V.
DE LAS BOCAS DE LOS BEBÉS
El alba empezó a caer sobre Liverpool cautelosamente, como temerosa de lo que iba a encontrarse. Cal observó cómo la luz iba descubriendo la ciudad, que le dio la impresión de ser gris desde las cloacas hasta las chimeneas.
Había vivido allí toda la vida; aquél había sido su mundo. La televisión y algunas revistas lustrosas le habían mostrado de vez en cuando vistas diferentes, pero de algún modo Cal no se las había creído nunca. Eran tan diferentes de las experiencias que tenía o de lo que esperaba conocer en sus setenta años de vida como las estrellas que parpadeaban encendiéndose y apagándose por encima de su cabeza.
Pero la Fuga había sido diferente. Le había parecido, durante un breve y dulce tiempo, un lugar al cual él podía verdaderamente pertenecer. Había sido demasiado optimista. Puede que la tierra lo quisiera, pero no lo querían sus habitantes. En lo que a ellos concernía, Cal era despreciablemente humano.
Anduvo vagando por las calles durante una hora o así. Viendo cómo se iniciaba otra mañana de lunes en Liverpool.
¿Eran tan malos aquellos Cucos de cuya tribu él formaba parte? Sonreían al darle la bienvenida a los gatos que volvían a casa después de una noche de jarana; abrazaban a sus hijos que se marchaban para pasar todo el día fuera; en las radios de las casas sonaban canciones de amor mientras la familia se reunía en la mesa para desayunar. Al contemplarlos Cal se puso fieramente a la defensiva. Maldición, volvería y les diría a los Videntes lo intolerantes que eran.
Al aproximarse a su casa Cal observó que la puerta principal se encontraba abierta de par en par y que una mujer, a la que reconoció como una vecina pero cuyo nombre ignoraba, se encontraba de pie al final del sendero mirando fijamente hacia el interior de la casa. Solamente cuando ya se encontraba a un par de pasos de la puerta de la tapia, Cal divisó a Nimrod. Éste se hallaba de pie sobre el felpudo de la entrada; llevaba puestas unas gafas de sol que había cogido de la mesilla de noche de Cal y una toga hecha con una camisa que, igualmente, pertenecía a Cal.
—¿Ese niño es suyo? —le preguntó la mujer a Cal cuando éste abrió la puerta de la verja.
—En cierto modo.
—Comenzó a dar golpes en la ventana cuando yo pasaba. ¿No hay nadie que lo cuide?
—Ahora ya lo hay —dijo Cal.
Miró hacia el niño y recordó lo que Freddy había dicho de que Nimrod sólo parecía un niño al que hay que llevar en brazos. Después de apartarse las gafas de sol hasta ponérselas sobre la frente, Nimrod le estaba dirigiendo a su visitante una mirada que confirmaba plenamente la descripción hecha por Cammell, Cal, sin embargo, tenía pocas opciones, aparte de representar el papel de padre. Levantó a Nimrod del suelo.
—¿Qué estás haciendo? —le susurró al niño.
—¡Hijos de puta! —repuso Nimrod. Tenía cierta dificultad para dominar el paladar infantil—. Un asesino.
—¿Quién?
Pero cuando Nimrod iba a contestar, la mujer, que había avanzado por el sendero y se encontraba ya a medio metro de la puerta, habló.
—Es adorable —dijo con voz de arrullo.
Antes de que Cal pudiera darle alguna excusa y cerrar la puerta, el niño levantó los brazos hacia ella produciendo un estudiado gorjeo en la garganta.
—Oh… —exclamó la mujer—. Qué dulzura…
Y cogió al niño de los brazos de Cal antes de que este pudiera impedírselo.
Cal percibió un destello en los ojos de Nimrod cuando la mujer lo apretó contra sus generosos senos.
—¿Dónde está su madre? —le preguntó ella.
—Regresará dentro de un rato —repuso Cal intentando arrebatar a Nimrod del objeto de su lujuria. Pero Nimrod no quería irse con él. Estaba radiante mientras ella lo mecía, y se agarraba fuertemente con aquellos regordetes dedos suyos a los pechos de la mujer. En cuanto Cal le puso las manos encima, el niño se puso a llorar.
La mujer lo hizo callar apretándolo contra ella con más fuerza, ante lo cual Nimrod empezó a juguetear con los pezones a través de la delgada tela de la blusa.
—¿Quiere perdonarnos? —dijo Cal desafiando los puños de Nimrod y alejando al bebé de aquellas almohadas antes de que empezase a mamar.
