VI.
LA CASA DE CAPRA

1

A su modo, la Casa de Capra constituyó una sorpresa tan grande como todo lo que Suzanna había visto en la Fuga. Era un edificio bajo en un considerable estado de abandono; el blanco grisáceo del yeso que recubría las paredes se hallaba desconchado y dejaba al descubierto grandes ladrillos rojos hechos a mano. Las baldosas del porche estaban muy deterioradas a causa de las inclemencias del tiempo, y la puerta misma apenas si se tenía sobre las bisagras. Alrededor crecían mirtos, árboles de cuyas ramas colgaban las miríadas de campanas que habían oído desde lejos, respondiendo al más leve soplo de viento. No obstante aquel sonido quedaba casi apagado por las fuertes voces que se oían procedentes del interior de la casa. Parecía más un tumulto que un debate civilizado.

En el umbral de la puerta había un vigilante, en cuclillas, que construía un zigurat de piedras delante de él. Al ver que se acercaban se puso en pie. Tenía una estatura superior a los dos metros.

—¿Qué os trae por aquí? —le exigió a Jerichau. Tenemos que ver al Consejo…

Desde dentro, clara y fuerte, llegó hasta Suzanna la voz de una mujer.

—¡No me echaré a dormir! —decía. Al comentario le siguió un rugido de aprobación de parte de sus seguidores.

—Es de vital importancia que hablemos con el Consejo —dijo Jerichau.

—Imposible —le comunicó el vigilante.

—Ésta es Suzanna Parrish —le indicó Jerichau—. Ella…

No tuvo necesidad de continuar.

—Ya sé quién es —dijo el guarda.

—Si sabes quién soy, entonces sabrás también que fui yo quien despertó el Tejido —le dijo Suzanna—. Y tengo algunas opiniones que el Consejo debería oír.

—Sí —convino el vigilante. Ya lo comprendo.

Echó una rápida mirada detrás de él. El estruendo, si acaso, había aumentado.

—Ahí dentro la confusión es total —le advirtió a Suzanna—. Tendrá suerte si logra hacerse oír.

—Yo puedo gritar como el que más —le aseguró Suzanna.

El guarda asintió.

—No lo dudo —dijo—. Sigan adelante, todo recto.

Se hizo a un lado y señaló pasillo abajo en dirección a una puerta medio cerrada.

Suzanna respiró profundamente, se volvió para mirar a Jerichau y comprobó que éste seguía tras ella; luego echó a andar por el pasillo y empujó la puerta.

La estancia era grande, pero a pesar de ello estaba llena de gente; unos sentados, otros de pie, algunos hasta subidos en sillas para poder ver mejor a los principales protagonistas del debate. Había cinco individuos que tomaban parte en el mismo acaloradamente. Uno era una mujer con el pelo revuelto y una mirada aún más salvaje a la cual Jerichau identificó como Yolande Dor. Su partido se apiñaba en torno a ella, incitándola a continuar el debate. Ella se enfrentaba a dos hombres, un individuo de larga nariz que tenía la cara enrojecida como una remolacha de tanto gritar, y un compañero de este, de más edad, que intentaba refrenarlo poniéndole una mano en el brazo. Estaba claro que los dos formaban parte de la oposición. Entre ambas facciones opuestas se encontraban una negra, que arengaba a ambas partes, y un oriental, impecablemente vestido, que al parecer actuaba de moderador. Si era así, estaba obteniendo un rotundo fracaso en el desempeño de sus funciones. No faltaba mucho para que los puños sustituyeran a las opiniones.

Unos cuantos asamblearios ya habían percibido la presencia de los intrusos, pero los líderes seguían representando su papel llenos de furia y completamente sordos a los argumentos de los contrarios.

—¿Cómo se llama el hombre que está en el medio? —le preguntó Suzanna a Jerichau.

—Ése es Tung.

—Gracias.

Sin decir una palabra más, Suzanna se acercó a los protagonistas de la polémica.

—Señor Tung —dijo.

