IV.
QUEBRANTANDO LA LEY

1

Era la voz de Jerichau lo que oía, a Suzanna no le cabía la menor duda, y el tono se elevaba en protestas sin palabras. El grito la sobresaltó y sirvió para sacarla del foso de tinieblas en el que se hallaba sumida desde que Hobart se fuera. En cuestión de segundos la muchacha llegó hasta la puerta y se puso a aporrearla.

—¿Qué sucede? —exigió.

No recibió respuesta del guardián que había al otro lado; sólo otro grito, uno que partía el corazón, emitido por Jerichau. ¿Qué le estarían haciendo?

Suzanna había vivido toda su vida en Inglaterra y, puesto que no había tenido nunca más de un conocimiento superficial de la Ley, había supuesto que ésta era un animal bastante saludable. Pero ahora se encontraba en las entrañas de ese animal, y se dio cuenta de que estaba enfermo; muy enfermo.

De nuevo se puso a repiquetear en la puerta, y de nuevo se quedó sin respuesta. Lágrimas de impotencia comenzaron a escapársele, haciendo que le escocieran los senos nasales y los ojos. Se apoyó de espaldas contra la puerta y trató de sofocar aquellos sollozos con la mano, pero no había manera de controlarlos.

Al darse cuenta de que el oficial que estaba en el pasillo podría oír sus lamentos, Suzanna se dirigió hacia el otro extremo de la celda. Pero algo hizo que se detuviera en seco. Con la vista todavía nublada por las lágrimas vio que las que se había secado con el dorso de la mano ya no parecían en absoluto lágrimas. Eran de un color casi plateado; y estallaron, mientras ella las observaba, convirtiéndose en diminutas esferas luminosas. Aquello era como uno de los cuentos del libro de Mimi: una mujer que derramaba lágrimas vivientes. Sólo que aquello no era ningún cuento de hadas. La visión era, en cierto modo, más real que las paredes de hormigón que la aprisionaban; más real incluso que el dolor que la había hecho derramar aquellas lágrimas.

Era el menstruum lo que estaba derramando en forma de lágrimas. No lo había sentido moverse en su interior desde que se arrodillara junto a Cal en el almacén, y los acontecimientos se habían sucedido tan aprisa desde entonces que no había tenido tiempo para detenerse demasiado a pensar en ello. Pero ahora notaba de nuevo aquel torrente, y una oleada de regocijo la recorrió de arriba abajo.

Pasillo abajo volvió a oír gritar a Jerichau; y, como respuesta, el menstruum, brillante hasta llegar a ser cegador, se desbordó en el sutil cuerpo de Suzanna.

Sin poder contenerse, ésta lanzó un grito, y el torrente de brillos se convirtió en una verdadera riada, pues comenzó a salirle por los ojos, por los orificios nasales y por entre las piernas. Posó la mirada en la silla que había ocupado Hobart y, en un instante ésta, ella sola, salió disparada contra la pared y golpeó ruidosamente con el hormigón, como si el pánico la hubiese asaltado y estuviera deseando desaparecer de la vista de la muchacha. A continuación fue la mesa la que se aplastó haciéndose astillas.

Desde el otro lado de la puerta le llegó el sonido de varias voces llenas de consternación. A Suzanna no le importó. La marea se había apoderado de su consciencia, se veía a sí misma desde el punto más lejano que alcanzaba el menstruum; tenía los ojos enloquecidos y con la sonrisa daba origen al río. Miraba todo desde el techo, hacia donde su yo líquido se alzaba en forma de espuma.

Detrás de ella, alguien estaba abriendo las cerraduras de la puerta. «Seguro que vienen con porras —pensó Suzanna—. Estos hombres me tienen miedo. Y con razón. Soy su enemiga, y ellos son los míos».