—No deberían dejarlo solo —le indicó la mujer mientras se tocaba con aire ausente el pecho allí donde Nimrod la había acariciado.
Cal le agradeció el interés.
—Adiós, preciosidad —le dijo ella al niño.
Nimrod le tiró un beso. Un relámpago de confusión le cruzó el rostro a la mujer, que luego retrocedió hacia la puerta de la verja al tiempo que la sonrisa que le había ofrecido al niño le desaparecía de los labios.
—Vaya estupidez que has hecho.
Nimrod no se arrepentía. Se encontraba de pie en el pasillo, en el mismo lugar donde Cal lo había puesto en el suelo, y lo miraba desafiante.
—¿Dónde están los demás? —quiso saber Cal.
—Fuera —dijo Nimrod—. Nosotros también vamos.
A cada sílaba iba consiguiendo el control de su lengua. Y también de sus miembros. Trotó hacia la puerta principal y alzó la mano hacia el pomo.
—Me pone enfermo estar aquí —dijo—. Hay demasiadas malas noticias.
Sin embargo, faltaban algunos centímetros para que llegase con los dedos al pomo de la puerta y, tras varios intentos fallidos para alcanzar el mismo, se puso a golpear la madera con los puños.
—Quiero ir a ver —dijo.
—Muy bien —accedió Cal—. Pero baja la voz.
—Sácame de aquí.
El grito fue auténticamente desesperado. Poco peligro existía en darle al niño una vueltecita por el vecindario, decidió Cal. Había cierto aspecto que resultaba perversamente satisfactorio en la idea de sacar a aquella criatura milagrosa al aire libre para que todos lo vieran; y resultaba aún más satisfactorio tener la certeza de que el niño, a quien había dejado poco antes riéndose de él, ahora se encontraba por completo a su merced.
Sin embargo, cualquier resto de enfado que aún le quedase a Cal hacia Nimrod se evaporó muy deprisa a medida que los poderes de habla del niño se fueron haciendo más sofisticados. Pronto se encontraron inmersos en una fluida y animada conversación, haciendo caso omiso de las abundantes miradas que atraían.
—¡Me dejaron allí! —protestó Nimrod—. Me dijeron que me las arreglase por mi cuenta. —Levantó una minúscula mano—. ¿Cómo?, te pregunto yo. ¿Cómo?
—Para empezar, ¿por qué has adoptado esta forma? —le preguntó Cal.
—Me pareció una buena idea entonces —repuso Nimrod—. Había un marido airado que me perseguía; así que me oculté bajo la forma más inverosímil que se me ocurrió en aquel momento. Pensé que era conveniente mantener la cabeza agachada unas cuantas horas y luego soltarme de nuevo. Algo realmente estúpido. Un encantamiento así necesita bastante poder. Y, naturalmente, una vez que comenzó la oleada final, ya no quedaba el menor vestigio de poder para nadie. De modo que me vi obligado a entrar en la alfombra así.
—¿Y cómo vas a volver a la normalidad?
—No puedo hacerlo. No hasta que esté de nuevo en suelo de la Fuga. Me encuentro indefenso.
Se levantó las gafas de sol hacia la frente para echar un vistazo a una beldad que pasaba.
—¿Has visto qué caderas? —le comentó a Cal.
—No babees.
—Se supone que los bebés babean.
—No de la forma que lo estás haciendo tú.
Nimrod apretó las encías.
—Qué ruidoso es este mundo tuyo —dijo—. Y qué necio.
—¿Más necio que en 1896?
—Mucho más. Y sin embargo me gusta. Tienes que contarme cosas de él.
—Oh, Jesús —exclamó Cal—. ¿Y por dónde empiezo?
—Por donde quieras —repuso Nimrod—. Te darás cuenta de que aprendo rápido.
Lo que había dicho era cierto. Durante el paseo de media hora que dieron por los alrededores de la calle Chariot estuvo interrogando frenéticamente a Cal sobre una gran variedad de temas, algunos de ellos provocados por cualquier cosa que vieran por la calle, otros concernientes a objetos más abstractos. En primer lugar hablaron de Liverpool, luego de las ciudades en general y finalmente de Nueva York y Hollywood. Hablar de América les llevó a tratar de las relaciones Este-Oeste, punto en el que Cal tuvo que enumerarle todas las guerras y asesinatos que fue capaz de recordar acaecidas desde el año 1900. Tocaron brevemente la cuestión irlandesa y el estado de la política inglesa; luego pasaron a hablar de México, país que ambos anhelaban visitar, y de ahí cambiaron al tema de Mickey Mouse y del principio básico de la aerodinámica para retroceder, vía Guerra Nuclear y la Inmaculada Concepción, hasta el tema favorito de Nimrod: las mujeres. O, más bien a dos de ellas en particular que le habían llamado la atención.
