguntas que la habían estado sacando de sus casillas desde que deshiciera el Tejido. La principal de todas ellas era: ¿qué había sido de la porción de Reino que la Fuga había invadido? No es que estuviera muy poblada aquella zona, ciertamente, pues en ella se encontraba la extensión, bastante considerable, del Campo Comunal de Thurstaston, detrás de la Casa de Subastas, y también los campos existentes a ambos lados de la misma. Pero aquella área no estaba completamente desierta. Había cierto número de casas en la vecindad, y subiendo hacia Irby Heath la población se hacía aún mas densa. ¿Qué habría sido de todas aquellas viviendas? Y, por supuesto, ¿qué habría sido de sus ocupantes?

La respuesta era bien sencilla; la Fuga había brotado en torno a ellas, acomodando su presencia con cierto ingenio. Y así, una hilera de farolas, cuya fluorescencia se había extinguido, habían quedado decoradas con parras en flor, como si se tratase de antiguas columnas; un coche había resultado enterrado casi del todo en la ladera de una colina, y otros dos habían quedado de pie sobre la parte de atrás y se apoyaban el uno en el otro por el morro.

Las casas habían sido tratadas con más consideración; la mayoría permanecían aún enteras, aunque el florecimiento de la Fuga llegaba hasta los mismísimos umbrales, como esperando que la invitasen a entrar.

En cuanto a los Cucos, Jerichau y ella se encontraron con unos pocos, todos con aspecto de estar más desconcertados que asustados. Un hombre, vestido sólo con pantalones y unos tirantes, se estaba quejando en voz muy alta de que había perdido a su perro.

—Es un maldito y estúpido tonto —decía—. ¿Lo han visto ustedes?

Y parecía por completo indiferente al hecho de que el mundo hubiese cambiado en torno a él. Sólo después de que aquel hombre hubiera seguido su camino sin dejar de llamar al perro fugitivo, Suzanna se preguntó si aquel tipo estaría viendo lo mismo que ella veía o si, por el contrario, aquella ceguera selectiva que impedía que el ojo humano percibiera los halos estaría funcionando también allí. ¿Estaría el dueño del perro recorriendo calles que le eran familiares, incapaz de ver más allá de la celda en que se había convertido su imaginación? ¿O quizá percibiera alguna fugaz impresión de la Fuga por el rabillo del ojo, una gloria que recordaría en su chochez y por la que lloraría?

Jerichau no tenía respuestas para aquellas preguntas. Dijo que no lo sabía y que no le importaba.

Y las visiones seguían desplegándose por todas partes. A cada paso que daba, el asombro de Suzanna iba en aumento ante la gran variedad de lugares y objetos que los Videntes habían salvado de la conflagración. La Fuga no era, como ella se había imaginado antes, simplemente una colección de bosquecillos y matorrales encantados. La santidad era una condición mucho más democrática; estaba informada de fragmentos de toda clase: íntimos y trascendentales, naturales y artificiales. Cada rincón y cada nicho tenía su peculiar y propio modo en estado de encantamiento.

Las circunstancias de conservación de aquellos fragmentos ponía en evidencia que, en su gran mayoría, habían sido arrancados de su contexto como páginas de un libro. Los bordes estaban aún sin pulir a causa de la violencia con que habían sido arrancados, y el modo arbitrario en que estaban agrupados sólo servía para resaltar más su falta de unidad. Pero también existían compensaciones. La propia disparidad de las piezas —el modo en que lo casero lindaba con lo público; lo corriente con lo fabuloso— originaba nuevos problemas, insinuaciones de nuevas historias que aquellas páginas, hasta el momento inconexas, podían contar.

A veces el viaje les mostraba unos contrastes tan inverosímiles de elementos, que desafiaban cualquier intento de sintetizarlos. Perros pastando junto a una tumba, de cuya losa, rota en fragmentos, surgía un manantial de fuego que fluía como si fuera agua; una ventana situada en el suelo, con las cortinas ondeando hacia el cielo al soplo de una brisa que transportaba el rumor del mar. Aquellos acertijos, que desafiaban cualquier posibilidad de explicación por parte de Suzanna, la impresionaron profundamente. No había nada allí que no hubiese visto antes —perros, tumbas, ventanas, fuego—, pero en medio de aquel flujo los encontraba reinventados, desplegando una nueva magia ante ella.

Sólo una vez, después de que Jerichau le hubiera dicho que él no tenía respuesta para sus preguntas, Suzanna lo presionó buscando información; y fue respecto al Torbellino, cuya cobertura de nubes era perpetuamente visible y cuyos estallidos de relámpagos brillantísimos ponían de relieve colinas y árboles.

—Allí es donde se encuentra el Templo del Telar —le explicó él—. Cuanto más se acerca uno a él, más peligroso se hace el lugar.

Suzanna recordaba algo de aquello desde aquella primera noche en que habían hablado de la alfombra. Pero quería saber más.

—¿Por qué es peligroso?

—Los encantamientos requerían que el Tejido se hiciera sin paralelo. Para ello era necesario un gran sacrificio, una enorme pureza, con el fin de controlar todos los elementos y poder tejerlos. Más de lo que la mayoría de nosotros sería nunca capaz de tener. Y ahora el poder se protege a sí mismo a base de relámpagos y tormentas. Y lo hace de una forma muy sabia. Si alguien irrumpe en el Torbellino, el encantamiento del Tejido no se mantiene. Todo lo que hemos reunido aquí se separaría; quedaría destruido.

—¿Destruido?

—Eso dicen. Yo no sé si es cierto o no. No acabo de comprender esas cosas teóricas.

—Pero sabes hacer encantamientos.

Aquel comentario pareció confundir a Jerichau.

—Eso no significa que yo sea capaz de explicarte cómo —le dijo—. Sólo los hago.

—¿Por ejemplo, qué? —le preguntó Suzanna. Se sentía como una niña investigando los trucos a un mago, pero tenía curiosidad por conocer los poderes que residían en él.

Jerichau puso una cara extraña; llena de contraindicaciones. Había en ella timidez; algo burlón; algo cariñoso.

—Puede que te lo muestre alguna vez —le indicó—. Un día de estos. No sé cantar ni bailar, pero tengo mis métodos. —Dejó de hablar y también de caminar.

Suzanna no necesitó ninguna señal de Jerichau para oír las campanas que sonaban en el aire alrededor de ellos. No eran las campanas de una torre —éstas hubieran sido ligeras y melodiosas—, pero igualmente convocaban a algo.

—La Casa de Capra —dijo Jerichau avanzando a paso largo. Las campanas, sabiendo que eran oídas, repicaban en el camino de la pareja.

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