X.
DELEITES SOBRENATURALES

1

El viaje se convirtió en un verdadero tormento de allí en adelante. Los acontecimientos acaecidos en el huerto habían agotado todas las reservas de energía que le quedaban a Cal. Tenía contracciones nerviosas en los músculos de las piernas, como si éstas estuvieran al borde del espasmo; las vértebras de la parte inferior de la espalda parecían haber perdido el cartílago y estar rozando unas contra otras. Trató de no pensar en lo que ocurriría cuando llegasen al Firmamento, si es que alguna vez llegaban. En óptimas condiciones, él y De Bono apenas conseguirían igualar a Shadwell. Pero tal como estaban, serían carne de cañón.

A las esporádicas maravillas que la luz de las estrellas les habían puesto de relieve —un anillo de piedras unidas por bandas de niebla susurrante; lo que, en apariencia, era una familia de muñecas, con caras pálidas e idénticas, que sonreían beatíficamente desde detrás de una silenciosa catarata de agua—. Cal no les dedicaba más que alguna mirada rápida y superficial. La única panorámica que hubiese podido poner alguna palabra de gozo en sus labios en aquel momento habría sido un colchón de plumas.

Pero hasta los misterios empezaron a escasear después de cierto tiempo, cuando De Bono lo condujo por la oscura ladera de una colina, con un suave viento que se movía en la hierba alrededor de los pies de ambos.

La luna estaba saliendo por entre un banco de cúmulos, de forma que convertía a De Bono en un fantasma a medida que avanzaba por aquella empinada pendiente. Cal lo seguía como un corderito, demasiado cansado para poner el camino en tela de juicio.

Pero poco a poco Cal se fue dando cuenta de que los suspiros que oía no eran debidos solamente a la voz del viento. Había en ellos una música oblicua; una melodía que iba y venía repetidamente.

Fue De Bono quien por fin se detuvo y dijo:

—¿Los oyes, Cal?

—Sí. Los oigo.

—Saben que tienen visita.

—¿Es esto el Firmamento?

—No —le indicó De Bono suavemente—. Al Firmamento llegaremos mañana. Estamos demasiado cansados ahora. Esta noche la pasaremos aquí.

—¿Dónde es aquí?

—¿No lo adivinas? ¿No hueles el aire? —Estaba ligeramente perfumado; olía a madreselva y jazmín—. ¿Y no notas la tierra? —La tierra estaba cálida bajo sus pies—. Esto, amigo mío, es la Montaña de Venus.

2

Tendría que haber sido lo bastante listo como para no fiarse de De Bono; a pesar de todo su heroísmo, aquel tipo no era en absoluto digno de confianza, y ahora habían perdido un tiempo precioso.

Cal echó una rápida ojeada hacia atrás, para ver si conseguía distinguir el camino por el que habían llegado hasta allí, pero no pudo: la luna se había ocultado tras el banco de nubes durante unos instantes, y por ello la ladera de la montaña se encontraba completamente a oscuras. Cuando Cal volvió a mirar hacia adelante, De Bono se había evaporado. Al oír unas risas que sonaban un trecho más adelante, Cal llamó al guía en voz alta. Volvió a oír las risas. Sonaban demasiado ligeras para ser de De Bono, pero no estaba muy seguro.

—¿Dónde estás? —preguntó; pero no obtuvo respuesta, de modo que decidió echar a andar en dirección al lugar de donde procedía la risa.

Al avanzar se adentró en un pasadizo de aire cálido. Sobresaltado, retrocedió en seguida, pero aquel calor tropical lo acompañó en su retirada; el aroma de madreselva llegó con más fuerza ahora hasta su nariz. Le hizo sentirse un poco embriagado; las piernas, doloridas como las tenía, amenazaban con doblarse bajo su peso por el puro placer de desmayarse.

Un poco más arriba, en la misma pendiente, vio otra figura, seguramente la de De Bono, que se movía en las tinieblas. Volvió a llamarlo por su nombre, y esta vez se le otorgó una respuesta. De Bono se volvió y le dijo:

—No te apures, Cuco.

La voz había adquirido una cualidad soñadora.

—No tenemos tiempo… —protestó Cal.

—No podemos…, no podemos hacer nada —le contesto la voz de De Bono alejándose y acercándose, como si se tratara de una débil señal de radio—. Esta noche no podemos hacer nada…, excepto el amor

La última palabra se apagó, igual que De Bono, derritiéndose en la oscuridad.