Se dio la vuelta. El oficial que había aparecido en el marco de la puerta tenía un aspecto penosamente frágil; aquellas botas y botones que llevaba no eran más que los sueños de fuerza de un hombre débil. Se quedó con la boca abierta ante la escena que tenía ante él, todos los muebles reducidos a yesca y la luz danzando en las paredes. Luego el menstruum comenzó a avanzar hacia él. Suzanna siguió tras el menstruum cuando éste arrojó al hombre a un lado. Algunas partes de su propia consciencia se alejaron dejando una estela tras ella, le arrebataron al oficial la porra de la mano y la rompieron en pedazos; otras partes se agitaban dentro del cuerpo físico de Suzanna, doblando esquinas, buscando debajo de las puertas y pronunciando en voz alta el nombre de Jerichau.

2

El interrogatorio del sospechoso varón había resultado por completo decepcionante para Hobart. O aquel hombre era un imbécil o un actor puñeteramente bueno; tan pronto respondía a sus preguntas con más preguntas como empezaba a hablar en forma de adivinanzas. El inspector había renunciado ya a obtener algo que tuviese algún sentido del prisionero, de modo que lo había dejado en compañía de Laverick y Boyce, dos de sus mejores hombres. A no tardar ellos conseguirían que aquel hombre escupiera la verdad junto con los dientes.

En el piso superior, ante su escritorio, Hobart acababa de comenzar un minucioso análisis del libro de códigos cuando oyó un gran ruido de destrozos que procedía de abajo. Después Patterson, el oficial que había dejado vigilando a la mujer, empezó a chillar.

Se encaminaba escaleras abajo para investigar qué sucedía cuando se vio inexorablemente presa de una urgente necesidad de vaciar la vejiga; un deseo que se fue convirtiendo en un agonizante sufrimiento a medida que descendía por las escaleras, Hobart se negó a permitir que aquello le detuviese, pero cuando llegó a la parte inferior de las escaleras estaba casi doblado a causa del dolor.

Patterson se encontraba sentado en la esquina del pasillo tapándose la cara con las manos. La puerta de la celda estaba abierta.

—¡Levántate, hombre! —le exigió Hobart. Pero el oficial sólo era capaz de seguir sollozando como un niño. Hobart lo dejó con lo suyo.

3

Boyce había observado que la expresión del rostro del sospechoso cambiaba justo unos segundos antes de que la puerta de la celda se abriera de golpe, y casi se le rompió el corazón al comprobar que una amplia sonrisa aparecía en aquellas facciones que a él le había costado tantos sudores tratar de aterrorizar. Estaba a punto de ponerse a apalear aquella sonrisa hasta el día del Juicio Final, cuando oyó decir a Laverick, que había hecho un descanso y se estaba fumando un cigarrillo en el rincón más apartado:

—Jesucristo.

Y un instante después…

¿Qué había ocurrido un instante después?

Primero la puerta se había puesto a traquetear como si un terremoto aguardase al otro lado; luego Laverick había dejado caer el cigarrillo y se había puesto rápidamente en pie. Boyce, sintiéndose enfermo como un perro, había extendido la mano con intención de interponer al sospechoso que tenían como rehén ante lo que quiera que fuese aquello que estaba golpeando la puerta. Pero no le dio tiempo a hacerlo. La puerta se abrió de par en par dando un fuerte golpe —un extraño brillo inundó entonces la celda—, y Boyce notó que el cuerpo se le debilitaba hasta el punto de que estuvo en un tris de desmoronarse. Instantes después algo se apoderó de él y lo obligó a dar vueltas y más vueltas sobre los talones. Boyce se encontraba del todo indefenso contra aquel abrazo. Lo único que consiguió hacer fue ponerse a gritar mientras aquella fuerza fría le penetraba a chorros por todos los orificios del cuerpo. Después, tan súbitamente como se había apoderado de él, aquello lo soltó. Boyce fue a parar contra el suelo de la celda al mismo tiempo que una mujer, que le pareció a la vez desnuda y vestida, entraba por la puerta. Laverick también la había visto, y estaba diciéndole a gritos algo que la corriente que Boyce tenía en los oídos —algo así como si le estuvieran lavando el cráneo en medio de un río— ahogó por completo. Aquella mujer le produjo un terror que sólo había experimentado antes en sueños. Se esforzó por recordar algún ritual que le sirviera de protección contra aquella clase de terrores, un ritual que Boyce conocía desde antes de saber incluso su propio nombre. Tenía que actuar deprisa, de eso se daba perfecta cuenta. Aquella corriente estaba a punto de arrebatarle la mente.

