VI.
ALMAS ENFERMAS

1

Mimi estaba a ratos despierta, a ratos dormida. Pero en aquellos momentos una cosa era muy parecida a la otra: el sueño alterado por la angustia y el malestar, la vigilia llena de pensamientos inconclusos que se desvanecían en retazos de disparates, como sueños. En un momento dado tenía la certeza de que había un niño pequeño llorando en un rincón de la habitación, hasta que la enfermera de noche entraba y le limpiaba las lágrimas a la paciente. Al momento siguiente podía ver, como a través de una ventana sucia, algún lugar que ella conocía pero que había perdido, y sus viejos huesos le dolían tanto como deseaba estar allí.

Pero luego tuvo otra visión, y en esta ocasión Mimi tenía todas las esperanzas puestas en que se tratase de un sueño. Pero no lo era.

—¿Mimi? —dijo la oscura mujer.

El ataque que había dejado paralizada a Mimi le había disminuido bastante la vista, pero aún le quedaba la suficiente como para reconocer a la figura que se hallaba de pie a los pies de la cama. Tras años de estar sola con su secreto, alguien de la Fuga la había encontrado por fin.

Pero no habría encuentros lacrimosos esta noche, no con aquella visitante ni con sus hermanas muertas.

La Hechicera Immacolata había venido a cumplir una promesa que hiciera antes de que hubiesen ocultado la Fuga: que si no podía gobernar sobre la especie de los Videntes, la destruiría. Ella era descendiente de Lilith, siempre había estado orgullosa de ello: la última que quedaba de puro linaje del primer estado de la magia. La autoridad que ejercía sobre ellos era por tanto incuestionable. Pero se habían reído de aquella presunción. Tenían una naturaleza que se resistía a dejarse gobernar, y tampoco le concedían demasiada importancia a la genealogía. Immacolata se había sentido humillada, hecho que una mujer como ella —en posesión, eso había que admitirlo, de unos poderes que eran más puros que los de la mayoría— no podría olvidar fácilmente. Ahora había hallado a la última Custodia de la alfombra, y lograría la sangre que buscaba si podía conseguirla. Hacía una eternidad el Consejo le había legado a Mimi algunas de las técnicas de la Antigua Ciencia para que no se encontrara inerme en una situación como la de ahora. Eran hechizos sin importancia, nada más; meras artimañas para distraer un poco al enemigo. Pero nada que resultara fatal. Aprender aquellas cosas llevaba más tiempo del que disponían. Sin embargo Mimi se lo había agradecido en su momento: le habían prestado cierto consuelo cuando se enfrentó a la vida en el Reino sin su amado Romo. Pero después habían ido transcurriendo los años y nadie había venido, fuera para decirle que la espera había terminado por fin y que el Tejido podía difundir sus secretos, fuera para intentar llevarse la Fuga por la fuerza. La excitación de los primeros años, cuando Mimi sabía que se encontraba entre la magia y la destrucción de ésta, fue disminuyendo paulatinamente hasta llegar a convertirse en una aburrida vigilancia. Se volvió perezosa y bastante olvidadiza; todos se volvieron así.

Solamente hacia el final, cuando se encontraba sola por completo y empezó a darse cuenta de lo frágil que se estaba volviendo, logró sacudirse de encima el estupor que le había producido el hecho de vivir entre los Cucos; e intentó centrar sus asediados poderes mentales en el problema del secreto que había estado protegiendo durante tanto tiempo. Pero para entonces la mente ya le había comenzado a divagar, eran los primeros síntomas del ataque que la incapacitaría por completo. Le costó un día y medio redactar la breve carta que le había escrito a Suzanna, una carta en la cual se había arriesgado a decir más de lo que quería, pues el tiempo se estaba acortando y ella presentía el peligro inminente.

Y había acertado; allí estaba. Lo más probable era que Immacolata hubiese percibido la señal que Mimi había enviado en el último momento: un llamamiento dirigido a cualquier Vidente destinado en el Reino que se encontrara en condiciones de venir en su auxilio. Aquél, mirándolo desde la perspectiva de los momentos de consciencia que había tenido, había sido probablemente su mayor error. A una hechicera de la fuerza de Immacolata no le habrían pasado inadvertidas alarmas como aquéllas.

Y allí estaba ahora; había venido a visitar a Mimi como si fuese un hijo pródigo, deseosa de enderezar las cosas en el lecho de muerte y de encontrarse así en situación de reclamar la herencia. Era ésta una analogía que no estaba perdida en la criatura.

—Le he dicho a la enfermera que yo era tu hija —le indicó Immacolata— y que necesitaba estar unos momentos contigo. A solas. —De haber tenido las fuerzas o la saliva necesarias, Mimi habría escupido de asco—. Sé que vas a morir, de manera que he venido a despedirme, después de todos estos años. Me han dicho que has perdido la facultad de hablar; así que no espero que balbucees ninguna confesión. Hay otras maneras de hacerlo. Nosotras sabemos cómo dejar al desnudo la mente sin necesidad de palabras, ¿no es cierto?