Cal se dio la vuelta. Tenía la seguridad de que De Bono le había hablado desde un punto de la montaña situado más arriba, lo que significaba que si se volvía de espaldas a aquel punto y echaba a andar, volvería por el mismo camino por el que habían venido.

El calor lo acompañó cuando se dio la vuelta. «Me buscaré otro guía —pensó vagamente—; me buscaré otro guía y llegaré al Firmamento». Tenía una cita con alguien a la que debía acudir. ¿Con quién? Los pensamientos de Cal iban y venían igual que la voz de De Bono. Ah, sí; con Suzanna.

Al mismo tiempo que pronunciaba mentalmente el nombre de la muchacha, el calor de algún modo se alió con las piernas de Cal y aquella conspiración le hizo caerse al suelo. No estaba seguro de cómo había podido ocurrir aquello —no había tropezado ni lo habían empujado—, pero en un instante tenía la cabeza apoyada en el suelo y, oh, qué agradable resultaba. Era como volver al lecho de la amante una mañana mientras cae la escarcha. Se estiró para dar satisfacción a aquellos cansados miembros suyos, diciéndose a sí mismo que sólo se quedaría allí tumbado el tiempo suficiente para recobrar un poco de energía con la que afrontar las pruebas que lo aguardaban.

No Cal, ni siquiera Calhoun, sino:

—Mooney…

No era la voz de De Bono, sino la de una mujer.

—¿Suzanna?

Trató de sentarse, pero se sentía tan pesado, tan cargado del polvo del viaje, que ni siquiera logró moverse. Quiso desprenderse de aquel peso de forma semejante a como las serpientes se desprenden de la piel, pero permaneció allí tendido, incapaz de mover un dedo, mientras la voz lo llamaba una y otra vez, apagándose cuando iba a buscarlo a regiones más elevadas.

Quería seguir aquella voz; y, sin previo aviso, notó que el anhelo empezaba a convertirse en realidad al mismo tiempo que la ropa se le desprendía del cuerpo; se puso a reptar por la hierba con el vientre pegado a la tierra. No estaba muy seguro de la manera en que era transportado, porque no notaba movimiento alguno en sus miembros y la respiración no se le había acelerado a causa del esfuerzo. En realidad se veía tan liberado de toda sensación que era como si estuviera abandonando el cuerpo y el aliento tras él, junto con la ropa.

Pero una cosa sí que se había llevado consigo: luz. Una luz fría y pálida que iluminaba a su alrededor la hierba y las pequeñas flores de montaña que crecían por allí; una luz que viajaba tan cerca de Cal que hubiera podido estar irradiada por él mismo.

A unos cuantos metros de donde Cal se estaba moviendo vio a De Bono tumbado, durmiendo sobre la hierba, con la boca abierta como la de un pez. Avanzó hacia el durmiente para hacerle algunas preguntas, pero antes de llegar hasta él algo le llamó la atención. A pocos metros de donde yacía De Bono había unos rayos de luz que brotaban de la tierra oscura. Cal avanzó hacia el cuerpo de su compañero, y la luz que Cal llevaba estuvo a punto de despertar a De Bono; después se dirigió hacia aquel nuevo misterio.

Pronto el misterio estuvo resuelto. Había varios agujeros en la tierra. Se acercó al borde del que estaba más cercano y miró hacia abajo. Ahora Cal vio que toda la montaña estaba hueca. Bajo él había una extensa caverna en cuyo interior se movía cierto brillo. Aquéllas eran, presumiblemente, las presencias de las que le había hablado De Bono.

Ahora Cal confirmó la sospecha de que se había dejado el cuerpo atrás, en algún lugar a lo largo del camino, porque se deslizó por el agujero —aunque éste no tenía anchura suficiente para permitir que pasara por él la cabeza, y mucho menos los hombros— fue a caer en las capas superiores de aire de la caverna.

Allí se quedó revoloteando, y contempló el ritual que se estaba llevando a cabo abajo.

A primera vista los que llevaban a cabo el ritual parecían esferas de gas luminoso; eran quizá unas cuarenta, algunas grandes, otras diminutas, de colores que iban desde frescos tonos pastel hasta amarillos pálidos y rojos. Pero al caer flotando hacia abajo desde la cúpula de la caverna, atraído no por la gravedad, sino por el simple deseo de saber, Cal se dio cuenta de que aquellos globos distaban mucho de encontrarse vacíos. Dentro de sus limites iban apareciendo distintas formas, como fantasmas de geometría perfecta. Aquellas visiones eran efímeras, duraban como mucho algunos segundos antes de que pálidas nubes las cubrieran por completo y nuevas configuraciones ocuparan su lugar. Pero duraban lo suficiente para que él pudiera ver lo que eran.