La mirada de Suzanna se detuvo en los torturadores durante un instante; era Jerichau quien la preocupaba. Éste tenía el rostro en carne viva e hinchado a causa de los repetidos golpes, pero sonrió al ver a su salvadora.

—Deprisa —le dijo Suzanna tendiéndole una mano.

Jerichau se puso en pie, pero no quiso acercarse a ella. Suzanna pensó que también tenía miedo. O, si no miedo, por lo menos respeto.

—Tenemos que irnos…

Jerichau asintió con la cabeza. La muchacha volvió a salir al pasillo confiando en que él la seguiría. En los escasos minutos transcurridos desde que el menstruum comenzara a fluir por ella, Suzanna había conseguido ejercer cierto control sobre el mismo, como una novia que aprendiese a arrastrar y a recoger la larga cola del vestido de boda. Ahora, al salir de la celda, llamó mentalmente a aquella oleada de energía, y ésta acudió tras ella.

Se alegró de aquella obediencia, porque al echar a andar por el pasillo vio que Hobart aparecía al final del mismo. A Suzanna le flaqueó la confianza durante un momento, pero al policía el simple hecho de verla —o de ver lo que fuese que viera en lugar de Suzanna— le basto para detenerse en seco. Parecía no dar crédito a lo que veían sus ojos, porque empezó a sacudir violentamente la cabeza de un lado a otro. Recobrando la confianza, Suzanna empezó a avanzar hacia él. Las luces se balanceaban frenéticamente por encima de la cabeza, de la muchacha. Las paredes de hormigón se resquebrajaban cuando les ponía los dedos encima, como si con un mínimo esfuerzo pudiera hacer que se rompieran y se abrieran en dos. La idea de una cosa semejante empezó a hacerla reír. El sonido de aquella risa suya fue demasiado para Hobart. Retrocedió y desapareció escaleras arriba.

Nadie más volvió a molestarlos mientras se escapaban. Subieron por las escaleras y luego atravesaron el despacho, ya abandonado. La mera presencia de Suzanna hacía que montones de papeles volaran por el aire y después volvieran a caer como enormes confetti. («Estoy casada conmigo misma», le anunció a Suzanna su propia mente.) Luego se encontró saliendo por la puerta hacia la noche, afuera; Jerichau se mantenía detrás de ella, a una respetuosa distancia. No le dio las gracias. Se limitó a decirle:

—Tú puedes encontrar la alfombra.

—No sé cómo.

—Que el menstruum te muestre cómo —le dijo Jerichau.

Aquella respuesta no tenía demasiado sentido para la muchacha hasta que Jerichau extendió una mano, con la palma vuelta hacia arriba.

—Nunca había visto el menstruum con tanta fuerza en nadie —le dijo—. Puedes encontrar la Fuga. Ella y yo…

No tuvo necesidad de terminar la frase; Suzanna comprendió. Él y la alfombra estaban hechos de la misma sustancia. El Tejido era lo tejido, y viceversa. Le cogió la mano a Jerichau. En el edificio que quedaba detrás de ellos habían empezado a sonar las alarmas, pero Suzanna estaba segura de que no los perseguirían: todavía no.

El rostro de Jerichau se había convertido en un nudo de angustia. El contacto de Suzanna no le resultaba nada agradable. Pero dentro de la cabeza de ésta líneas de fuerza se movían en espiral y al final convergían. Aparecieron varias imágenes: una casa, una habitación. Y sí, también la alfombra, extendida en todo su esplendor ante ávidas miradas. Después aquellas líneas empezaron a retorcerse; otras imágenes pugnaban por captar la atención de Suzanna. ¿Era sangre aquello derramado tan copiosamente en el suelo? ¿Y era el talón de Cal lo que resbalaba en aquella sangre?

Soltó la mano de Jerichau. Éste la cerró hasta formar un puño.

—¿Qué sucede? —preguntó.

