III.
EL CABALLO SIN ARNÉS
1
Hacía ya mucho tiempo que Norris, el billonario de las Hamburguesas, había olvidado por completo lo que era sentirse tratado como un hombre. Shadwell le daba otros usos. Primero, desde luego, durante el primer despertar de la Fuga, lo había utilizado de caballo. Luego, cuando hombre y montura regresaron al Reino y Shadwell adoptó el manto del Profeta, lo había usado de escabel, catador de comida y bufón, teniéndolo sometido hasta para el más mínimo y humillante capricho que se le ocurriera. Norris no había opuesto resistencia alguna ante todo aquello. Mientras estuviera bajo el poder de los encantamientos de la chaqueta de Shadwell, se hallaba completamente muerto para su propia persona.
Pero aquella noche Shadwell se encontró con que ya se había cansado de la criatura. Tenía nuevos vasallos por todas partes, y maltratar a aquel en otro tiempo plutócrata se había convertido en una broma cansina. Antes del proceso de la destejedura había abandonado a Norris a las crueles intenciones de su Élite a fin de que les hiciera de lacayo. Tal crueldad no era nada, sin embargo, comparada con esta otra: le había retirado el espejismo con el que había ganado la esclavitud de Norris.
Norris no era un hombre estúpido. Cuando se le hubo pasado la impresión que le causó despertarse y encontrarse magullado de pies a cabeza, recompuso pronto las piezas de su historia reciente. No podía saber cuánto tiempo había pasado desde el momento en que cayera en el truco de Shadwell (lo habían declarado muerto en su ciudad natal de Texas, y su mujer ya se había casado con un hermano del propio Norris), y tampoco conseguía recordar más que vagamente las incomodidades y abusos que se habían amontonado sobre él durante aquel período de servidumbre. Pero estaba completamente seguro de dos cosas. Una, que era Shadwell quien lo había reducido a su actual estado de miseria; y dos, que Shadwell tendría que pagar por aquel privilegio.
La primera tarea que debía llevar a cabo era escapar de sus nuevos amos, lo cual, durante el espectáculo del proceso de destejedura, consiguió hacer con bastante facilidad. Ni siquiera se dieron cuenta de que se había escabullido. El segundo objetivo era encontrar al Vendedor, y la mejor manera de hacerlo, razonó Norris, sería con la ayuda de cualquier fuerza policial con la que aquel peculiar país contase. Y a tal fin se acercó al primer grupo de Videntes con el que se cruzó y les exigió que le llevaran a presencia de alguien que tuviera autoridad. Por lo visto sus exigencias no impresionaron a aquella gente, pero sí suscitaron cierto recelo. Lo llamaron Cuco, cosa de la que él no hizo mucho caso, y luego lo acusaron de ser un intruso. Una de las mujeres incluso llegó a sugerir que cabía dentro de lo posible que fuese un espía, y que por ello debían llevarlo sin pérdida de tiempo ante alguien con autoridad, lo cual le recordó a Norris que precisamente eso era lo que él había solicitado desde el principio.
2
Y así fue como, poco rato después, el desechado caballo de Shadwell fue conducido hasta la Casa de Capra, que era a aquella hora el centro de un considerable alboroto. El Profeta había llegado a la casa media hora antes, al final de su marcha triunfal, pero los Consejeros se habían negado a darle acceso al terreno sagrado hasta que hubieran debatido si tal cosa era ética.
El Profeta se declaró dispuesto a acceder a aquella cautela metafísica (al fin y al cabo, ¿no hablaba Capra por boca suya? Comprendía perfectamente la delicadeza de aquella cuestión), de manera que decidió quedarse esperando tras las ventanas negras de su automóvil hasta que los Consejeros hubieran resuelto el asunto.
Se había congregado una gran multitud, ansiosa por ver al Profeta en carne y hueso, que quedó fascinada por los coches. Flotaba un aire de inocente excitación. Los recaderos transportaban mensajes arriba y abajo entre los ocupantes de la Casa y el jefe del convoy que esperaba afuera, hasta que por fin se anunció que, en efecto, al Profeta se le concedía el acceso a la Casa de Capra en el buen entendimiento de que entrase en ella descalzo y solo. A esto, aparentemente, accedió el Profeta, porque sólo unos minutos después de aquel anuncio la puerta del coche se abría y el gran hombre salió, con los pies desnudos, y se aproximó al umbral. El enjambre de gente empujaba hacia delante para ver mejor… a aquel Salvador que los había llevado a lugar seguro.