El hombre miró hacia ella, y la inquietud que había en su expresión se convirtió en pánico.

—¿Quién es usted? —exigió saber.

—Suzanna Parrish.

Aquel nombre bastó para imponer instantáneamente silencio en aquella discusión.

Los rostros que no se habían vuelto todavía hacia Suzanna lo hicieron ahora.

—¡Un Cuco! —dijo el viejo—. ¡En la Casa de Capra!

—Cierra la boca —le ordenó Tung.

—Has sido tú —le dijo la negra—. ¡Tú!

—¿Sí?

—¿Sabes lo que has hecho?

Aquella observación sirvió para encender un nuevo estallido de voces, pero en esta ocasión el alboroto no se limitó a los que ocupaban el centro de la habitación. Todo el mundo se puso a gritar.

Tung, cuyas llamadas al orden pasaban del todo inadvertidas, acercó una silla, se subió a ella y gritó:

—¡Silencio!

El truco dio resultado; el estruendo se apaciguó. Tung estaba emocionadamente complacido consigo mismo.

—Aja —continuó diciendo al tiempo que hacía un gesto de autosatisfacción—. Esto ya está mejor. Y ahora… —Se volvió en dirección al viejo—. ¿Tienes alguna objeción que hacer, Messimeris?

—Claro que la tengo —fue la respuesta de éste. Apuntó enérgicamente un dedo artrítico en dirección a Suzanna—. Esa mujer es una intrusa. Exijo que se la expulse inmediatamente de la cámara.

Tung estaba a punto de replicar, pero Yolande se le adelantó.

—Éste no es momento para sutilezas constitucionales —dijo—. Nos guste o no, estamos despiertos. —Miró a Suzanna—. Y ella es la responsable.

—Pues yo no pienso quedarme bajo el mismo techo que un Cuco —aseguró Messimeris rezumando desprecio por Suzanna en cada una de sus palabras—. No, después de todo lo que nos han hecho. —Miró a su compañero, el del rostro enrojecido—. ¿Te vienes, Dolphi?

—Ya lo creo que me voy —repuso el otro.

—Esperad —dijo Suzanna—. Yo no quiero quebrantar ninguna de vuestras reglas.

—Ya lo has hecho —la corrigió Yolande—. Y las paredes aún se aguantan en pie.

—Pero ¿durante cuánto tiempo? —inquirió la negra.

—La Casa de Capra es un lugar sagrado —murmuró Messimeris.

Estaba claro que no estaba fingiendo; se sentía auténticamente ofendido por la presencia de Suzanna.

—Lo comprendo —dijo Suzanna—. Y lo respeto. Pero me siento responsable.

—Y lo eres —insistió Dolphi volviendo a ponerse muy excitado—. Pero eso ahora de poco consuelo nos sirve, ¿no es así? Nos hemos despertado, maldita seas. Y estamos perdidos.

—Ya lo sé —le dijo Suzanna—. Lo que dices es cierto.

Aquello más bien le quitó las ínfulas a Dolphi, que esperaba una discusión.

—¿Me das la razón? —le preguntó.

—Claro que te doy la razón. En este momento todos somos vulnerables.

—Pero por lo menos podemos valemos por nosotros mismos ahora que estamos despiertos —argüyó Yolande—. En lugar de limitarnos a estar ahí tumbados.

—Teníamos a los Custodios —dijo Dolphi—. ¿Qué ha sido de ellos?

—Están muertos —les informó Suzanna.

—¿Todos?

—¿Y ella qué sabe? —comentó Messimeris—. No hagáis caso de lo que dice.

—Mi abuela era Mimi Laschenski —les dijo Suzanna.

Por primera vez desde que Suzanna entrase a tomar parte de la discusión, Messimeris la miró directamente a los ojos. La muchacha pensó que a él la desgracia no le resultaba ajena; allí, en la mirada, la había ahora en abundancia.

—¿Y qué? —preguntó Messimeris.

—Que a ella la asesinó —continuó Suzanna devolviéndole la mirada— uno de los vuestros.

