IV.
LOS NÓMADAS
1
El transcurso del invierno resultó ciertamente pesado para Cal, pero para Suzanna albergó peligros muchos peores que el aburrimiento y las pesadillas.
Aquellos peligros habían comenzado el día siguiente de la noche que pasó en la Fuga, cuando Shadwell estuvo a punto de capturarla a ella y a los hermanos Peverelli. Su vida y la de Jerichau, con quien ella se había reunido en la calle que pasaba por detrás de la propiedad de Shearman, apenas habían dejado de estar en peligro desde entonces.
Ya le habían advertido de esto en la Casa de Capra, y también de muchas otras cosas. Pero de todo lo que había aprendido allí, el tema que más profunda impresión le había causado era el Azote. Los consejeros se habían puesto pálidos al hablar de cuan cerca del exterminio se habían visto las familias. Y aunque los enemigos que ahora iban pisándoles los talones —Shadwell y Hobarteran de una índole muy diferente—, ella no podía evitar creer que estos y el Azote brotaban de la misma tierra venenosa. Todos eran, cada cual a su manera, enemigos de la vida.
Y eran igualmente implacables. Permanecer un paso por delante del Vendedor y de su nuevo aliado resultaba agotador. Suzanna y Jerichau habían dispuesto de unas pocas horas de gracia el primer día, cuando una falsa pista dejada por los hermanos había alcanzado el éxito al confundir a los sabuesos, pero hacia el mediodía Hobart había recuperado de nuevo el rastro. La muchacha no había tenido más remedio que abandonar la ciudad aquella misma tarde en un coche de segunda mano comprado para sustituir al vehículo de la Policía que habían robado. Usar su propio coche, Suzanna lo comprendía, habría sido como enviar al aire señales de humo.
Un hecho la sorprendía: no había rastro alguno, ni el día en que se había vuelto a tejer la alfombra ni en lo sucesivo, de Immacolata. ¿Sería posible que la Hechicera y sus hermanas hubieran decidido quedarse en la alfombra? ¿O incluso que hubiesen quedado atrapadas en ella en contra de su voluntad? Quizá aquello fuera esperar demasiado. Sin embargo, el menstruum —al que Suzanna cada día estaba más capacitada para controlar y utilizar— nunca le mostraba el menor indicio de la presencia de Immacolata.
Jerichau se mantuvo a una respetuosa distancia en aquellas primeras semanas; incómodo, quizá, por la preocupación de Suzanna con el menstruum. Él no podía serle útil en el proceso de aprendizaje; la fuerza que la muchacha poseía era un misterio para él; su virilidad la temía. Pero poco a poco Suzanna lo fue convenciendo de que ni dicha fuerza ni ella (si es que podían considerarse dos entidades separadas) albergaban el menor atisbo de mala voluntad hacia él, y Jerichau comenzó a encontrarse menos incómodo en compañía de aquellos poderes. Suzanna incluso pudo hablarle de la primera vez que había tenido acceso al menstruum, y de cómo éste a continuación había ahondado en Cal. Ella agradecía la oportunidad de hablar de aquellos sucesos, pues los había tenido guardados demasiado tiempo, consumiéndola. Jerichau tenía pocas respuestas que darle, pero el mero hecho de poder contarlo parecía aliviar la ansiedad de la muchacha. Y cuando más se relajaba, más mostraba el menstruum lo que valía. Le confería un poder que resultó inestimable durante aquellas semanas; una habilidad para la premonición que le mostraba formas fantasmales del futuro. Había visto el rostro de Hobart en las escaleras, a la puerta de la habitación donde ellos se ocultaban, y había sabido así que el policía llegaría al lugar donde estaban antes de que transcurriera mucho tiempo. A veces también veía a Shadwell, pero en la mayor parte de las ocasiones a quien veía era a Hobart, con ojos desesperados, pronunciando el nombre de ella con aquellos labios tan delgados. Era la señal que indicaba que había que seguir huyendo, naturalmente, fuera cual fuese la hora del día o de la noche. Hacer las maletas, recoger la alfombra, y marcharse.