Norris, que se encontraba en la parte trasera de aquella multitud, sólo consiguió vislumbrar la figura, pero no distinguió ningún rasgo de la cara de aquel hombre. Pero sí vio lo suficientemente bien la chaqueta, y la reconoció al instante. Era la misma prenda con la cual el Vendedor había conseguido engañarle. ¿Cómo podría olvidarse de aquella tela iridiscente? Era la chaqueta de Shadwell. Por lo tanto el que la llevaba puesta era Shadwell.
La vista de la chaqueta le trajo otra vez el eco de las humillaciones a que había estado sometido a manos de Shadwell. Recordó los puntapiés y las injurias; recordó el desprecio. Lleno de justa furia, se zafó del hombre que lo tenía sujeto y se abrió paso entre los apretados espectadores hacia la puerta de la Casa de Capra.
En la parte delantera de la multitud vislumbró la chaqueta y al hombre que la llevaba puesta, que en aquellos momentos entraba en el edificio. Hizo lo imposible por seguirlo, pero un guarda que había en la puerta le impidió la entrada. Le empujó hacia atrás mientras la multitud se reía y le aplaudía la gracia; idiotas es lo que eran.
—¡Lo conozco! —comenzó a gritar mientras Shadwell se perdía de vista—. ¡Yo lo conozco!
Se puso en pie y echó a correr hacia la puerta por segunda vez, pero dio la vuelta alejándose en el último momento. El guarda mordió el anzuelo y decidió perseguirlo, adentrándose entre la multitud. La vida de Norris como lacayo le había enseñado algo de estrategia; logró esquivar al guarda y se zambulló de nuevo hacia la ahora desprotegida entrada, arrojándose por encima del umbral antes de que su perseguidor pudiera atraparlo.
—¡Shadwell! —gritó Norris.
En la cámara de la Casa de Capra el Profeta se quedó petrificado a mitad de aquella perogrullada. Las palabras que había estado pronunciando eran todo conciliación, todo comprensión, pero ni el más ciego de la asamblea hubiera dejado de advertir la chispa de enojo que cruzó por los ojos del pacificador al oír pronunciar aquel nombre.
—¡Shadwell!
El Profeta se volvió hacia la puerta. Detrás de él oyó a los Consejeros hacer algunos comentarios entre susurros. Luego se produjo un alboroto en el pasillo, junto a la puerta de la cámara; instantes después la puerta se abrió violentamente y por ella apareció Norris gritando su nombre.
El caballo titubeó unos instantes al ponerle los ojos encima al Profeta. Shadwell advirtió la duda. Aquélla no era la cara que Norris había esperado ver. Quizá pudiera escapar todavía sin echar a perder la mascarada.
—¿Shadwell? —dijo dirigiéndose a Norris—. Me temo que no conozco a nadie llamado así. —Se volvió hacia los Consejeros—. ¿Conocéis a este caballero? —inquirió.
Los Consejeros lo miraron con manifiesto recelo, especialmente un anciano que se hallaba en el centro del grupo y que no le había quitado los tristes ojos de encima al Profeta desde el momento en que Shadwell entrara en aquel tugurio. Y ahora, maldición, el cáncer de la duda ya había empezado a extenderse.
—La chaqueta… —dijo Norris.
—¿Quién es este hombre? —exigió el Profeta—. ¿Quiere alguien hacer el favor de obligarlo a salir de aquí? —Trató de usar un tono bromista—. Me parece que está un poco loco.
Nadie se movió, nadie excepto el caballo. Norris avanzó hacia el Profeta, gritando.
—¡Yo sé lo que me hiciste a mí! —le dijo—. No creas que no lo sé. Pero voy a demandarte hasta dejarte pelado el trasero, Shadwell. O quien demonios seas.
Se oyó más alboroto en la puerta principal, y, al levantar brevemente la mirada, Shadwell vio a dos de los mejores hombres de Hobart que apartaban de un golpe al guarda y venían en su ayuda. Abrió la boca para decirles que podía manejar perfectamente la situación él solo, pero antes de que las palabras salieran de sus labios, Norris, con la cara llena de furia, se le abalanzó.