—¡No me digas! —se burló Messimeris sin el menor rastro de duda.

—¿Quién? —quiso saber Yolande.

—Immacolata.

—¡De los nuestros no! —protestó Messimeris—. Ella no es de los nuestros.

—¡Pues tampoco es un Cuco, ciertamente! —repuso Suzanna empezando a perder la paciencia. Avanzó un paso hacia Messimeris, quien apretó con más fuerza el brazo de Dolphi, como si tuviera intención de utilizar a su colega a modo de escudo en el caso de que las cosas se pusieran feas—. Todos y cada uno de vosotros está en peligro —continuó—, y si no os dais cuenta de eso, entonces todos los lugares sagrados que tenéis, no solamente la Casa de Capra, sino todos ellos, serán borrados del mapa. De acuerdo; tenéis motivos para no confiar en mí. Pero por lo menos prestad atención a lo que quiero deciros.

La habitación había quedado en completo silencio.

—Dinos lo que sepas —la conminó Tung.

—No es que sepa demasiado —confesó Suzanna—. Pero sé que tenéis enemigos aquí, en la Fuga, y Dios sabe cuántos más por ahí fuera.

—¿Y qué sugieres que hagamos al respecto? —dijo una nueva voz desde algún punto entre los partidarios de Dolphi.

—Luchemos —dijo Yolande.

—Perderéis —replicó Suzanna.

Las hermosas facciones de aquella otra mujer se pusieron tensas.

—¿Tú también eres derrotista? —le preguntó a Suzanna.

—Es la verdad. No tenéis defensas contra el Reino.

—Tenemos los encantamientos —dijo Yolande.

—¿Queréis hacer de vuestra magia un arma? —inquirió entonces Suzanna—. ¿Igual que Immacolata? Si así lo hacéis, bien podéis llamaros Cucos a vosotros mismos.

Aquel argumento provocó algunos murmullos de asentimiento entre los miembros de la asamblea; y agrias miradas por parte de Yolande.

—De manera que tenemos que volver a tejer la alfombra —resumió Messimeris con cierta satisfacción—. Que es lo que yo he estado afirmando desde el principio.

—Estoy de acuerdo —dijo Suzanna.

Al oír aquello toda la estancia se llenó de nuevo de murmullos; la voz de Yolande tuvo que alzarse por encima del estruendo.

¡No más sueño! —dijo—. ¡Yo no me dormiré!

—Entonces os arrasarán a todos —respondió Suzanna gritando a su vez. El estruendo amainó un poco—. Éste es un siglo cruel —concluyó Suzanna.

—También lo fue el siglo pasado —comentó alguien—. ¡Y el precedente!

—¡No podemos estar escondiéndonos eternamente! —dijo Yolande apelando a todos los presentes. Aquella llamada halló considerable apoyo a pesar de la intervención de Suzanna. Y, realmente, era difícil no simpantizar con la causa. Después de dormir durante tanto tiempo, la idea de sepultarse a sí mismos en el lecho insomne del Tejido por fuerza tenía que resultar poco atractiva.

—No digo que tengáis que quedaros en la alfombra mucho tiempo —les dijo Suzanna—. Sólo hasta que un lugar seguro pueda ser…

—Eso ya lo he oído antes —la interrumpió Yolande—. «Esperaremos —dijimos—, mantendremos quietas las manos hasta que pase la tormenta».

—Hay tormentas y tormentas —intervino un hombre desde algún lugar de la parte de atrás de la multitud. Su voz penetró con facilidad entre el clamor existente, aunque habló en un tono que era poco más que un susurro. Aquello de por sí bastó para que la discusión amainase.

Suzanna miró en la dirección de donde procedía aquella voz, aunque no pudo distinguir al que había hablado. Este volvió a dejarse oír.

—Si el Reino os destruye… —dijo la voz—, en ese caso todo lo que sufrió Mimi habrá sido en vano.