Suzanna poseía además otros talentos, todos ellos enraizados en el menstruum. Podía ver las luces que Jerichau le mostrara por primera vez en la calle Lord; y después de un período sorprendentemente breve, casi no las notaba: no eran más que una información como otra cualquiera —como la expresión de un rostro o el tono de una voz— que utilizaba para interpretar el temperamento de un desconocido. Y había otra habilidad visionaria que ahora poseía, situada entre las premoniciones y los halos, es decir, que podía ver las consecuencias de los procesos naturales. No veía sólo el brote, sino la flor en que aquel brote se habría convertido al llegar la primavera y, si miraba un poco más lejos, el fruto que vendría a continuación. Aquella capacidad de percepción del potencial de las cosas tuvo varias consecuencias. Por una parte, Suzanna dejó de comer huevos. Por otra, se encontró luchando contra un fatalismo engañoso que, si no se hubiera resistido, habría podido dejarla a la deriva en un mar de cosas inevitables, siguiendo cualquier camino por donde el futuro hubiera querido guiarla.
Fue Jerichau quien la ayudó a salvarse de esa peligrosa marea con aquel ilimitado entusiasmo suyo por ser y hacer. Aunque la flor y la marchitación de la flor fueran algo inevitable, tanto los Humanos como los Videntes tenían decisiones que tomar antes de la muerte: sendas por las que viajar y sendas que ignorar.
Una de aquellas decisiones que tomar fue si seguir siendo compañeros o convertirse en amantes. Eligieron ser amantes, aunque ocurrió con tanta naturalidad que Suzanna no habría sabido decir con precisión en qué momento se tomó tal decisión. Ciertamente, nunca hablaban de ello de forma explícita; aunque quizá hubiera flotado en el aire desde la conversación que mantuvieran en aquel campo cercano a la Casa de Capra. Sencillamente parecía lo más normal que se consolasen así el uno con el otro. Jerichau era un compañero de cama sofisticado, muy sensible a los más sutiles cambios de humor; tan pronto estallaba en ruidosas carcajadas como adquiría una gran seriedad.
Además era, con gran regocijo por parte de Suzanna, un brillante ladrón. A pesar de todas las vicisitudes que comporta la vida de fugitivos, comían (y viajaban) como reyes sencillamente porque Jerichau tenía los dedos muy ligeros. La muchacha no lograba averiguar cómo su compañero conseguía tener tanto éxito, si se trataba de algún sutil encantamiento que emplease para distraer la mirada de cualquier observador, o si era que, sencillamente, había nacido ladrón. Fuera cual fuese el método que empleaba, podía robar cualquier cosa, grande o pequeña, y raramente pasaba un día sin que probase alguna cara delicadeza o se dieran el gusto de complacer su recién descubierta pasión por el champán.
Aquello hacía también más fácil la huida en el terreno práctico, porque eran capaces de cambiar de coche con tanta frecuencia como les apeteciera, dejando un rastro de vehículos abandonados a lo largo del camino que seguían. Dicho camino no los llevaba en ninguna dirección determinada; simplemente, viajaban hacia donde les indicaba el instinto. La intencionalidad, le había dicho Jerichau, era la manera más fácil de dejarse coger. Un día, mientras viajaban, le explicó a Suzanna que él nunca tenía intención de robar, al menos no hasta después de haberlo hecho; y que de ese modo nadie sabía nunca qué era lo que se proponía hacer, porque ni siquiera él mismo lo sabía. A Suzanna le gustaba aquella filosofía; y también le atraía el sentido del humor de Jerichau. Si alguna vez conseguía regresar a Londres —a su arcilla y su horno— vería si aquella nación era capaz de producir estética además de sentido criminal. Quizá dejarse ir fuese el único control verdadero. ¿Qué clase de objetos de cerámica haría si trataba de no pensar en ello?
El truco, sin embargo, no los libró de sus perseguidores, sino que sólo sirvió para mantenerlos a distancia. Y en más de una ocasión aquella distancia se acortaba de una forma bastante poco tranquilizadora.
2
Habían pasado dos días en Newcastle, en un hotel pequeño situado en la calle Rudyard. Hacía una semana que llovía sin parar, y ambos habían estado contemplando la posibilidad de abandonar el país, de marcharse a algún lugar más soleado. Pero tal opción se veía descartada por serios problemas. Por una parte Jerichau no tenía pasaporte, y cualquier intento de conseguirle uno los habría sometido a ambos a un detenido escrutinio; por otra, era posible que Hobart se hubiera encargado de alertar puertos y aeropuertos de la existencia de ellos dos. Y en tercer lugar, aunque ellos pudieran viajar, la alfombra resultaría más difícil de transportar. Lo más probable era que se vieran obligados a perderla de vista, y Suzanna no estaba dispuesta a tal cosa.
La discusión fue de un tema a otro mientras se comían una pizza y bebían champán. La lluvia azotaba el cristal de la ventana.