En varias de las esferas distinguió formas que parecían fetos humanos, con enormes cabezas y extremidades semejantes a hebras que les envolvían todo el cuerpo. Pero no bien los había visto cuando ya desaparecían, y en su lugar se veía una gran salpicadura de azul brillante que convertía a la esfera en un enorme globo ocular. En otra los gases se dividían una y otra vez, como una célula enamorada de sí misma; en una tercera las nubes se habían convertido en ventisca, en cuyas profundidades Cal vio un bosque y una colina.

Tenía la certeza de que todas aquellas entidades eran conscientes de que él se encontraba en la caverna, aunque ninguna rompió el ritmo de sus movimientos para darle la bienvenida. Cal no se sintió ofendido por ello. La danza que describían era elaborada, y no sería poca la confusión que se habría producido en el caso de que alguna de ellas se hubiese desviado de su curso. Había una exquisita inevitabilidad en aquel movimiento; algunas de las esferas se movían sin cesar hasta llegar a una distancia de las otras tan diminuta como la anchura de un cabello, pero luego se balanceaban alejándose un instante antes de que tuviera lugar la desastrosa colisión; otras procedían en familias, unas en torno a otras, mientras se movían simultáneamente en el gran círculo que giraba en el centro de la caverna.

Pero en aquel lugar, sin embargo, había otras cosas que tuvieron la virtud de fascinar a Cal además de la tranquila majestad de la danza, porque por dos veces, en el flujo de una de las esferas más grandes, divisó una imagen portadora de una extraordinaria carga erótica. Una mujer desnuda, cuyos miembros desafiaban todas las leyes de la anatomía, flotaba en medio de una almohada de nubes, en una postura que era pura exhibición sexual.

Cuando Cal la miraba ella desaparecía, dejándole en la mente la imagen de la invitación; los labios, la vagina, las nalgas. No había nada que recordara a una puta en toda aquella exhibición; un crimen así habría sido una deshonra, cosa que no tenía cabida en aquel círculo encantado. Las presencias estaban demasiado enamoradas de la existencia para ocuparse de semejantes tonterías.

También amaban la muerte, de una forma igual de inequívoca. Una de las esferas tenía en el centro un cadáver podrido y cubierto de moscas, y lo revelaba con el mismo deleite que sus glorias compañeras.

Pero la muerte no le interesaba a Cal; le interesaba la mujer.

«No podemos hacer nada esta noche —le había dicho De Bono—, excepto el amor». Y ahora Cal se daba cuenta de que aquello era cierto.

Pero el amor tal como él lo había conocido arriba, en el suelo, no resultaba muy apropiado allí. La mujer contenida en la esfera no necesitaba palabras tiernas; le ofrecía libremente su compañía. La cuestión era: ¿cómo le expresaría Cal el deseo que sentía? Se había dejado atrás la erección, sobre la Montaña de Venus.

No tenía que haberse preocupado; ella ya estaba al corriente de los pensamientos que se le ocurrían a Cal. Cuando la vio por tercera vez, la mujer pareció atraerlo con la mirada hacia el centro de la danza. Y Cal se encontró de pronto ejecutando un lento, muy lento, salto mortal, hasta colocarse al lado de su amante.

Al llegar a aquel lugar Cal se dio cuenta con exactitud de cuál era su función allí.

La voz que oyera en la montaña lo había llamado Mooney, y aquel nombre no había sido elegido al azar. Él había venido desde allí arriba en forma de luz, de luz de luna [Nota del traductor: Juego de palabras, Moon significa luna en inglés, y a él lo llaman Mooney], y allí había encontrado su órbita en medio de una danza de planetas y satélites.

También cabía dentro de lo posible que aquello fuera simplemente la interpretación que Cal le daba. Quizá los imperativos de aquel sistema pertenecieran tanto al amor y a las tormentas de nieve como a la astronomía. Ante milagros como aquél las conjeturas resultaban infructuosas. Aquella noche, existir lo era todo.