Los consejeros se fueron apartando mientras el que aquello decía se iba abriendo paso entre ellos hacia el centro de la habitación. Se detuvo en un lugar donde todos podían verlo. A Suzanna le costó unos segundos caer en la cuenta de que ya había visto antes aquella cara, y aún tardó un poco más en recordar dónde: en el retrato que colgaba en la pared del dormitorio de Mimi. Pero aquella desvaída fotografía solamente proporcionaba una leve idea de lo que era en realidad la presencia de aquel hombre; o de su verdadera belleza física. No era difícil, al ver cómo le centelleaban los ojos y la forma en que el pelo, que llevaba muy corto, le realzaba la curva del cráneo, comprender por qué Mimi había estado durmiendo toda su solitaria vida bajo aquella mirada. Aquél era el hombre que su abuela había amado. Aquél era…

—Romo —se presentó dirigiéndose a Suzanna—. El primer marido de tu abuela.

¿Cómo se habría enterado, mientras dormía en el Tejido, de que Mimi había tomado un esposo humano? ¿Se lo habría dicho el aire de la noche?

—¿Qué quieres tú aquí? —le dijo Tung—. Esto no es una vía pública.

—Quiero hablar en favor de mi esposa. Yo conocía su corazón mejor que ninguno de vosotros.

—Eso fue hace años, Romo. Otra vida.

Romo asintió.

—Sí… —convino—. Todo aquello ha pasado ya, lo sé. Y Mimi también se ha ido. Razón de más para que yo ahora hable en su nombre.

Nadie hizo el menor intento de acallarlo.

—Mimi murió en el Reino —comenzó Romo— para protegernos de cualquier daño. Murió sin intentar despertarnos. ¿Por qué las cosas sucedieron así? Ella tenía todos los motivos posibles para desear que se deshiciera el Tejido. Para querer que se la liberase de sus deberes y poder de ese modo estar otra vez conmigo.

—No necesariamente… —apuntó Messimeris.

Romo sonrió.

—¿Porque se casó? —preguntó—. Es lo menos que cabía esperar. ¿O acaso porque se hubiera olvidado de nosotros? No. Nunca. —Hablaba con tanta autoridad y, sin embargo, tan dulcemente, que todos los presentes en aquella estancia no podían dejar de prestarle atención—. No se olvidó de nosotros. Sencillamente sabía lo mismo que sabe su nieta. Que no es seguro. —Yolande hizo amago de ir a interrumpirle, pero Romo alzó una mano para impedírselo—. Un momento, por favor —le dijo—. Luego me iré. Tengo cosas que hacer en otra parte.

Yolande cerró la boca.

—Yo conocía a Mimi mejor que ninguno de vosotros —continuó diciendo Romo—. Por lo que a mí concierne, es como si nos hubiéramos separado ayer. Estoy seguro de que custodió el Tejido mientras le quedaron el aliento y el juicio necesarios para hacerlo. No vayáis a desperdiciar los sufrimientos por los que tuvo que pasar arrojándonos ahora en manos de nuestros enemigos sólo porque os dé en la nariz cierto tufillo de libertad.

—Para ti resulta fácil de decir —replicó Yolande.

—Tengo tantas ganas como tú de volver a vivir —le indicó Romo—. Si me quedé aquí fue por mis hijos, porque confiaba, como entonces confiábamos todos, en que nos despertaríamos al cabo de un año o dos. Pero mirad. Abrimos los ojos y el mundo ha cambiado. Mimi se ha muerto de vieja, y es la hija de su hija quien aparece en su lugar para decirnos que estamos más cerca que nunca de la extinción. Yo creo que esta muchacha habla con todas las bendiciones de Mimi. Deberíamos escucharla.

—¿Qué es lo que nos aconsejas? —le preguntó Tung.

¿Aconsejar? —protestó Yolande—. Es domador de leones. ¿Por qué habríamos de escuchar sus consejos?