Y entonces a Suzanna le empezó aquel aleteo en el bajo vientre que ya había aprendido a reconocer como presagio de algo. Miró hacia la puerta y durante unos angustiosos momentos pensó que el menstruum había llegado demasiado tarde a darle el aviso, porque vio abrirse la puerta y allí estaba Hobart, mirándola directamente a la cara.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Jerichau.
Aquellas palabras le hicieron caer en la cuenta de su error. El fantasma que veía esta vez era más sólido que nunca, lo que probablemente significaba que el acontecimiento que anunciaba era inminente.
—Hobart —repuso la muchacha—. Y no creo que dispongamos de mucho tiempo.
Jerichau puso cara de contrariedad, pero no cuestionó la autoridad de Suzanna en tal materia. Si ella decía que Hobart estaba cerca, era que estaba cerca. La muchacha se había convertido en la que auguraba las cosas; en la bruja. Leía en el aire y siempre hallaba en él malas noticias.
Trasladarse era un asunto bastante laborioso a causa de la alfombra. En cada lugar en donde se detenían no les quedaba más remedio que convencer o bien al propietario o bien al director del hotel de que la alfombra tenía que estar con ellos en la habitación. Cuando se marchaban se veían obligados a maniobrar para volver a meterla en el vehículo de turno de aquel día. Todo lo cual llamaba la atención de un modo que no les convenía en absoluto. Pero no les quedaba otra alternativa. Nadie había prometido nunca que el cielo fuera a ser una carga ligera de llevar.
3
Menos de treinta minutos más tarde, Hobart empujaba la puerta de la suite del hotel y la abría. Aún se notaba en la habitación el calor de la respiración de la mujer. Pero ella y aquel negro suyo ya se habían marchado.
¡Otra vez! ¿En cuántas ocasiones durante los últimos meses se había visto Hobart plantado en medio de los desperdicios que ellos dejaban atrás, había respirado el mismo aire que la muchacha y había visto en la cama las huellas de su cuerpo? Pero siempre era demasiado tarde. Siempre iban ya por delante, muy lejos, y todo lo que le quedaba era otra habitación embrujada.
No había noches de descanso para Hobart, no, ni días de paz, hasta que la atrapase y la tuviera bien sujeta. Capturarla había acabado por convertirse en una obsesión; y también en un castigo.
Demasiado bien sabía él que, en esta era de decadencia en la que cada una de las perversiones encuentra su apologista, la muchacha sería elocuentemente defendida una vez que consiguiesen capturarla. Por eso se ocupaba él personalmente de buscarla, él y unos cuantos de sus hombres, para tener ocasión de enseñarle a Suzanna el verdadero rostro de la ley antes de que los liberales vinieran con sus alegatos. Ella pagaría lo que les había hecho a los héroes de Hobart. Lloraría suplicando piedad, pero él sería fuerte y haría oídos sordos a aquellas súplicas.
Naturalmente, para ello contaba con un buen aliado: Shadwell.
No había nadie entre sus superiores en quien él confiase como confiaba en aquel hombre; eran como dos almas gemelas. Y eso le daba fuerzas.
Y, lo que era más extraño, también le daba fuerzas el libro, aquel libro de códigos que le había quitado a la muchacha. Había hecho estudiar aquel volumen minuciosamente; el papel, la encuadernación; todo había sido analizado en busca de la menor insignificancia que pudiera haber oculta. Pero no habían hallado nada. Sólo quedaban las palabras y las ilustraciones. Éstas también habían sido estudiadas por expertos. Las historias allí narradas eran, al parecer, cuentos de hadas normales y corrientes. Las ilustraciones, al igual que el texto, también aparentaban inocencia.
Pero Hobart no se dejaba engañar. Aquel libro significaba algo más que un «Frase una vez», eso no lo dudaba ni por un instante. Cuando por fin tuviera en sus manos a aquella mujer, le sacaría el significado de aquello a viva fuerza, y ningún pusilánime sería capaz de impedírselo.
4
Desde aquella ocasión en que Hobart estuvo a punto de atraparlos en Newcastle, anduvieron con más cautela. En lugar de visitar ciudades importantes, donde la presencia de la Policía era grande, empezaron a buscar comunidades más pequeñas. Aquello, naturalmente, también tenía sus desventajas. La llegada de dos forasteros y una alfombra levantaba oleadas de curiosidad y muchas preguntas.
Pero aquel cambio de táctica funcionó. Al no permanecer más de treinta y seis horas en el mismo lugar y trasladarse de modo irracional de ciudad en ciudad, de un pueblo a otro, el rastro que dejaban tras ellos se fue enfriando. Los días en que se veían libres de sabuesos se fueron convirtiendo poco a poco en semanas, y las semanas en meses, y por fin dio la impresión de que los perseguidores se hubieran dado por vencidos.
