XIV.
EL BRILLO ESTRECHO

1

Había menos de una docena de individuos de entre los rebeldes de Yolande lo suficientemente firmes como para dirigirse al Torbellino. Suzanna era uno de ellos —Nimrod se lo había pedido—, aunque la muchacha le había dicho en términos bastante claros que cualquier intento de someter al enemigo por la fuerza de las armas estaba llamado al fracaso. Los enemigos eran muy numerosos; y ellos eran pocos. La única esperanza que quedaba radicaba en la posibilidad de que ella pudiera acercarse a Shadwell y liquidarlo personalmente. Si la gente de Nimrod podía despejarle el camino hasta el Profeta, quizás aún pudieran ser útiles; de otro modo lo mejor era, les aconsejó Suzanna, que se reservasen con la esperanza de que hubiera una vida mejor el día de mañana.

Llegaron a menos de doscientos metros de la batalla, donde el ruido de disparos, gritos y motores de coche era ensordecedoramente fuerte. Y entonces Suzanna divisó a Shadwell. Éste se había buscado una montura —un enorme y asqueroso monstruo que sólo podía ser uno de los hijos de la Magdalena, que había crecido hasta alcanzar las proporciones de un horrible adulto—, e iba sentado a horcajadas sobre los hombros de la misma, vigilando la batalla.

—Está bien protegido —le dijo Nimrod, que se encontraba junto a ella. Había bestias, humanas e infrahumanas, rodeando al Profeta—. Los distraeremos lo mejor que podamos.

Había habido un momento, al aproximarse al Torbellino, en que el ánimo de Suzanna se había levantado un poco a pesar de las circunstancias. O quizá precisamente debido a ellas; porque aquella confrontación prometía ser la partida final —la guerra que pondría fin a todas las guerras—, después de la cual no habría más noches con sueños de fracaso. Pero aquellos momentos de optimismo se le habían pasado rápidamente. Ahora lo único que sentía —al escudriñar al enemigo a través del humo— era desaliento.

Y este sentimiento crecía a cada metro que avanzaba. Dondequiera que la muchacha mirase había cosas penosas o nauseabundas. La batalla, eso era evidente, estaba ya perdida. Los defensores del Torbellino habían sido aventajados en número y armas. Los que quedaban, a pesar de mostrar gran valentía, ya no podían impedir que el Profeta llegase hasta su trofeo.

«Yo fui dragón una vez —se encontró pensando Suzanna al fijar la mirada en el Profeta—. Si pudiera tan sólo recordar lo que había sentido entonces, quizá pudiera volver a serlo. Pero esta vez no habría vacilaciones ni momentos de duda. Esta vez Suzanna devoraría».

2

La ruta que siguieron para ir al Torbellino los llevó por un territorio que Cal recordaba del viaje en ricksha; pero las ambigüedades de dicho territorio o habían huido ante el ejército invasor, o bien habían ocultado sus sutiles cabezas.

¿Y qué habría sido del anciano que tuvo ocasión de conocer al final de aquel viaje?, se preguntó Cal. ¿Habría caído presa de los intrusos? ¿Le habrían abierto la garganta mientras defendía aquel pequeño rincón suyo del País de las Maravillas? Lo más probable era que Cal nunca llegara a saberlo. Mil tragedias habían destrozado la Fuga en las últimas horas, y el destino final del anciano sólo era parte de un horror mucho más grande. Un mundo se estaba convirtiendo en cenizas y polvo alrededor de ellos.

Y, más adelante, el artífice de tales ultrajes. Cal vio ahora al Vendedor en el centro de la carnicería, con la cara resplandeciente de triunfo. El mero hecho de verlo le hizo desechar cualquier noción de estar a salvo. Con De Bono pisándole los talones, se lanzó al fragor de la batalla.

Escasamente quedaba un palmo de suelo despejado entre los cuerpos; cuanto más se acercaba a Shadwell, más espeso era el olor a sangre y carne quemada. Cal se vio separado de De Bono en medio de aquella confusión, pero ya no importaba. Tenía que darle prioridad al Vendedor; cualquier otra consideración se desvaneció. Puede que fuera la decisión lo que le permitiera pasar vivo a través de aquella carnicería, aunque las balas llenaban el aire como moscas. Su propia indiferencia era como una especie de bendición. Aquello en lo que no se fijaba, tampoco se fijaba en él. De manera que consiguió llegar ileso hasta el corazón de la batalla, hasta encontrarse a menos de diez metros de distancia de Shadwell.

Miró a su alrededor, entre la enorme matanza que yacía a sus pies, buscando un arma, y fue a dar con una ametralladora. Shadwell estaba desmontando de la bestia que había utilizado como montura y le volvía la espalda al conflicto. Sólo quedaban un simple puñado de defensores entre éste y el Manto, y ya estaban cayendo también. Ya únicamente faltaban algunos segundos para entrar en el Torbellino. Cal levantó el arma y apuntó hacia el Profeta.

Pero antes de que el dedo pudiera encontrar el gatillo, algo que se estaba dando un festín al lado de Cal se levanto y se le abalanzó. Era uno de los hijos de la Magdalena, y tenía carne humana entre los dientes. Cal habría podido tratar de matarlo, pero al reconocerlo se distrajo momentáneamente del intento. La criatura que le arrancó el arma de la mano era el mismísimo ser que había estado apunto de asesinarlo en el almacén: su propio hijo. Había crecido; ahora era casi el doble de alto que Cal. Pero a pesar de toda aquella corpulencia, no era nada perezoso. Alargó los dedos, tan veloces como el rayo, hacia Cal, y éste sólo consiguió esquivarlos, y por milímetros, arrojándose al suelo entre los cadáveres, donde el monstruo sin duda pretendía dejarlo tendido para siempre.

