VII.
UN LIBRO ABIERTO

1

La Ley había llegado a Nadaparecido; y no había en contrado a nadie. Había hecho su aparición con porras, escudos antidisturbios y balas, preparada para una rebelión armada. Pero tampoco de eso había encontrado ni un soplo. Lo único que había encontrado era un laberinto de calles sombreadas, la mayoría desiertas, y unos cuantos peatones que inclinaban la cabeza al menor indicio de un uniforme.

Hobart había ordenado inmediatamente que se llevara a cabo un registro casa por casa. Aquel registro había sido recibido con algunas miradas agrias, pero en realidad poco más que eso. El policía estaba bastante decepcionado; habría sido muy gratificante encontrar algo sobre lo que poder ejercer su autoridad. Resultaba demasiado fácil, lo sabía muy bien, ser arrullado por una falsa sensación de seguridad, en especial cuando una prevista confrontación había fallado y no se había hecho realidad. Vigilancia era ahora la palabra clave; vigilancia sin fin.

Por esa razón Hobart había decidido ocupar una casa que disfrutara de buenas vistas del poblado, sobre todo desde los pisos más altos, un lugar donde pudiera alojar se durante aquella noche. El día siguiente traería consigo el gran empujón sobre el Torbellino, empujón que con toda seguridad no estaría libre de alguna oposición. Pero ¿quién podría sentirse seguro con una gente como aquélla? Todos eran extremadamente dóciles; como animales cayendo de bruces al primer síntoma de un poder superior.

La casa de la que se había apropiado tenía poco de recomendable, aparte de las vistas. Era un laberinto de habitaciones; había toda una colección de murales desvaídos que el policía no se tomó la molestia de observar detenidamente; los muebles eran escasos y renqueantes. La incomodidad de aquel lugar no molestó a Hobart: él era un amante de la vida espartana. Pero sí que le molestaba el ambiente; experimentaba la sensación de que los inquilinos desalojados seguían allí, sólo que fuera de la vista. Si Hobart hubiese sido un hombre de los que creen en fantasmas, habría asegurado que aquella casa estaba embrujada. Pero no era de ese tipo de hombres, de modo que se guardó sus miedos para él solo, y con ello sólo consiguió que se le multiplicaran.

Había caído la tarde, y las calles allá abajo, estaban sumidas en la oscuridad. Ahora Hobart podía ver poca cosa desde la alta ventana en que se encontraba, pero oía las risas que llegaban desde abajo. Les había dado la noche libre a sus hombres para que se divirtieran, advirtiéndoles que no debían olvidar ni un momento que aquel poblado era territorio enemigo. Las risas que oía se hicieron más alborotadas y luego se fueron apagando calle abajo. «Que disfruten», pensó. Al día siguiente la cruzada los llevaría a un terreno que la gente del lugar consideraba sagrado: si aquella gente pensaba oponer alguna resistencia, sería entonces el momento más adecuado para hacerlo. Ya había visto cómo sucedía lo mismo en el mundo exterior: había hombres incapaces de levantar un dedo aunque les estuvieran quemando la casa y que en cambio se ponían furiosos si alguien les tocaba cualquier baratija que considerasen santa. El día siguiente prometía ser ajetreado, y también sangriento.

Richardson había declinado la oportunidad de tomarse la noche libre, prefiriendo quedarse en la casa y hacer un informe de los acontecimientos del día para sus archivos personales. Llevaba un Diario de todos sus movimientos, que registraba con una letra menuda y meticulosa. Ahora estaba trabajando en el mismo, mientras Hobart escuchaba las risas que iban desapareciendo abajo, en la calle.

Finalmente dejó la pluma.

—¿Señor?

—¿Qué hay?

—Esta gente, señor. A mí me parece… —Richardson se interrumpió, dudando si sería lo más acertado expresar en voz alta aquella pregunta que lo había estado atormentando desde que llegaron allí—. A mí me parece que no tienen mucho aspecto de humanos.

Hobart observó con atención a aquel hombre. Llevaba el pelo inmaculadamente cortado, las mejillas inmaculadamente afeitadas, el uniforme inmaculadamente planchado.

—Puede que tenga usted razón —repuso.

Un destello de angustia le cruzó entonces a Richardson por el rostro.