Durante aquella temporada los pensamientos de Suzanna a menudo se volvían hacia Cal. Habían pasado muchas cosas desde aquel día junto al Mersey en que él le declarase su amor. Suzanna se había preguntado a menudo hasta qué punto lo que Cal sentía era debido a cierto conocimiento inconsciente de cómo le había afectado el menstruum al entrar en él, y hasta qué punto era amor en el sentido convencional de la palabra. A veces la muchacha anhelaba coger el teléfono y llamarle para hablar con él; de hecho, lo había intentado en varias ocasiones. ¿Era paranoia lo que le había impedido hablar, o había —como le dictaba el instinto— alguna otra presencia en la línea que monitorizaba la llamada? La cuarta y la quinta vez, que llamó ni siquiera fue Cal quien contestó, sino una mujer que exigía saber quién hablaba, y al ver que Suzanna permanecía en silencio amenazó incluso con denunciarla. No volvió a llamar más; sencillamente no valía la pena correr riesgos.
Jerichau tenía opiniones al respecto.
—Mooney es un Cuco —le dijo cuando salió en la conversación el nombre de Cal—. Deberías olvidarte de él.
—Y si es un Cuco, no vale nada, ¿no es eso? —le preguntó ella—. ¿Y yo qué?
—Tú eres una de nosotros —le contestó Jerichau—. Tú eres una vidente.
—Hay muchas cosas de mí que tú no sabes —le indicó Suzanna—. Durante años y años no he sido más que una chica normal y corriente.
—Tú nunca has sido corriente.
—Oh, sí —le corrigió la muchacha—. Créeme, lo era. Y aún lo soy. Aquí —dijo dándose golpecitos en la frente—. A veces me despierto y no puedo creer lo que ha pasado…, lo que me está pasando. ¡Cuándo pienso en cómo era antes…!
—De nada sirve mirar atrás —apostilló Jerichau—. De nada sirve pensar en lo que podrían haber sido las cosas.
—Tú ya no lo haces, ¿verdad? Ya me he dado cuenta. Ni siquiera hablas de la Fuga.
Jerichau sonrió.
—¿Para qué? —dijo—. Soy muy feliz tal como estoy. Contigo. Puede que mañana sea distinto. Puede que ayer fuese distinto, no me acuerdo. Pero hoy, ahora, soy feliz. Hasta empieza a gustarme el Reino.
Suzanna recordó a Jerichau perdido entre la multitud en la calle Lord. ¡Cuánto había cambiado!
—¿Y si no vuelves a ver la Fuga nunca más?
Jerichau se quedó meditando durante un momento.
—¿Quién sabe? Mejor no pensar en eso.
Era un idilio inverosímil. Ella, aprendiendo sin cesar una nueva visión que le era transmitida por el poder que llevaba dentro. Él, cada día más seducido por el mismo mundo cuyas trivialidades Suzanna iba viendo cada vez con más claridad. Y al comprender esto, que tanto difería de las simplificaciones por las que se había regido hasta aquel momento, Suzanna tenía cada vez más la certeza de que la alfombra que transportaban era la última esperanza, mientras que Jerichau —cuyo hogar estaba contenido en el Tejido— parecía cada vez más indiferente al destino del mismo, ocupado en vivir sólo el momento presente y para el momento presente, y apenas afectado por la esperanza o el pesar. Cada vez hablaba menos de encontrar un lugar seguro para la Fuga y más de cualquier otra cosa tentadora que hubiese visto en la calle o en la televisión.
Y ahora, con frecuencia, a pesar de que Jerichau estaba su lado y le decía que siempre podría contar con él, Suzanna sentía que estaba sola.
5
Y en algún lugar, detrás de ella, Hobart también se sentía solo, incluso rodeado de sus hombres o en compañía de Shadwell; solo. Soñando con Suzanna, con el perfume que la muchacha había dejado para burlarse de él, y con las brutalidades a las que la sometería.
En aquellos sueños le ardían las manos, como le había sucedido ya en una ocasión con anterioridad, y cuando Suzanna luchaba contra él las llamas lamían las paredes de la habitación y trepaban hasta el techo hasta que la habitación se convertía en un horno. Y entonces Hobart se despertaba con las manos delante de la cara, chorreando sudor en lugar de fuego, contento de que la ley le impidiese ser presa del pánico y contento también de estar del lado de los ángeles.