Se acercó un poco más a la cama.

Mimi se daba cuenta de que lo que decía la Hechicera era verdad; había medios para hacer que un cuerpo —incluso uno tan maltrecho y tan cercano a la muerte como el suyo— renunciase a cualquier secreto si el interrogador conocía los métodos adecuados. E Immacolata los conocía. Ella, la matarife de sus propias hermanas: ella, la eterna virgen, cuyo celibato le daba acceso a poderes que les eran negados a los amantes; Immacolata tenía medios, Mimi tendría que recurrir a algún truco final, o todo estaría perdido.

Por el rabillo del ojo Mimi vio a la Bruja, la hermana marchita, acurrucada junto a la pared, con aquella enorme boca desdentada y abierta de par en par. La Magdalena, la segunda hermana de Immacolata, ocupaba la silla de las visitas, con las piernas colocadas muy abiertas. Ambas estaban esperando que empezara la diversión.

Mimi abrió la boca como si fuese a hablar.

—¿Tienes algo que decir? —le preguntó Immacolata.

Al mismo tiempo que la Hechicera hablaba, Mimi utilizó las escasas fuerzas que le quedaban en girar la mano izquierda de modo que la palma quedara hacia arriba.

Allí, situado entre el dibujo que formaban las líneas del amor y de la muerte, había un símbolo dibujado con alheña y repasado con tanta frecuencia que la piel ya había quedado irremisiblemente tatuada; un símbolo que le había enseñado un Babu del Consejo horas antes de la gran tejedura. Hacía ya mucho tiempo que Mimi había olvidado lo que el dibujo significaba o qué poderes tenía —si es que se lo habían dicho alguna vez—, pero era una de las pocas defensas que le habían proporcionado y que aún estaba en relativas condiciones de usar.

Los encantamientos del Lo eran físicos, y Mimi tenía ahora el cuerpo demasiado paralizado para poder ponerlos en práctica; los encantamientos del Aia eran musicales, y estando como estaba ella falta de sentido musical, habían sido los primeros en caer en el olvido. Y los Ye-me, los Videntes cuyo genio consistía en tejer, no le habían enseñado ningún encantamiento. Durante aquellos últimos y frenéticos días habían estado demasiado atareados con el asunto de su magnum opus: la alfombra que poco tiempo después habría de contener la Fuga para ocultarla durante una era.

Desde luego, la mayor parte de lo que le había enseñado Babu quedaba fuera de las posibilidades que estaba en condiciones de usar ahora; los encantamientos del mundo no tenían ningún valor si no podían pronunciarse con los labios. Aquel oscuro signo —poco más que una mancha de polvo en la mano paralítica— era la única cosa de que disponía para mantener a raya a la Hechicera.

Pero nada sucedió. No hubo emanaciones de ningún tipo de poder; ni siquiera un leve soplo. Trató de recordar si Babu le había dado alguna instrucción específica para activar el encantamiento, pero todo lo que fue capaz de recordar era el rostro de él y la sonrisa que le había dedicado; y los árboles que, detrás de la cabeza de Babu, tamizaban la luz del sol entre las ramas. Qué días aquellos; y qué joven era ella; todo fue una aventura.

Pero ya no había nada de aventura. Sólo muerte en una cama desvencijada.

De pronto oyó un rugido. Y de la palma de su mano —emitido quizá, por el recuerdo— brotó el encantamiento.

Una bola de energía le saltó de la mano. Immacolata retrocedió cuando una red de luz descendió zumbando alrededor de la cama y mantuvo alejado el mal.

La Hechicera reaccionó con rapidez. El menstruum, el torrente de brillante oscuridad que era la sangre de aquel sutil cuerpo suyo, comenzó a fluirle por la nariz. Era éste un poder que Mimi había visto manifestarse sólo en una docena de ocasiones, y siempre producido únicamente por mujeres: consistía en una solución de éter en la cual, se decía, el que la poseía podía disolver toda experiencia y volver a darle forma de nuevo de acuerdo con sus deseos. Mientras que la Antigua Ciencia en una democracia de magia al alcance de todos —independientemente de sexo, edad o posición moral—, el menstruum parecía escoger a aquellos a quienes favorecía. El menstruum, con sus exigencias y visiones, había empujado un número considerable de aquellos elegidos al suicidio; pero quedaba fuera de toda duda que era un poder —quizá incluso una condición de la carne— que no conocía límites.

Sólo hicieron falta unas cuantas gotitas, cuyas esferas se volvieron incisivas en el aire con el fin de lacerar la red que el encantamiento de Babu había producido, para lograr dejar a Mimi completamente vulnerable.