—Sugiero que volvamos a tejer la alfombra —dijo haciendo caso omiso de aquel estallido de Yolande—. Que la volvamos a tejer antes de que los Cucos lleguen a mezclarse con nosotros. Luego nos buscaremos algún lugar seguro, un lugar donde podamos volver a deshacer el Tejido cuando llegue el momento propicio y donde los Cucos no estén esperando en la frontera. Yolande tiene razón —aceptó, mirándola—. No podemos quedarnos escondidos eternamente. Pero enfrentarnos mañana por la mañana, y en este estado caótico, no es señal de valor, son ganas de suicidarse.

El razonamiento había sido trazado con limpieza, y se vio que a todas luces impresionaba a un buen número de los allí reunidos.

—Y si lo hacemos —preguntó uno del clan de Yolande—, ¿quién custodiará la alfombra?

—Ella —dijo Romo mirando a Suzanna—. Ella conoce el Reino mejor que ninguno de nosotros, y se rumorea que tiene acceso al menstruum.

—¿Es cierto eso? —quiso saber Tung.

Suzanna asintió. El hombre dio un brusco paso para apartarse de ella. Una oleada de comentarios y preguntas se alzó por la habitación, muchos de ellos dirigidos a Romo. Pero éste, no obstante, no atendió a ninguno.

—Ya he dicho todo lo que tenía que decir sobre el asunto —anunció—. No puedo entretenerme más. Mis hijos me esperan.

Dicho esto, dio media vuelta y echó a andar por donde había venido; Suzanna fue tras él, mientras la controversia iba otra vez en aumento.

—¡Romo! —lo llamó.

Éste se detuvo y se dio la vuelta.

—Ayúdame —le pidió Suzanna—. Quédate conmigo.

—No hay tiempo —repuso él—. Tengo que atender un compromiso en nombre de tu abuela.

—Pero hay muchas cosas que no comprendo.

—¿No te dejó instrucciones Mimi? —le preguntó.

—Llegué demasiado tarde. Cuando la encontré, ella ya no podía… —Suzanna se detuvo. Tenía la garganta tensa; notaba que la pena de haber perdido a Mimi la embargaba—. No podía hablar. Lo único que me dejó fue un libro.

—Entonces consúltalo —le dijo Romo—. Ella sabía bien lo que había que hacer.

—Es que me lo han quitado —le informó Suzanna.

—Pues tendrás que recuperarlo. Y las respuestas que no encuentres allí, tendrás que aportarlas tú misma.

Aquel último comentario confundió a Suzanna por completo. Pero antes de que pudiera hacer ninguna pregunta, Romo continuó hablando.

—Mira en medio —le dijo—. Este es el mejor consejo que puedo ofrecerte.

—¿En medio de qué?

Romo frunció el ceño.

—En medio, sencillamente —repitió, como si el sentido de aquellas palabras fuera algo evidente por sí mismo—. Estoy seguro de que tú eres la persona adecuada. Eres la niña de Mimi. —Se inclinó hacia Suzanna y le dio un beso—. Te pareces mucho a ella —le dijo al tiempo que le acariciaba una mejilla con mano temblorosa.

Suzanna notó de repente que la caricia de Romo era más que amistosa; y que sentía algo innegable hacia él; algo que no era apropiado que sucediera entre ella y el marido de su abuela. Ambos dieron un paso atrás, huyendo de aquella caricia y asustados de sus propios sentimientos.

Romo echó a andar hacia la puerta dándole las buenas noches de espaldas a Suzanna. La muchacha fue un par de pasos tras él, pero ya no trató de impedirle que se marchara. Él tenía cosas que hacer, había dicho. Cuando Romo abrió la puerta se oyó el estruendo procedente de la oscuridad, y a Suzanna le dio un salto el corazón al ver varias bestias que comenzaron a aparecer en torno a él. Sin embargo no lo atacaron. Romo había hablado de hijos, y allí estaban. Unos leones, media docena o más, le daban la bienvenida a base de rugidos; mantenían los dorados ojos vueltos hacia su amo mientras se disputaban el lugar más cercano junto a él. La puerta se cerró con un golpe, ocultándolos a la vista.

—Quieren que nos marchemos.