Las presencias comenzaron a describir otro circuito y Cal, que estaba perdido en el puro deleite de aquel viaje predestinado y que no dejaba de dar vueltas (allí no había pies ni cabeza; sólo el placer del movimiento), se distrajo momentáneamente y apartó la atención de la mujer que había visto. Pero cuando la órbita en la que se encontraba lo llevó hacia fuera describiendo un amplio arco, una vez más tuvo ocasión de poner la mirada en el planeta habitado por la mujer. Ésta emergió en el mismo momento en que Cal la miraba, pero sólo para volver a perderse de nuevo entre nubes. ¿Acaso estaría él llevando a cabo los mismos ritos para ella, convirtiéndose de humanidad en abstracción para regresar al florecimiento de una nube lechosa? Cal sabía bien poca cosa de sí mismo, de aquel Mooney, en su órbita singular.

Todo lo que podría llegar a comprender acerca de lo que él era, tendría que averiguarlo por las esferas sobre cuyos rostros estaba derramando aquella luz que le habían prestado. Tal vez fuera aquélla la condición de las lunas.

Ya era bastante.

Comprendió en aquel momento cómo hacen el amor las lunas. Hechizando las noches de los planetas; removiendo los océanos; bendiciendo al cazador y al segador. Cien maneras de hacer el amor que sólo necesitan las ilimitadas anatomías de luz y espacio.

Mientras Cal pensaba todo esto la mujer se abrió para bañarse en él, para ofrecer la vagina y dejar que la luz de Cal le proporcionase placer.

Y al penetrarla, Cal sintió el mismo calor, la misma posesividad, la misma vanidad que había marcado siempre al animal que había sido, pero en lugar de esfuerzo allí encontró felicidad, en lugar de la sempiterna e inminente sensación de pérdida, duración; en lugar de urgencia, la impresión de que aquello podría durar siempre, o, mejor dicho, que cien vidas humanas eran sólo un momento en la duración de la vida de las lunas, y que su paseo en aquel empíreo carrusel había convertido el tiempo en una tontería.

Ante aquel pensamiento una terrible sensación de patetismo lo invadió. ¿Se había marchitado y muerto todo lo que había dejado atrás en la montaña mientras aquellas constelaciones se movían firmemente dando vueltas?

Cal miró hacia el centro del sistema, al cubo en torno al que cada cual trazaba su trayectoria —fuera excéntrica o regular, distante o íntima—, y allí, en el lugar desde el cual él sacaba su luz, se vio a sí mismo durmiendo en la ladera de una colina.

«Estoy soñando», pensó; y de pronto se levantó —como una burbuja dentro de una botella— menos luna que Mooney. La bóveda de la caverna —que Cal advirtió vagamente se asemejaba a la parte interior de un cráneo— estaba oscura por encima de él, y durante un instante pensó que iba a estrellarse contra la cúpula y a morir; pero en el último momento el aire se puso brillante a su alrededor y Cal se despertó mirando hacia el cielo surcado de luz.

Era el amanecer sobre la Montaña de Venus.

3

Del sueño que había tenido, una parte al menos era verdad. Se había desprendido de dos pieles, igual que una serpiente. Una de las pieles, la ropa, se encontraba esparcida en la hierba a su alrededor. La otra, la mugre acumulada a lo largo de sus aventuras, había sido lavada durante la noche, bien por el rocío o bien un chaparrón de lluvia. Fuera lo que fuese, Cal ahora estaba seco del todo; el calor de la tierra sobre la que yacía (aquella parte tampoco había sido un sueño) lo había secado y le había proporcionado un olor dulce. Se sentía también alimentado y fuerte.

Se sentó. El bálsamo que era De Bono ya estaba de pie, rascándose las pelotas y mirando fijamente hacia el cielo: una dichosa combinación. La hierba le había dejado huellas en la espalda y en las nalgas.

—¿Te han complacido? —le preguntó a Cal al tiempo que le guiñaba un ojo.

—¿Complacido?

—Las Presencias. ¿Te han proporcionado dulces sueños?

—Sí.

De Bono sonrió obscenamente.

—¿Quieres contármelo? —inquirió.

—No sé cómo…

—Oh, no seas modesto.

—No, es que yo… he soñado que era… la luna.

—¿Qué has soñado qué?

—He soñado…

—¿Te traigo al lugar más parecido que tenemos a una casa de putas, y tú sueñas que eres la luna? Eres un hombre muy raro, Calhoun.

Recogió el chaleco y se lo puso, moviendo la cabeza ante aquella rareza de Cal.

—¿Y tú qué has soñado? —inquirió Cal.

—Te lo diré un día de éstos —respondió De Bono—. Cuando seas lo bastante mayor.

4

Se vistieron en silencio y luego emprendieron el descenso de la suave ladera de la montaña.

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