La Élite del Profeta tenía órdenes estrictas para circunstancias como aquélla. Nadie, lo que se dice nadie, tenía que llegar a ponerle las manos encima a su bienamado líder. Y por ello, y sin vacilar ni siquiera un segundo, los dos hombres sacaron las pistolas de las fundas y mataron a Norris allí mismo, a tiros.
Norris cayó a los pies de Shadwell con la sangre saliéndole en brillantes chorros de las heridas.
—Jesús Dios —masculló Shadwell manteniendo los dientes apretados.
El eco de los disparos que habían hecho los ejecutores tardó más en morir de lo que había tardado Norris. Era como si las paredes no acabaran de creerse aquel sonido, y jugasen con él atrás y adelante, atrás y adelante, hasta haber verificado la transgresión. Fuera la multitud se había quedado absolutamente silenciosa; y silenciosa también quedó la asamblea detrás de Shadwell. Éste podía notar aquellos ojos acusadores puestos en él.
—Eso ha sido una estupidez por vuestra parte —les murmuró a los asesinos. Luego, con los brazos abiertos se dirigió a los Consejeros—. Verdaderamente les pido disculpas por este desafortunado…
—Aquí no eres bienvenido —le dijo uno de los presentes—. Has traído la muerte a la Casa de Capra.
—Ha sido un malentendido.
—No.
—Insisto en que oigáis lo que tengo que decir.
Y de nuevo:
—No.
Shadwell esbozó una imperceptible sonrisa.
—Y vosotros os llamáis sabios —comentó—. Creedme, si eso fuera cierto, entonces escucharíais lo que tengo que decir. No he venido aquí yo solo. Tengo gente, gente que forma parte de vosotros, Videntes, que está conmigo. Ellos me aman porque yo quiero ver prosperar a la Fuga, igual que ellos. Ahora… estoy dispuesto a permitiros que compartáis mi visión, y los nuevos tiempos que ella traerá, si es que queréis hacerlo. Pero creedme, voy a liberar a la Fuga con o sin vuestro apoyo. ¿Me he explicado con claridad?
—Sal de aquí —le ordenó el anciano que había estado observándolo.
—Ten cuidado, Messimeris —le susurró uno de los otros.
—Me parece que no acabáis de comprender —dijo Shadwell—. Yo os traigo la libertad.
—Tú no eres un Vidente —replicó Messimeris—. Tú eres un Cuco.
—¿Y qué si lo soy?
—Has entrado aquí valiéndote del engaño. Tú no oyes la voz de Capra.
—Oh, yo oigo voces —repuso Shadwell—. Las oigo fuerte y claro. Me dicen que la Fuga está indefensa. Que sus jefes han pasado demasiado tiempo escondidos. Que son débiles y están asustados.
Examinó los rostros que tenía delante y vio, había que admitirlo, poco de aquella debilidad o miedo de los que él hablaba: sólo un estoicismo que se tardaría más tiempo en mermar del que él tenía para desperdiciar. Se volvió para mirar a los hombres que habían disparado sobre Norris.
—Parece ser que no tenemos otra elección —les dijo. Los hombres comprendieron la señal a la perfección. Se retiraron. Shadwell se volvió de nuevo hacia los Consejeros.
—Queremos que te marches —ratificó Messimeris.
—¿Es ésa vuestra última palabra?
—En efecto —dijo el otro.
Shadwell asintió. Pasaron unos segundos durante los cuales ninguno de los dos bandos movió un músculo. Luego volvió a abrirse la puerta principal y los pistoleros entraron de nuevo. Habían traído consigo a cuatro miembros más de la Élite, lo que los convertía en un pelotón de seis:
—Os solicito, por última vez —les dijo Shadwell al tiempo que el pelotón formaba una línea a cada uno de sus lados—, que no os resistáis.
Los Consejeros parecían más incrédulos que atemorizados. Habían pasado la vida en aquel mundo de maravillas, pero ahora tenían allí delante una arrogancia que había acabado por hacer asomar la incredulidad a sus rostros. Incluso cuando los pistoleros levantaron las armas, los miembros del Consejo no se movieron ni pronunciaron protesta alguna. Sólo Messimeris preguntó:
—¿Quién es Shadwell?