Desesperado, buscó la ametralladora que se le había caído, pero antes de que pudiera localizarla el monstruo volvió a lanzarse sobre él, aplastando con su peso los cuerpos que pisaba. Cal trató de hacerse a un lado rodando, pero la bestia era demasiado rápida y lo agarró por el pelo y la garganta. Cal se aferró a los cadáveres, tratando de apalancarse mientras la criatura tiraba de él hacia arriba, pero los dedos le resbalaban sobre los rostros boquiabiertos de los cadáveres y de pronto se vio como un niño de pecho en el abrazo de su propio retoño monstruoso.

Los enloquecidos ojos de Cal captaron una fugaz visión del Profeta. Los últimos defensores del Manto estaban muertos. Shadwell se encontraba a unos metros del muro de la nube. Cal se debatió contra la bestia hasta que los huesos estuvieron a punto de quebrársele, pero todo fue en vano. Esta vez el hijo tenía la intención de completar el parricidio. El monstruo apretaba con firmeza los pulmones de Cal para sacarle el último aliento.

In extremis, clavó los dedos en el sucio espejo que tenía ante sí, y entre el aire oscuro vio cómo se desprendían pegotes de la carne del monstruo. Hubo una avalancha de materia azulada —como aquella de la que había estado constituida su madre—, y al sentir el frío de la misma Cal se espabiló de la agonía que estaba sufriendo y hundió más los dedos en el rostro de la bestia. Había ganado tamaño a cambio de durabilidad. Tenía el cráneo tan delgado como una oblea. Cal formó un gancho con los dedos y tiró. La bestia aulló y lo soltó al mismo tiempo que la inmundicia de sus entrañas se derramaba.

Cal se puso en pie con grandes dificultades, a tiempo de oír que De Bono lo llamaba. Levantó la mirada hacia el lugar de donde procedía el grito, percibiendo vagamente que la tierra temblaba bajo sus pies y que los que podían huían a toda prisa del campo de batalla. De Bono tenía un hacha en la mano. Se la tiró a Cal justo cuando el ilegítimo, con la cabeza perforada, iba a por él de nuevo.

El arma cayó lejos, pero Cal pasó por encima de los cuerpos y llegó hasta el hacha en un instante, volviéndose luego para encararse con la bestia que tenía a la espalda. Le asestó un tajo que le abrió una herida en el costado. La carcasa soltó un apestoso espumarajo de sustancia, pero el hijo ilegítimo no cayó. Cal golpeo de nuevo, abriéndole más el corte; y una vez más. Ahora la bestia se llevó las manos a la herida y bajó la cabeza para examinar el daño sufrido. Cal no titubeó. Levantó el ha-cha y la dejó caer sobre el cráneo del hijo. La hoja le abrió la cabeza hasta el cuello, y el ilegítimo cayó de bruces con el hacha enterrada en el cuerpo.

Cal miró a su alrededor buscando a De Bono, pero el equilibrista no estaba a la vista por ninguna parte. Ni tampoco había ningún otro ser vivo, Vidente o Cuco, visible entre el humo. La batalla había terminado. Aquellos que habían logrado sobrevivir a la misma, tanto de un bando como del otro, se habían ido retirando; y con razón. El temblor de tierra se había intensificado; el suelo parecía a punto de abrirse y tragarse el campo.

Cal dirigió la mirada hacia el Manto. Había una rasgadura de bordes irregulares en la nube. Y detrás de la misma, oscuridad. Shadwell, naturalmente, había desaparecido.

Sin detenerse a calcular las consecuencias, Cal avanzó dando tropezones entre aquella devastación hacia la nube, y penetró en la oscuridad.

3

Suzanna había visto desde lejos el final de la lucha de Cal con el hijo ilegítimo, y habría podido llegar hasta él a tiempo de impedir que entrase solo en el Torbellino, pero los temblores que mecían el Brillo Estrecho habían sumido súbitamente en el pánico al ejército de Shadwell, razón por la que ella estuvo más cerca de morir a causa de la precipitación con que todos intentaban ponerse a salvo de lo que lo había estado durante el propio conflicto. La muchacha iba corriendo contra corriente, entre el humo y la confusión. Para cuando se hubo despejado el aire y Suzanna consiguió orientarse de nuevo, Shadwell había desmontado y había desaparecido dentro del Torbellino, y Cal iba tras el.

Suzanna lo llamó, pero la nena había iniciado nuevas convulsiones y la voz de Suzanna se perdió entre los rugidos. Echó una última mirada a su alrededor y vio que Nimrod ayudaba a uno de los heridos a alejarse del Brillo; luego la muchacha echó a andar hacia la pared de nube, dentro de la cual había desaparecido Cal.

Le hormigueaba el cuero cabelludo; el poder del lugar ante el cual se encontraba era inconmensurable. Lo más probable era que ya hubiera aniquilado a todos los que temerariamente habían osado penetrar allí sin derecho; pero no podía estar segura por completo, y mientras hubiera un resquicio de duda tenía que actuar. Cal estaba allí y, ya se encontrase vivo o muerto, ella tenía que llegar hasta él.

Con el nombre de Cal en los labios a modo de recuerdo y plegaria, Suzanna lo siguió adonde él había ido, al interior del corazón viviente del País de las Maravillas.

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