VII.
LAS CONSECUENCIAS

1

Una vez que el polvo hubo empezado a asentarse, fue posible calcular el alcance de la devastación. El jardín había quedado vuelto del revés, naturalmente, igual que todos los demás jardines de la misma acera; faltaban docenas de tejas de pizarra del tejado y la chimenea parecía bastante menos segura que antes. Aquel viento había resultado igualmente letal en la parte delantera de la casa. A lo largo de toda la calle había causado estragos: farolas derribadas, tapias que habían volado en el viento. Afortunadamente no parecía que hubiera heridos graves; sólo cortes, magulladuras y sustos. Lilia —de quien no quedaba ni señal— era la única víctima mortal.

—Ésa era la criatura de Immacolata —le dijo Nimrod—. La mataré por esto. Juro que lo haré.

La amenaza sonó doblemente irónica al proceder de aquel cuerpo diminuto.

—¿Para qué? —le preguntó Cal con tono pesimista. Estaba mirando por la ventana delantera cómo los habitantes de la calle Chariot deambulaban de una parte a otra sumidos en un estado de aturdimiento, unos mirando fijamente las ruinas, otros mirando de reojo al cielo como si esperasen que allí hubiera escrita alguna clase de explicación.

—Hemos ganado una victoria sustancial esta tarde, señor Mooney —le dijo Frederick—. ¿No lo comprende? Y todo ha sido obra de usted.

—Pues vaya victoria —comentó Cal con amargura—. Mi padre ahí sentado sin pronunciar una palabra; Lilia muerta, media calle destrozada…

—Volveremos a luchar —dijo Freddy— hasta que la Fuga se encuentre a salvo.

—¿Que vamos a luchar? —inquirió Nimrod—. ¿Y dónde estabas tú cuando la mierda esa estaba volando?

Cammell estuvo a punto de contestar, pero luego lo pensó y permitió que el silencio confesase su cobardía.

Dos ambulancias y varios coches de Policía habían llegado al final de la calle Chariot. Al oír las sirenas, Nimrod se reunió con Cal ante la ventana.

—Uniformes —masculló—. Los uniformes siempre significan problemas.

Mientras Nimrod hablaba, el coche del jefe de Policía se abrió, y un hombre vestido con un sobrio traje salió de él alisándose el escaso pelo que tenía con la palma de la mano. A Cal le resultaba conocida la cara de aquel individuo —los ojos rodeados por unas ojeras tan pronunciadas que parecía que no hubiera dormido desde hacía años—, pero, como le sucedía siempre, no consiguió dar con su nombre.

—Deberíamos marcharnos —le dijo Nimrod—. Querrán hablar con nosotros…

Pero ya una docena de policías uniformados se estaban desplegando por entre las casas dispuestos a empezar las pesquisas. Cal se preguntó qué demonios tendrían que informar sus vecinos de la calle Chariot. ¿Habrían podido vislumbrar algo de la criatura que había matado a Lilia? Y, en ese caso, ¿lo confesarían?

—Yo no puedo irme —le indicó Cal—. No puedo abandonar a mi padre.

—¿Acaso crees que no van a olerse que hay gato encerrado si logran hablar contigo? —le preguntó Nimrod—. No seas imbécil. Deja que tu padre les diga todo lo que tenga que decir. No se lo creerán.

Cal se daba cuenta de que aquello era sensato, pero aún se mostraba reacio a dejar solo a Brendan.

—¿Qué ha sido de Suzanna y de los demás? —le preguntó Cal a Cammell mientras consideraba cuidadosamente el problema.

—Volvieron al almacén para ver si podían encontrar la pista de Shadwell desde allí —repuso Freddy Cammell.

—No es probable que lo consigan, ¿verdad? —quiso saber Cal.

—A Lilia le funcionó bien —repuso Freddy.

—¿Quieres decir que sabes dónde está la alfombra?

—Casi. Lilia y yo volvimos a la casa de Laschenski, ,¿sabes? Para ver si desde allí conseguíamos orientarnos. Ella dijo que los ecos eran muy fuertes.

—¿Los ecos?

—Desde donde está ahora la alfombra hasta donde había estado.

Freddy se puso a rebuscar en el bolsillo y sacó tres brillantes nuevos libros encuadernados en rústica, uno de los cuales era una guía de Liverpool y su área. Los otros eran misterios de asesinatos.

—Los he tomado prestados en una papelería —dijo— para buscar el rastro de la alfombra.

—Pero no lo has conseguido —apuntilló Cal.

—Como ya te he dicho, estuvimos a punto. Nos interrumpió el hecho de que Lilia sintiera la presencia de esa cosa que acabó matándola.

—Siempre fue muy aguda —observó Nimrod.

—Ya lo creo que sí —intervino Freddy—. En cuanto olfateó la bestia en el viento se olvidó por completo de la alfombra. Nos exigió que viniéramos a prevenirte. Y ése fue nuestro error. Debimos quedarnos donde estábamos.

—En ese caso nos habría cogido de uno en uno —comentó Nimrod.

—Espero por Dios que no fuera a buscar a los otros primero —dijo Cal.

—No. Están vivos —le indicó Freddy—. Si no lo estuvieran nosotros lo presentiríamos.

—Tiene razón —dijo Nimrod—. Podemos encontrar el rastro con bastante facilidad. Pero ahora tenemos que irnos ya. Una vez que los tipos de los uniformes lleguen aquí, estaremos atrapados.

—Muy bien, ya te oí la primera vez —le dijo Cal—. Permitidme tan sólo que me despida de mi padre.

Se dirigió a la habitación de al lado. Brendan no se había movido desde que Cal lo instalara en la silla.

—Papá… ¿me oyes?

Brendan levantó la mirada saliendo de sus penas.

—No había visto un viento igual desde la Guerra —comentó—. Un viento así… —La voz se le apagó. Luego dijo—: ¿Vendrá aquí? ¿La Policía?

—Yo diría que sí, papá. ¿Te encuentras lo suficientemente bien para hablar con ellos? Tengo que irme.

—Claro que tienes que irte —dijo Brendan en un murmullo—. Tú vete.

—¿Te importa que me lleve el coche?

—Llévatelo. Yo puedo decirles… —De nuevo se detuvo, antes de coger el hilo de sus pensamientos—. No había visto un viento así desde… oh, desde la guerra.

2

El trío salió por la puerta de atrás, saltaron la valla y se dirigieron al puente peatonal que había al final de la calle Chariot, tras atravesar el terraplén. Desde allí pudieron ver la magnitud de la multitud que se había congregado desde calles vecinas, ansiosos por ver el espectáculo.

Una parte de Cal rabiaba por bajar y contarles lo que había visto. Por decirles: «El mundo no es sólo la taza de té y la tetera. Yo lo sé, porque yo lo he visto». Pero se guardó las palabras, sabiendo el modo como lo mirarían si se atreviese a hacerlo.

Quizá llegaría un tiempo en que pudiera no enorgullecerse, en que pudiera contarles a los de su tribu los terrones y milagros que ellos compartían con el mundo. Pero por ahora aquél no era el momento.

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