I.
EL RÍO
La derrota que habían sufrido era completa. El Vendedor le había arrebatado a Cal el Tejido de las mismísimas manos. Pero, a pesar de que no tenían motivo alguno para estar jubilosos, al menos habían conseguido sobrevivir al encuentro. ¿Sería simplemente ese hecho lo que hizo que se les levantara el ánimo en cuanto salieron del almacén y se sumergieron en el aire templado?
Olía a río Mersey; a aluvión y a sal. Y allí, al río, es adonde se dirigieron, por indicación de Suzanna. Caminaron sin cruzar ni una palabra; bajaron por al calle Jamaica hasta Dock Road y luego siguieron la alta tapia negra que bordeaba los muelles hasta que encontraron una entrada que les permitió el acceso a los mismos. Aquella zona estaba desierta. Hacía muchos años que el último gran buque de carga había atracado allí para descargar sus mercancías. Estuvieron deambulando por una ciudad fantasma formada por almacenes vacíos hasta llegar al mismo río; Cal volvía la mirada una y otra vez hacia el rostro de la mujer que llevaba al lado. Había en ella algún cambio, Cal se daba cuenta de ello; alguna carga de sentimiento oculto que no lograba desentrañar.
El poeta tenía algo que decir al respecto.
«¿No encuentras las palabras, muchacho? —le preguntó inesperadamente a Cal en el interior de la cabeza—. Es una mujer rara, ¿no es cierto?».
Aquello era verdad, ciertamente. Desde la primera vez que la viera al pie de las escaleras le había dado la impresión de que estaba en cierta manera hechizada. Eso era lo que tenían en común. También compartían la misma determinación, alimentada quizá por un tácito temor a perder de vista el misterio con el que habían estado soñando durante tanto tiempo. ¿O acaso se estaría él encañando a sí mismo y lo que hacía era leer líneas de su propia historia en el rostro de la muchacha? ¿Sería sólo la ansiedad que sentía por encontrar un aliado lo que le hacía ver ciertas similitudes entre ellos dos?
Suzanna estaba mirando fijamente el río; serpientes de luz solar que el agua reflejaba le jugueteaban por la cara. Cal conocía a la muchacha desde hacía solamente una noche y un día, pero despertaba en él las mismas contradicciones —una satisfacción inquieta y profunda; una sensación de que ella le resultaba a la vez familiar y desconocida— que le había suscitado el primer atisbo que había captado de la Fuga.
Quería decirle todo esto a ella, y más cosas, pero no conseguía encontrar las palabras para hacerlo.
Fue Suzanna quien habló primero.
—He visto a Immacolata —le dijo— mientras tú te estaba enfrentando a Shadwell…
—¿Si?
—No sé bien cómo explicarte lo que pasó…
La muchacha empezó a hablar de forma titubeante sin apartar los ojos del río, como si estuviera hipnotizada por el movimiento del agua. Cal comprendía algo de lo que ella le estaba contando. Que Mimi formaba parte de la especie de los Videntes, los ocupantes de la Fuga que Suzanna, su nieta, llevaba la sangre de aquel pueblo. Pero cuando empezó a hablarle del menstruum, del poder que en cierto modo había heredado o al que había sido conectada, o ambas cosas a la vez, perdió el hilo de lo que Suzanna le estaba contando. En parte porque las palabras de ella se hicieron más imprecisas, más soñadoras; y en parte porque contemplarla mientras la muchacha se esforzaba denodadamente por encontrar las palabras oportunas para describir lo que sentía, a él le proporcionaba las palabras para describir los sentimientos que también experimentaba.
—Te quiero —le dijo.
Suzanna había dejado de intentar describir el torrente del menstruum; sencillamente se había entregado a sí misma al ritmo del agua al golpear contra el muelle.
Cal no estaba seguro de que ella lo hubiera oído. Suzanna no se movió ni dijo nada.
Se limitó finalmente, a pronunciar el nombre de él.
Súbitamente Cal se sintió estúpido. Suzanna no deseaba declaraciones de amor; tenía los pensamientos puestos en algo completamente distinto. En la Fuga, quizá, donde —después de las revelaciones de aquella tarde— tenía más derecho a estar que él.
—Perdona —murmuró él intentando cubrir el paso en falso añadiendo más torpezas—. No sé por qué he dicho eso. Olvida que he hablado.
Aquella forma de desdecirse sacó a Suzanna del trance. Apartó la mirada del río y buscó el rostro de Cal con una expresión de dolor en los ojos, como si el retirar la vista de la brillantez, del agua le hiciera daño.
—No digas eso —le dijo—. No digas eso nunca.
Comenzó a acercarse a Cal.
Dio unos pasos hacia él y lo rodeó con los brazos, abrazándolo con fuerza. Cal respondió a la demanda y la estrechó a su vez. Notaba el rostro de la muchacha caliente al apretarse contra su cuello, mojándolo no con besos, sino con lágrimas. No dijeron nada, pero permanecieron así durante varios minutos mientras el río fluía a su lado.
Por fin Cal habló.
—¿Quieres que volvamos a mi casa?
Suzanna se apartó de él y lo miró, como si estuviese estudiándole el rostro.
—Todo ha terminado. ¿O no ha hecho más que empezar? —le preguntó ella.
Cal movió la cabeza de un lado a otro.
Suzanna dirigió una fugacísima mirada de reojo al río. Pero antes de que aquella vida líquida pudiera reclamarla de nuevo, Cal la cogió de la mano y la condujo de nuevo al hormigón y el ladrillo.