—No comprendo, señor…

—Mientras esté usted aquí, no deberá creer nada de lo que vea.

—¿Nada, señor?

—Nada de nada —le indicó Hobart. Puso los dedos en el cristal. Estaba frío; el calor de su cuerpo prestó a la punta de los dedos halos de bruma—. Todo este lugar es un amasijo de espejismos. De trucos y trampas. Y no hay que fiarse de nada de ello.

—¿No es real? —quiso saber Richardson.

Hobart se quedó mirando fijamente por encima de los tejados de aquel pequeño ningunaparte, y decidió darle la vuelta a la pregunta. Real era una palabra que hacía que el mundo diese vueltas, lo que era sólido y verdadero. Y su otra cara, irreal, era lo que algún lunático encerrado en una celda se ponía a gritar a las cuatro de la madrugada; irreales eran los sueños de poder que carecían de sustancia alguna que les proporcionara el peso.

Pero el punto de vista que Hobart sostenía sobre aquellos temas había cambiado sutilmente desde que tuviera el primer encuentro con Suzanna. Había deseado poder capturar a aquella mujer más que a ninguna otra persona, y la persecución a la que habían sometido a la muchacha había ido llevando al policía de rareza en rareza hasta que estuvo tan fatigado que apenas si era capaz de distinguir la derecha de la izquierda. ¿Real? ¿Qué era real? Quizá (y este pensamiento habría sido inconcebible antes de conocer a Suzanna) real fuera meramente aquello que él dijera que era real. Él, Hobart, era el general, y el soldado necesitaba una respuesta en pro de su propia cordura. Una respuesta sencilla que le permitiera dormir profundamente.

Se la dijo.

—Aquí sólo la Ley es real —le indicó Hobart—. Tenemos que atenernos a eso. Todos nosotros. ¿Lo comprende?

Richardson asintió.

—Sí, señor.

Hubo una larga pausa durante la cual alguien en el exterior empezó a dar alaridos como un cherokee borracho. Richardson cerró el Diario y se acercó a la segunda ventana.

—Me pregunto… —comenzó a decir.

—¿Sí?

—Quizá yo debería salir a la calle. Sólo un rato. Para ver esos espejismos cara a cara.

—Puede ser.

—Ahora que sé que todo es mentira… —continuó Richardson—, me encuentro a salvo, ¿no es cierto?

—Tan a salvo como no lo volverá a estar en su vida —le dijo Hobart.

—Entonces, si a usted no le importa…

—Adelante. Véalo por usted mismo.

Richardson se marchó en cuestión de segundos y bajó por las escaleras. Momentos después Hobart divisó su silueta entre las sombras, avanzando calle abajo.

El inspector se estiró. Se sentía cansado hasta la médula. Había un colchón en la habitación de al lado, pero estaba decidido a no hacer uso del mismo. Poner la cabeza en una almohada era ofrecer a todas aquellas sombras que ocupaban el lugar una víctima fácil.

En lugar de ello se sentó en una de las sencillas sillas y sacó del bolsillo el libro de cuentos. No lo había dejado de mano desde el momento en que lo confiscase; había perdido la cuenta de las veces que se había puesto a repasar aquellas páginas. Ahora volvió a hacer lo mismo. Pero los renglones de aquella prosa se fueron haciendo más brumosos ante sus ojos, y por más que intentaba mantenerse espabilado los párpados le iban pesando cada vez más.

Mucho antes de que Richardson se hubiera buscado un espejismo que poder llamar propio, la Ley que había llegado a Nadaparecido se había quedado dormida.

2

A Suzanna no le resultó excesivamente difícil esquivar a los hombres de Hobart una vez que puso de nuevo los pies en el poblado. A pesar de que hormigueaban por los callejones, las sombras se habían hecho muy densas, de una forma casi sobrenatural, de modo que logró mantenerse siempre unos cuantos pasos por delante del enemigo. Conseguir llegar hasta Hobart era ya otro cantar, sin embargo. Aunque la muchacha estaba deseando terminar cuanto antes con el trabajo que la había llevado hasta allí, no había ninguna necesidad de arriesgarse a que la detuvieran. Ya había conseguido escapar dos veces de sus guardianes; querer hacerlo tres veces quizá fuera tentar demasiado la suerte. A pesar de que la impaciencia la corroía, decidió esperar hasta que la luz diurna se atenuase. Los días eran todavía cortos en aquella época del año; sólo tardaría unas horas en hacerse de noche.

