VIII.
MALES NECESARIOS
El hombre del traje oscuro que Cal había visto bajar del coche de Policía se llamaba Hobart, inspector Hobart. Llevaba en el cuerpo dieciocho de sus cuarenta y seis años, pero hacía muy poco —desde los disturbios que habían surgido en la ciudad a finales de la primavera y durante el verano del año anterior— que su estrella había entrado en fase ascendente.
Los orígenes de aquellos disturbios continuaban siendo objeto tanto de investigaciones públicas como de conversaciones privadas, pero Hobart no tenía tiempo para ninguna de las dos cosas. Lo que lo obsesionaba era la Ley y cómo mantenerla, y en aquel año de inestabilidad civil su obsesión lo había convertido en el hombre del momento.
Las sutilezas del sociólogo o del planificador cívico no estaban hechas para él. La sagrada tarea que se le había encomendado era conservar la paz, y los métodos que utilizaba —que sus defensores definían como intransigentes— contaban con la simpatía de sus superiores en la ciudad. Subió en el escalafón en cosa de semanas y, a puerta cerrada, se le concedió carte blanche para manejar la anarquía que ya le había costado millones a la ciudad.
No estaba ciego del todo a la política que encerraba aquella maniobra. Sin duda los escalones más altos, para quienes él albergaba un total aunque tácito desprecio, temían un contragolpe si manejaban el látigo demasiado fuerte. Y sin duda también, él sería el primero en ser sacrificado a la ferocidad de la imaginación pública en el caso de que las técnicas que traía fallasen.
Pero no fallaron. La élite que personalmente se ocupó de formar —hombres elegidos entre los distintos Departamentos por la simpatía que profesaban hacia los métodos de Hobart— obtuvo un rápido éxito. Mientras las fuerzas convencionales mantenían intacta la línea azul de las calles, las Fuerzas Especiales de Hobart, conocidas —para aquellos que tenían algún conocimiento de la existencia de tales fuerzas— como la Brigada de Fuego, actuaban detrás del escenario aterrorizando a cualquier sospechoso de fomentar la agitación, bien fuera con palabras o con hechos. En sólo unas semanas los disturbios amainaron, y James Hobart se vio de pronto convertido en una fuerza con la que había que contar.
Habían seguido varios meses de inactividad, y por ello la Brigada iba languideciendo. No le había pasado por alto a Hobart que el hecho de ser su hombre del momento tenía pocas consecuencias una vez que aquel momento había pasado; durante la primavera y los comienzos del verano de aquél, el año siguiente, parecía ser ese el caso.
Hasta ahora. Porque aquel día Hobart se atrevía a suponer que aún tenía una lucha en las manos. Había habido caos, y allí, delante de él, estaba la gratificante evidencia.
—¿Cuál es la situación?
Richardson, que era su brazo derecho, movió la cabeza de un lado a otro.
—Se rumorea que ha sido una especie de torbellino —le contestó.
—¿Torbellino? —Hobart se permitió una sonrisa ante lo absurda que resultaba aquella idea. Cuando sonreía le desaparecían los labios y los ojos se le convertían en dos ranuras—. ¿No hay delincuentes?
—No, al menos que se nos haya informado a nosotros. Por lo visto no hubo más que ese viento…
Hobart se quedó mirando fijamente el espectáculo de destrucción que tenía delante.
—Estamos en Inglaterra —comentó—. Aquí no tenemos torbellinos.
—Pues algo ha producido éste…
—Alguien, Bryn. Anarquistas. Son como ratas, esa gente. Encuentras un veneno que lleve a cabo el trabajo, y ellos saben cómo engordar con él. —Hizo una pausa—. Sabes, creo que todo va a volver a empezar.
Mientras Hobart hablaba, otro de sus oficiales —uno de los héroes salpicados de sangre en las confrontaciones del año anterior, un hombre llamado Fryer— se les acercó.
—Señor. Nos informan que se ha visto a varios sospechosos cruzando el puente.
—Id tras ellos —le ordenó Hobart—. A ver si podemos hacer algunos arrestos. Y tú, Bryn, habla con esta gente. Quiero tener el testimonio de todos los habitantes de la calle.
Los dos oficiales se apresuraron a ponerse a la tarea dejando que Hobart sopesase el problema. No había ninguna duda en la mente de éste de que los sucesos acaecidos allí eran obra humana. Puede que no fueran los mismos individuos a quienes él les había roto la cabeza el año pasado, pero se trataría esencialmente del mismo animal. En sus años de servicio había tenido ocasión de enfrentarse a aquella bestia bajo múltiples disfraces, y le daba la impresión de que la bestia se volvía más taimada y detestable cada vez que él se asomaba al interior de sus fauces.
Pero el enemigo era una constante, ya se ocultara tras la forma de fuego, inundación o torbellino. Aquel convencimiento le hacía cobrar fuerzas. El campo de batalla podía ser nuevo, pero la guerra era siempre la misma. Era la batalla entre la Ley, de la cual él era representante, y la podredumbre de desorden que albergaba el corazón humano. Y no estaba dispuesto a permitir que ningún torbellino lo cegase ante este hecho.
A veces, naturalmente, la guerra requería que Hobart actuase con crueldad. Pero, ¿qué causa por la que valiera la pena luchar no requería cierta crueldad por parte de sus campeones de vez en cuando? Él nunca había eludido esa responsabilidad y no iba a eludirla ahora.
Que volviera otra vez la bestia bajo el caprichoso disfraz que se le antojase. Él estaría preparado.