A cambio de aquella breve introducción al siglo XX, Nimrod le dio a Cal una guía del principiante de la Fuga, hablándole en primer lugar de la Casa de Capra, que era el edificio en el cual se reunía el Consejo de las Familias para sus debates; luego hablaron del manto, la nube que ocultaba el Torbellino, y del Brillo Estrecho, el pasaje que conducía a los pliegues del Torbellino; y de allí al firmamento y a los Escalones del Réquiem. El mero hecho de oír aquellos nombres llenaba a Cal de anhelo.
Muchas otras cosas aprendieron por ambas partes, sobre todo el hecho de que, con el tiempo, podían incluso llegar a ser amigos.
—Basta de charla —dijo Cal cuando, tras describir el círculo completo a la manzana llegaron otra vez ante la verja de los Mooney—. Eres un bebé, ¿recuerdas?
—¿Cómo podría olvidarlo? —le preguntó Nimrod con una expresión dolorida.
Cal entró en la casa y comenzó a llamar a su padre. La casa, sin embargo, siguió silenciosa desde el desván hasta los cimientos.
—No está aquí —le dijo Nimrod—. Por el amor de Dios, déjame en el suelo.
Cal depositó al bebé en el suelo del pasillo. Inmediatamente éste se encaminó a la cocina.
—Necesito beber algo —explicó—. Y no me refiero precisamente a leche.
Cal se echó a reír.
—Voy a ver si encuentro algo —dijo; y entró en la habitación de atrás.
La primera impresión de Cal al ver a su padre sentado en el sillón, de espaldas al jardín, fue la de que Brendan había muerto. El estómago le dio un vuelco; estuvo a punto de lanzar un grito. Pero entonces Brendan abrió bruscamente los ojos y miró a su hijo.
—¿Papá? —le dijo Cal—. ¿Qué te ocurre?
A Brendan le caían lágrimas por las mejillas. No hizo ningún intento de limpiárselas ni de reprimir los sollozos que lo sacudían.
—Oh, papá.
Cal cruzó la habitación hacia su padre y se agachó junto al sillón.
—Tranquilízate… —le consoló poniéndole una mano en el brazo—. ¿Has estado pensando en mamá?
Brendan hizo un gesto negativo con la cabeza. Las lágrimas seguían cayendo. Las palabras no le salían. Cal no hizo más preguntas, pero siguió sujetando a su padre por el brazo. Le había dado la impresión de que la melancolía de Brendan iba disminuyendo; que el dolor estaba ya dominado. Pero por lo visto no era así.
Por fin Brendan le dijo:
—Recibí una carta.
—¿Una carta?
—De tu madre. —La mirada acuosa de Brendan se posó sobre su hijo—. ¿Me he vuelto loco, Cal? —le preguntó.
—Claro que no, papá. Claro que no.
—Bueno, te juro… —Metió una mano por un lado del sillón y sacó un pañuelo empapado. Se limpió con él la nariz—. Está allí —dijo al tiempo que señalaba con la cabeza hacia la mesa—. Mírala tú mismo.
Cal se acercó a la mesa.
—Estaba escrita con la letra de tu madre —le explicó Brendan.
De hecho había un pedazo de papel sobre la mesa. Lo habían doblado repetidas veces. Y más recientemente, habían llorado sobre él.
—Era una carta preciosa —continuó diciéndole Brendan—. Me contaba que era feliz y que yo no tenía que seguir sufriendo más por ella. Decía… —Se interrumpió cuando un nuevo ataque de sollozos se adueñó de él. Cal cogió la cuartilla. Era más delgada que cualquier clase de papel que él hubiera visto nunca, y ambas caras de la misma estaban en blanco—. Decía que estaba esperándome, pero que no me diera prisa, porque allá arriba esperar era un gozo y… y yo lo que tenía que hacer era limitarme a seguir disfrutando de la vida durante un tiempo, hasta que me llamaran.
No era sólo que el papel aquel fuera delgado, ahora Cal cayó en la cuenta; sino que además, a medida que lo miraba, daba la impresión de ser cada vez más insustancial. Volvió a dejarlo sobre la mesa sintiendo al mismo tiempo que se le erizaban los pelos de la nuca.