Se buscó una casa vacía —sirviéndose en ella de algunos alimentos sencillos que los dueños habían abandonado allí— y recorrió las resonantes habitaciones hasta que la luz de la calle empezó a disminuir. Los pensamientos de Suzanna volvían una y otra vez a Jerichau y a las circunstancias en que había muerto. Trató de recordar el aspecto que él tenía y, aunque obtuvo cierto éxito con los ojos y las manos, no logró recomponer el retrato completo. Aquel fracaso deprimió a la muchacha. Qué pronto había desaparecido Jerichau.

Suzanna acababa de decidir que ya estaba lo bastante oscuro como para aventurarse a salir al exterior, cuando oyó voces. Se acercó hasta el final de las escaleras y se puso a atisbar la fachada de la casa.

—Aquí no… —oyó susurrar a una voz de muchacha.

—¿Por qué no? —le preguntó su acompañante masculino con voz borrosa. Un miembro de la compañía de Hobart, sin duda—. ¿Por qué no? Es un lugar tan bueno como cualquier otro.

—Ya hay alguien ahí dentro —le indicó la muchacha mirando fijamente hacia el misterio de la casa.

El hombre se echó a reír.

—¡Sucios jodedores! —gritó. Luego cogió bruscamente a la mujer por un brazo—. Busquemos otro lugar —dijo.

Y se fueron de allí, perdiéndose en la calle.

Suzanna se preguntó si Hobart habría sancionado aquella confraternización. No podía creer que lo hubiera hecho.

Ya era hora de dejar de acecharlo y zanjar de una vez las cuentas que tenía pendientes con el policía. Suzanna se deslizó fuera de la casa, inspeccionó la calle y luego se adentró en la noche.

El aire era fragante, y con tan pocas luces como había encendidas en las casas —las que habían eran sencillas llamas de vela—, el cielo estaba brillante en lo alto y las estrechas semejaban gotas de rocío sobre terciopelo. La muchacha caminó un trecho con el rostro vuelto hacia el cielo, hechizada por el panorama que se le ofrecía. Pero no tan hechizada como para no advertir la proximidad de Hobart. El policía andaba por allí cerca. Pero ¿dónde? Suzanna no podía malgastar horas preciosas yendo de casa en casa tratando de encontrarlo.

«Cuando dudes, pregunta a un policía». Aquél había sido uno de los dichos favoritos de su madre, y nunca había resultado tan oportuno como ahora. A sólo unos cuantos metros de donde Suzanna se encontraba, un miembro de las hordas de Hobart se hallaba orinando contra una pared al tiempo que cantaba una desafinada versión de Land of Hope and Glory como acompañamiento del chorro.

Confiando en que la borrachera le impidiera reconocerla, Suzanna le preguntó por el paradero de Hobart.

—No lo necesitas para nada —le dijo el hombre—. Ven aquí. Estamos celebrando una fiesta.

—Puede que venga más tarde. Ahora tengo que ver al inspector.

—Si no hay más remedio… —aceptó el hombre—. Se encuentra en aquella casa grande, la que tiene las paredes blancas. —Apuntó en la misma dirección por la que Suzanna había venido, chapoteando con los pies al hacerlo—. Por ahí, torciendo a la derecha —le indicó.

Aquellas instrucciones, a pesar del deplorable estado en que se hallaba el que se las había proporcionado, le resultaron muy útiles a Suzanna. A la derecha salía una calle de moradas silenciosas, y en la esquina del siguiente cruce había una casa de tamaño considerable cuyas paredes se veían pálidas a la luz de las estrellas. No había nadie apostado de centinela a la puerta; sin duda los guardias habían sucumbido a cualquier placer que Nadaparecido les pudiera ofrecer. Abrió la puerta de un empujón y entro en la casa sin obstáculos.

Había escudos antidisturbios apoyados contra la pared de la habitación a que la muchacha había entrado, pero no necesitaba mayor confirmación de que aquella era la casa indicada. Su estómago ya era consciente de que Hobart se encontraba en una de las habitaciones del piso de arriba.