Immacolata se quedó mirando fijamente a la anciana, temerosa de lo que vendría después. Sin duda el Consejo había dejado a la Custodia algún encantamiento que ella, in extremis, estaba dispuesta a desencadenar, ése era el motivo por el que le había aconsejado a Shadwell que intentaran primero otros caminos de investigación: para evitar aquella confrontación, letal en potencia. Pero aquellos caminos habían resultado ser todos cul-de-sacs. La casa de la calle Rue había sido despojada de su tesoro. Y el único testigo, Mooney, había pendido el juicio. A Immacolata no le había quedado más remedio que ir allí y enfrentarse a la Custodia; no temía a la propia Mimi, sino más bien a la gama de defensas que sin duda le habría entregado el Consejo.

—Adelante… —dijo—. Haz todo lo que puedas.

La anciana permaneció inmóvil allí tumbada, con los ojos llenos de inquietud.

—No disponemos de toda la eternidad —le dijo Immacolata—. Si tienes algún encantamiento, muéstralo.

Y ella continuó igual, con la arrogancia de quien tenía poder en provisión de sobra.

Immacolata no pudo soportar la espera más tiempo. Dio un paso hacia la cama, con la esperanza de obligar a aquella lagarta a que le mostrase sus poderes; fueran los que fuesen. Pero seguía sin haber ninguna reacción. ¿Sería posible que ella hubiera malinterpretado los signos? ¿Acaso no sería la arrogancia lo que hacía que la mujer se estuviera tan quieta, sino la desesperación? ¿Se atrevería a esperar que la Custodia se hallase, de algún modo, milagrosamente indefensa?

Le tocó a Mimi la palma abierta, rozando la gastada caligrafía que había en ella. El poder que quedaba allí estaba muerto; y ninguna otra cosa procedente de la mujer que yacía en la cama le salió al encuentro.

Si Immacolata conoció el placer, lo conoció entonces. Por improbable que pareciese, la Custodia se encontraba desarmada. No poseía ningún encantamiento final y devastador. En el caso de que alguna vez hubiera tenido tal autoridad, la edad la había hecho decaer.

—Es hora ya de que abandones tu carga —le dijo; y dejó que un goteo de tormento trepase por el aire por encima de la temblorosa cabeza de Mimi.

2

La enfermera de noche consultó el reloj de la pared. Habían pasado treinta minutos desde el momento en que dejase envuelta en llantos a la hija de la señora Laschenski en compañía de esta última. Hablando en sentido estricto, tendría que haberle dicho a la visitante que volviera a la mañana siguiente, pero aquella mujer había estado viajando de noche, y además lo más probable era que la paciente no llegara a ver la luz del día. Las reglas debían estar compensadas con la compasión, pero media hora de visita era ya suficiente.

Justo al echar a andar por el pasillo oyó un grito que procedía de la habitación de la anciana juntamente con ruido de muebles volcándose. Llegó hasta la puerta en cuestión de segundos. El picaporte estaba frío y húmedo y no giraba. Dio unos rápidos golpes en la puerta al tiempo que los ruidos de dentro se hacían aún más fuertes.

—¿Qué está pasando ahí? —preguntó con voz exigente.

Dentro, la Hechicera miró el saco de huesos secos y carne marchita que yacía en la cama. ¿De dónde habría sacado aquella mujer la fuerza de voluntad necesaria para desafiarla, para resistirse a las agujas del interrogatorio que el menstruum le había clavado en el cielo del paladar, haciéndolas penetrar hasta los mismísimos pensamientos?

El Consejo había obrado con acierto al escoger a Mimi como una de las tres guardianas del Mundo Entretejido. Incluso ahora, mientras el menstruum le perforaba los cierres herméticos del cerebro, la anciana estaba preparando una defensa final, que al mismo tiempo era absoluta. Iba a morir. Immacolata pudo ver la muerte dispuesta a cernirse sobre aquella mujer antes de que las agujas consiguieran sacarle ningún secreto.

Al otro lado de la puerta las llamadas de la enfermera subían de tono y de volumen.

—¡Abra la puerta! ¡Por favor, abra la puerta!