Antes de que Suzanna pudiera responder, un coche patrulla entró chirriando en el recinto. El compañero del conductor, alertado por la alarma, bajaba ya del coche y exigía a los fugitivos que se detuvieran. Empezó a avanzar hacia ellos, pero el menstruum arrojó una oleada fantasmal hacia el policía que lo levantó del suelo y lo lanzó a la calle. El conductor se arrojó fuera del coche y salió huyendo hacia la seguridad que proporcionaban los ladrillos y el mortero, dejando el vehículo abandonado por completo.

—El libro —recordó Suzanna al tiempo que se deslizaba en el asiento del conductor—. Hobart todavía tiene el libro.

—No tenemos tiempo de volver atrás —le indicó Jerichau.

Aquello resultaba fácil de decir. A Suzanna le dolía el pensar en abandonar el regalo de Mimi en manos de Hobart. Pero en el tiempo que transcurriría mientras volvía adonde se encontraba el inspector y le reclamaba el libro, la alfombra podría perderse. No le quedaba otra elección; tendría que dejar el libro en manos de Hobart.

Por raro que parezca, Suzanna estaba segura de que existían pocas manos en las que el libro pudiera estar más seguro.

4

Hobart se encerró en el retrete y dio rienda suelta a la vejiga justo antes de hacérselo en los pantalones; luego salió a enfrentarse al caos que había convertido su bien ordenado cuartel general en un campo de batalla.

Según le informaron, los sospechosos habían conseguido escapar en un coche patrulla. Aquello era un consuelo. Sería fácil seguir la pista del vehículo. El problema no era encontrarlos de nuevo, sino someterlos. Aquella mujer poseía la habilidad de provocar alucinaciones. ¿Qué otros poderes utilizaría en el caso de que se viera acorralada? Con ésta y otra docena de preguntas rondándole por la cabeza, bajó en busca de Laverick y Boyce.

Había unos cuantos hombres holgazaneando a la puerta de la celda, a todas luces poco dispuestos a poner el pie dentro. «Los ha masacrado», pensó el inspector, y no pudo negar un escalofrío de satisfacción ante el hecho de que las apuestas de pronto fueran mucho más altas. Pero no fue a sangre a lo que olió al llegar a la puerta, sino a excrementos.

Laverick y Boyce se habían despojado de los uniformes y se habían embadurnado de pies a cabeza con el producto de sus propias entrañas. Ahora estaban gateando por la celda como animales, sonriendo de oreja a oreja, muy contentos por lo visto consigo mismos.

—Jesucristo —exclamó Hobart.

Al sonido de la voz del amo, Laverick alzó la mirada y trató de pronunciar algunas palabras a modo de explicación. Pero el paladar no consiguió ponérsele de acuerdo con la lengua. En lugar de eso, el hombre se arrastro hacia un rincón y escondió la cabeza.

—Será mejor que los limpiéis con una manguera —le indicó Hobart a uno de los oficiales—. No podemos dejar que sus esposas los vean así.

—¿Qué ha pasado, señor? —le preguntó el hombre.

—Todavía no lo sé.

Patterson apareció, procedente de la celda donde había estado retenida la mujer, con rastros de lágrimas en la cara. Tenía algunas palabras de explicación.

—Está poseída, señor —le explicó—. Abrí la puerta y los muebles estaban a medio camino pared arriba.

—Guárdate la histeria para ti solo —le dijo Hobart.

—Se lo juro, señor —protestó Patterson—. Se lo juro. Y además estaba aquella luz…

—¡No, Patterson! ¡Tú no has visto nada! —Hobart se dio la vuelta en redondo hacia el resto de los espectadores—. Si a alguno de vosotros se le escapa una palabra de esto, tendrá que vérselas con algo peor que comer mierda. ¿Me entendéis?

Hubo mudas muestras de asentimiento con la cabeza por parte de los reunidos.

—¿Y éstos? —preguntó uno echando una breve mirada al interior de la celda.

—Ya os lo he dicho. Fregadlos bien y llevadlos a casa.

—Pero es que son como niños —protestó alguien.

—Pero son niños míos —repuso Hobart. Y puso rumbo al piso superior, donde podría sentarse y mirar en privado los dibujos del libro.

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