—Me puse muy contento, Cal —le estaba diciendo Brendan—. Era todo lo que yo deseaba, saber que ella era feliz, y que yo volvería a estar con ella algún día.
—No hay nada escrito en el papel, papá —le dijo suavemente Cal—. Está en blanco.
—Pues lo había, Cal. Te juro que lo había. Estaba escrito del puño y letra de tu madre. Yo la hubiera reconocido en cualquier parte. Después —Dios de los cielos— se desvaneció, sencillamente.
Cal se apartó de la mesa y se volvió hacia su padre al que vio prácticamente doblado sobre sí mismo en el sillón, sollozando como si no pudiera soportar tanto dolor. Puso una mano sobre una de las de su padre, que se agarraba con fuerza al desgastado brazo del sillón.
—Aguanta, papá —murmuró.
—Es una pesadilla, hijo —le dijo Brendan—. Es como si la hubiera perdido dos veces.
—No la has perdido, papá.
—¿Por qué ha desaparecido así su letra?
—No lo sé, papá. —Cal volvió a mirar fijamente la carta. La cuartilla de papel se había desvanecido prácticamente por completo.
—¿De dónde vino la carta? —El anciano frunció el ceño—. ¿Lo recuerdas?
—No… no del todo. Está borroso. Recuerdo… que alguien llamó a la puerta. Sí, eso fue. Alguien llamó a la puerta. Me dijo que tenía una cosa para mí… la tenía guardada en la chaqueta.
«Dime lo que ves y es tuyo».
Aquellas palabras de Shadwell le resonaron a Cal dentro de la cabeza.
«Toma lo que gustes. Libre, gratis y sin pagar».
Aquello era mentira, naturalmente. Una de tantas. Siempre había que pagar algo.
—¿Qué quería, papá? ¿Qué quería a cambio? ¿Puedes acordarte?
Brendan meneó la cabeza; después frunció el ceño es forzándose por recordar:
—Algo… acerca de ti. Dijo… Creo que dijo… que te conocía. —Miró a Cal—. Sí, eso era. Ahora lo recuerdo. Dijo que te conocía.
—Fue un truco, papá. Un engaño asqueroso.
Brendan entornó los ojos, como si se esforzara por comprender algo. Después, súbitamente, pareció haber encontrado la solución.
—Quiero morirme, Cal.
—No digas eso, papá.
—Sí, de verdad que quiero morirme. No deseo molestar más tiempo.
—Lo que te pasa es que estás triste —le consoló Cal suavemente—. Ya se te pasará.
—No quiero que se me pase —repuso Brendan—. Ya no lo deseo. Lo único que quiero es dormir y olvidarme de que una vez estuve vivo.
Cal extendió los brazos y se los puso a su padre alrededor del cuello. Al principio Brendan se resistió al abrazo; nunca había sido un hombre excesivamente efusivo. Pero entonces los sollozos se apoderaron de él de nuevo, y Cal notó que su padre le echaba aquellos delgados brazos suyos alrededor del cuello; se abrazaron con fuerza.
—Perdóname, Cal —le dijo Brendan a través de las lágrimas—. ¿Puedes hacerlo?
—Shhh, papá. No seas tonto.
—Te tuve abandonado. Nunca te dije las cosas… todas las cosas que sentía. Ni tampoco a ella. Nunca le dije… cuánto… nunca fui capaz de decirle cuánto la amaba.
—Ella lo sabía, papá —le dijo Cal cegado ahora por sus propias lágrimas—. Créeme, lo sabía.
Estuvieron así abrazados durante un rato más. No era un consuelo demasiado grande, pero Cal empezó a sentir un calor producto de la rabia que sabía pronto acabaría por sacarle las lágrimas. Shadwell había estado allí; Shadwell y aquel traje suyo lleno de engaños. En los pliegues de aquel traje Brendan había imaginado ver aquella carta procedente del Cielo, y la ilusión había durado tanto tiempo cuanto el Vendedor lo había necesitado. De modo que la magia no duraba. Las palabras se habían desvanecido, y finalmente el papel también, había regresado a aquella tierra de nadie entre el deseo y la consumación.
—Haré un poco de té, papá —le dijo Cal.
Era lo que habría hecho su madre en unas circunstancias como aquéllas. Hirvió agua, calentó la tetera y sacó las cucharadas de té. Imponer el orden doméstico en medio del caos con la esperanza de conseguir algún alivio temporal en aquel valle de lágrimas.