El tiempo se estaba agotando. Haciendo caso omiso de las llamadas de la enfermera, Immacolata cerró los ojos y se puso a excavar en el pasado buscando una conjunción de formas que esperaba lograran perturbar la razón de la anciana el tiempo suficiente para que las agujas hicieran su trabajo. Una parte de la unión fue evocada con bastante facilidad: una imagen de muerte arrancada del único refugio en el Reino, el Sepulcro de las Mortalidades. La otra parte resultó más problemática, porque ella sólo había visto una o dos veces al hombre que Mimi había dejado en la Fuga. Pero el menstruum tenía su propia forma de sacar a flote los recuerdos, y, ¿qué mejor prueba de la potencia del espejismo que la expresión que ahora asomaba al rostro de la anciana al ver que su amor perdido se le aparecía a los pies de la cama levantando aquellos brazos en descomposición? Aprovechando la Ocasión, Immacolata apretó los puntos del interrogatorio en el interior de la corteza de la Custodia, pero antes de tener oportunidad de encontrar la alfombra en aquel lugar. Mimi —con un último y colosal esfuerzo— agarró la sábana con la mano que aún tenía buena y la echó sobre el fantasma, como una petición en forma de juego de palabras ante el farol de la Hechicera. Luego cayó de la cama por un lado, muriendo antes de llegar al suelo. Immacolata chilló para expresar la furia que sentía; y mientras lo hacía la enfermera abrió la puerta.

Lo que la mujer vio en la habitación Seis nunca se atrevería a contarlo, jamás en el resto de su larga vida. En parte porque temería las mofas de sus congéneres; y en parte porque, si sus ojos no la habían engañado y en el mundo de los vivos existían terrores semejantes a los que vislumbrara en la habitación de Mimi Laschenski, cabía dentro de lo posible que el hecho de hablar de ellos les sirviera de invitación para que se acercasen; y ella, que era una mujer de su tiempo, no disponía de las suficientes oraciones ni del suficiente talento para mantener a raya tal oscuridad.

Además, se desvanecieron en cuanto ella les puso los ojos encima —la mujer desnuda y el hombre muerto a los pies de la cama—, desaparecieron como si no hubieran existido nunca. Y allí dentro solamente estaba la hija diciendo:

—No… no…

Y la madre muerta en el suelo.

—Iré a buscar al médico —dijo la enfermera—. Por favor, quédese aquí.

Pero cuando volvió a la habitación, la afligida mujer había dicho su adiós final y se había marchado.

3

—¿Qué ha pasado? —preguntó Shadwell mientras se alejaban del hospital en el coche.

—Está muerta —repuso Immacolata; y no dijo nada más hasta que se hubieron alejado por lo menos tres kilómetros de las puertas del hospital.

Shadwell sabía que era mejor no presionarla. Immacolata diría lo que tuviera que decir en el momento que considerase oportuno.

Lo que sucedió cuando dijo:

—No tenía defensa alguna, Shadwell, salvo algún que otro truco sifilítico que yo aprendí en la cuna.

—¿Cómo es posible?

—A lo mejor es que sencillamente se hizo vieja —fue la respuesta de Immacolata—. Se le pudrió la mente.

—¿Y los otros Custodios?

—¿Quién sabe? Muertos, tal vez. Se adentraron sin darse cuenta en el Reino. Ella estaba sola, al final. —La Hechicera sonrió; una expresión con la que su rostro no estaba familiarizado—. Y allí estaba yo, cautelosa y calculadora, temiendo que ella dispusiera de algún encantamiento capaz de deshacerme; y no tenía nada. Nada. Sólo una mujer vieja agonizando en una cama.

—Si ella es la última, no hay nada que nos pueda detener, ¿no es así? No queda nadie que pueda mantenernos alejados de la Fuga.

—Eso parece —repuso Immacolata; luego se quedó callada de nuevo, contentándose con mirar al Reino dormido que parecía deslizarse por la ventanilla del coche.

Todavía la asombraba aquel lugar triste. No por los particulares aspectos físicos que tenía, sino por lo impredecible que era.

Aquí se hacían viejos los Guardianes del Tejido. Ellos —que habían amado la Fuga lo bastante como para dar sus vidas intentando que ésta no sufriera daño— habían acabado por descuidar la vigilancia y se habían marchitado convirtiéndose en seres desmemoriados. Pero el odio recuerda, no obstante; el odio continúa recordando mucho después de que el amor haya olvidado. El que ella viviera era prueba de ello. Su objetivo —encontrar la Fuga y romperle el brillante corazón— seguía tan vivo como siempre después de una búsqueda que la había llevado tanto tiempo como dura toda una vida humana.

Y esa búsqueda pronto habría terminado. Encontrarían a la Fuga y la pondrían a subasta, convertirían sus territorios en terrenos de juego para los Cucos y a sus pueblos —las cuatro grandes familias— los venderían como esclavos o los abandonarían condenados a vagar en este lugar sin esperanza. Immacolata miró hacia la ciudad. Una luz nerviosa bañaba los ladrillos y el hormigón, espantando cualquier pequeño hechizo que la noche hubiera podido prestarles.

La magia de los Videntes no podía sobrevivir mucho tiempo en un mundo como aquél. Y, despojados de sus encantamientos, ¿qué eran? Un pueblo perdido, con visiones detrás de los ojos y sin poder para hacer que tales visiones se convirtieran en realidad.

Ellos y aquella ciudad abandonada a su suerte tendrían mucho de que hablar.

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