Jerichau se encontraba en el pasillo, detrás de ella, Suzanna miró fijamente la puerta cerrada durante unos momentos más, mientras el sonido de los leones se iba apagando. Luego se volvió hacia él.

—¿Nos echan? —le preguntó.

—No. Sólo quieren debatir el problema un rato —le informó Jerichau—. Sin testigos.

Suzanna hizo un gesto de asentimiento.

—Propongo que paseemos un poco.

Cuando abrieron la puerta, Romo y los animales ya no se encontraban allí; se habían marchado a resolver el encargo de Mimi.

2

Y pasearon.

Jerichau absorto en su silencio; Suzanna, en el suyo. Tantos sentimientos que probar y comprender. Los pensamientos de la muchacha volvieron a Mimi y al sacrificio que ésta había hecho sabiendo que Romo, su apuesto domador de leones, estaba durmiendo en un lugar donde ella tenía vedada la entrada. Suzanna se preguntaba si Mimi habría acariciado los nudos de la alfombra donde él estaba oculto. ¿Se habría arrodillado y le habría susurrado al Tejido el amor que sentía por Romo? No podía soportar aquella idea. No era de extrañar que su abuela hubiese sido tan severa, tan estoica. Había estado montando guardia a las puertas del paraíso ella sola, incapaz de dejar escapar una sola palabra de todo lo que sabía; temiendo la demencia, temiendo la muerte.

—No tengas miedo —le dijo al cabo Jerichau.

—No tengo miedo —mintió ella. Pero luego, recordando que los colores que irradiaba contradirían sus palabras, añadió—: Bueno… puede que un poco. No sirvo para ser Custodia, Jerichau. Yo no soy la persona adecuada.

Salieron del bosquecillo de mirtos y fueron a dar a un campo. Entre la hierba, alta hasta la rodilla, se alzaban varias bestias de mármol, enormes, pertenecientes a especies bien míticas o bien ya extinguidas, pero en cualquier caso todas ellas esculpidas primorosamente con todo lujo de detalles, tanto los colmillos y el pelo como los diminutos ojos. Suzanna se apoyó en el costado de una de ellas y se quedó mirando fijamente hacia el suelo. Ya no se oían ni el debate que habían dejado atrás ni las campanas que había en las ramas; solamente algunos insectos nocturnos que se ocupaban de sus cosas a la sombra de aquellas bestias.

Jerichau tenía la mirada puesta en ella —Suzanna lo notaba—, pero la muchacha era incapaz de levantar la cabeza para mirarlo a su vez.

—Creo que quizá… —empezó a decir Jerichau. Pero luego se detuvo.

Los insectos siguieron parloteando sin parar; parecían mofarse de los esfuerzos que Jerichau hacía por encontrar las palabras oportunas.

Lo intentó de nuevo.

—Sólo quiero decirte esto: sé que tú eres la persona adecuada para cualquier cosa. —Suzanna iba a sonreír ante aquella cortesía, pero él continuó hablando—. No. No es eso lo que quería decir. —Jerichau tomó aire fresco y por fin se atrevió—: Quiero ir contigo.

—¿Conmigo?

—Cuando vuelvas al Reino. Sea con la alfombra o sin ella, yo quiero estar contigo.

Ahora Suzanna alzó la mirada y se dio cuenta de que la expresión que Jerichau tenía en el rostro era la de un acusado en espera del veredicto; estaba pendiente hasta del parpadeo de las pestañas de la muchacha.

Suzanna sonrió mientras trataba de encontrar una respuesta. Por fin dijo:

—Claro, claro. Me gustaría mucho.

—¿De verdad? —le preguntó Jerichau tragando saliva—. ¿De verdad que te gustaría? —La ansiedad le desapareció del rostro, y una sonrisa radiante la sustituyó—. Gracias —continuó—. Desearía con toda el alma que fuéramos amigos.

—Pues seremos amigos —repuso ella.

Suzanna notaba el frío helado de la piedra en la espalda; Jerichau delante de ella, rezumaba calor. Y allí estaba ella, precisamente donde Romo le había aconsejado que estuviera: en el medio.

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