Empezó a subir por las escaleras, sin saber a ciencia cierta qué haría cuando se encontrara cara a cara con el policía. La persecución a que Hobart la había sometido le había convertido la vida en una pesadilla, y quería hacérselo lamentar. Pero no podía matarlo. Despachar a la Magdalena ya había sido bastante terrible; matar a un ser humano era más de lo que su conciencia le permitía. Lo mejor sería reclamarle el libro y después marcharse.

En lo alto de las escaleras había un pasillo, y al final del mismo se veía una puerta entreabierta. Suzanna se dirigió hacia ella y la abrió del todo. Allí estaba su enemigo; solo, desplomado en una silla y con los ojos cerrados. En las rodillas descansaba el libro de cuentos de hadas. Con sólo verlo a la muchacha se le alteraron los nervios. No se quedó titubeando en el umbral, sino que cruzó los desnudos tablones del suelo hacia donde él dormitaba.

En sueños, Hobart flotaba en algún lugar brumoso. Alrededor de la cabeza le revoloteaban polillas que no dejaban de golpearle los ojos con sus polvorientas alas, pero el policía no era capaz de levantar los brazos para espantarlas. Presentía la existencia de peligro en algún lugar cercano. Pero ¿de qué dirección procedía?

La bruma se trasladó primero a su izquierda y luego a su derecha.

—¿Quién…? —murmuró el policía.

Aquella palabra hizo que Suzanna se detuviera en seco. Se encontraba a un metro de la silla, no más. Hobart masculló algo; unas palabras que la muchacha no logro comprender. Pero el policía no se despertó.

A través de los párpados Hobart vislumbró una forma borrosa entre la bruma. Luchó por liberarse del letargo que lo aplastaba; luchó por despertarse y defenderse.

Suzanna dio otro paso hacia el durmiente.

Éste gimió de nuevo.

La muchacha alargó la mano para coger el libro; tenía los dedos temblorosos. Cuando los estaba cerrando en torno al libro, Hobart abrió los ojos de par en par. Antes de que Suzanna pudiera arrebatarle el libro, él lo apretó con más fuerza. Luego se puso en pie.

¡No! —gritó.

El sobresalto que le produjo el despertar de Hobart hizo que Suzanna estuviera a punto de soltar el libro, pero no iba abandonar su presa ahora; aquel libro era propiedad suya. Hubo un momento de lucha entre los dos para ver quién se quedaba con el volumen.

Luego —sin previo aviso— un velo de oscuridad se alzó desde las manos de ambos, o, mejor dicho, desde el libro que sostenían entre los dos.

Suzanna miró a Hobart a los ojos. Éste compartía el mismo sobresalto que ella ante aquel poder que de repente se había desencadenado entre los dedos entrelazados de ambos. La oscuridad se alzó entre ellos como humo y floreció contra el techo, volviendo a caer de inmediato y encerrándolos a ambos en una noche dentro de otra noche.

Oyó que Hobart soltaba un grito de miedo. Un instante después unas palabras parecieron alzarse del libro, unas formas blancas que resaltaban en el humo y que al elevarse se convertían en aquello que significaban. O bien eso, o ella y Hobart estaban cayendo y convirtiéndose en símbolos al tiempo que el libro se abría para recibirlos. Fuera lo que fuese —quizá ambas cosas a la vez—, al final todo era lo mismo.

Elevarse o caer como lenguaje de vida; el caso era que ambos fueron a parar a la tierra de los cuentos.

Sortilegio
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
Section0086.xhtml
Section0087.xhtml
Section0088.xhtml
Section0089.xhtml
Section0090.xhtml
Section0091.xhtml
Section0092.xhtml
Section0093.xhtml
Section0094.xhtml
Section0095.xhtml
Section0096.xhtml
Section0097.xhtml
Section0098.xhtml
Section0099.xhtml
Section0100.xhtml
Section0101.xhtml
Section0102.xhtml
Section0103.xhtml
Section0104.xhtml
Section0105.xhtml
Section0106.xhtml
Section0107.xhtml
Section0108.xhtml
Section0109.xhtml
Section0110.xhtml
Section0111.xhtml
Section0112.xhtml
Section0113.xhtml
Section0114.xhtml
Section0115.xhtml
Section0116.xhtml
Section0117.xhtml
Section0118.xhtml
Section0119.xhtml