—Un vendedor que conocí una vez —respondió el hombre de la estupenda chaqueta—. Pero está muerto y desaparecido.
—No —dijo Messimeris—. Tú eres Shadwell.
—Llamadme como queráis —les indicó el Profeta—. Sólo tenéis que inclinar la cabeza ante mí. Inclinad la cabeza y todo quedará perdonado.
Los Consejeros permanecieron inmóviles; entonces Shadwell se volvió hacia el pistolero que tenía a la izquierda y le quitó la pistola de la mano. Le apuntó a Messimeris al corazón. Ambos se hallaban a menos de cuatro metros de distancia; ni un ciego habría fallado un disparo a aquella distancia.
—Repito; inclinad la cabeza.
Finalmente unos cuantos miembros de la asamblea parecieron comprender la gravedad de la situación e hicieron lo que se les pedía. Pero la mayoría se limitó a seguir mirando fijamente; el orgullo, la estupidez o, seria llamente, la incredulidad les impedía acceder a la petición.
Shadwell sabía que se avecinaba una crisis. O bien apretaba ya el gatillo, y al hacerlo se compraba un mundo, o bien abandonaba la sala de ventas y no miraba nunca más hacia atrás. En aquel instante se recordó a sí mismo de pie en lo alto de una colina, con la Fuga extendida ante él. Aquel recuerdo inclinó la balanza. Le disparó a aquel hombre.
La bala entró en el pecho de Messimeris, pero no brotó la sangre; ni él cayó. Shadwell volvió a disparar, y disparó una tercera vez de propina. Todos los disparos dieron en el blanco, pero aquel hombre seguía sin caer.
El Vendedor sintió que un temblor de pánico recorría a los seis hombres que lo rodeaban. En los labios de todos los componentes del pelotón había la misma pregunta que en los de él: ¿por qué no moría el anciano?
Disparó la pistola por cuarta vez. Al dar la bala en la víctima, ésta avanzó un paso hacia el presunto ejecutor, levantando un brazo, como si pretendiera arrebatar el humeante arma de la mano de Shadwell.
Aquel gesto bastó para que uno de los seis hombres perdiera el control de sí mismo. Lanzando un agudísimo grito empezó a disparar contra la multitud. La histeria prendió al instante en el resto del pelotón. De pronto todos estaban disparando, vaciando las pistolas en su ansia por cerrar los acusadores ojos que tenían ante ellos. En cuestión de momentos la cámara se llenó de humo y estruendo.
A través de todo ello, Shadwell vio al hombre sobre el cual había disparado en primer lugar completar el movimiento que iniciara con un saludo. Entonces Messimeris cayó hacia delante, muerto. Aquel derrumbamiento no silenció las pistolas; éstas siguieron lanzando fuego. Había unos cuantos Consejeros que habían caído de rodillas, con la cabeza inclinada como había exigido Shadwell, y había otros que buscaban refugio en los rincones de la sala. Pero la mayoría cayeron muertos a tiros allí donde se encontraban.
Luego, tan de repente como había comenzado, todo terminó.
Shadwell tiró la pistola, y —aunque no le gustaban los mataderos— se forzó a sí mismo a examinar la carnicería que tenía ante él. Era, y así lo comprendía, responsabilidad de aquel que aspiraba a la Divinidad no apartar la vista. La ignorancia voluntaria era el último refugio de la Humanidad, y aquélla era una condición que él pronto habría superado.
Y, cuando estudió la escena no le resultó tan insoportable. Pudo mirar aquel amasijo de cadáveres y verlos como los sacos vacíos que eran.
Pero, al volverse hacia la puerta algo sí que le hizo encogerse de miedo. No algo que vio, sino un recuerdo: el del último acto de Messimeris. Aquel paso adelante, aquella mano levantada. No se había dado cuenta de lo que aquello significaba hasta ahora. El hombre buscaba pago. Por más que se esforzase por buscar otra explicación, Shadwell no la hallaba.
Él, en otro tiempo el Vendedor, por fin acabado convirtiéndose en comprador; y el gesto agonizante de Messimeris había sido para recordárselo.
Tendría que poner en movimiento la campaña. Someter la oposición y obtener acceso al Torbellino lo más rápidamente posible. Una vez que hubiera retirado el velo de nubes sería un dios. Y los dioses están por encima de las reclamaciones de los acreedores, vivos o muertos.