VIII.
OJOS NUEVOS PARA LO VIEJO
El río Mersey estaba alto aquella noche, y corría rápido; sus aguas ofrecían un asqueroso color marrón con espuma gris. Cal se apoyó en la barandilla del paseo y se quedó mirando al otro lado del revuelto río, hacia los abandonados astilleros de la orilla opuesta. En otro tiempo aquella vía fluvial había albergado abundante tráfico de barcos, que llegaban semihundidos bajo el peso de la carga y cabalgaban alto cuando zarpaban hacia la lejanía. Pero ahora se encontraba vacío. Las dársenas estaban obstruidas con sedimentos, y los muelles y almacenes ociosos. La ciudad fantasma; apropiada sólo para espíritus.
Él mismo se sentía como un fantasma. Como un errante sin sustancia. Y además tenía frío, como deben tenerlo los muertos. Se metió las manos en los bolsillos de la cazadora para calentárselas, y allí sus dedos se encontraron con media docena de cosas blandas, que Cal sacó y se puso a examinar bajo la luz de una farola cercana.
Parecían ciruelas secas, sólo que la piel era mucho más tosca, como cuero de zapato viejo. Resultaba evidente que era una fruta, pero ninguna variedad cuyo nombre conociera. ¿De dónde las había sacado, y cómo? Olisqueó una de ellas. Olía un poco a fermentación, como un vino fuerte. Y resultaba apetitoso, incluso tentador. El aroma le recordó que no había probado nada desde la hora de comer.
Se llevó la fruta a los labios, y pudo desgarrar aquella piel arrugada con los dientes sin dificultad. El aroma no le había engañado; la carne que había dentro realmente tenía un sabor alcohólico; el jugo le quemó la garganta como el coñac.
Masticó y se llevó la fruta a los labios para dar otro bocado antes de haber tragado el primero, y se la terminó, semillas y todo, con un apetito feroz.
Inmediatamente empezó a devorar otra. De pronto se sentía hambriento. Se quedó debajo de la farola, azotada por el viento, en medio de un charco de luz que danzaba, y se alimentó como si no hubiera comido en una semana.
Estaba mordiendo la penúltima de aquellas frutas cuando se le ocurrió que la oscilación de la farola no era la única causa del movimiento de la luz que estaba alrededor de él. Miró la fruta que tenía en la mano, pero no consiguió enfocarla con claridad. ¡Dios bendito! ¿Se habría envenenado? La fruta que le quedaba se le cayó de la mano, y ya estaba a punto de meterse los dedos por la garganta para vomitar las demás cuando le sobrevino la más extraordinaria de las sensaciones.
Cal se elevó; o por lo menos una parte de él.
Seguía teniendo los pies sobre el asfalto, lo sentía sólido bajo la suela de los zapatos, pero aun así flotaba. Ahora la farola brillaba debajo de él, el paseo se extendía a su derecha e izquierda, y el río golpeaba contra las márgenes, salvaje y oscuro.
El loco racional que había en él le dijo: «Estás ebrio; esas frutas te han emborrachado».
Pero Cal no se sentía ni enfermo ni descontrolado; tenía la vista (las vistas) claras. Seguía viendo perfectamente con los ojos de la cara, pero también desde otro punto más ventajoso por encima suyo. Y tampoco era eso todo lo que podía ver. Una parte de él se encontraba también con los papeles y las hojas del suelo, volando a ráfagas por el paseo; y otra parte estaba en el Mersey, mirando hacia la orilla.
Aquella proliferación de puntos de vista no lo confundió; las vistas se mezclaban y ensamblaban todas dentro de la cabeza, en un dibujo de subidas y bajadas; de mirar hacia fuera y hacia atrás, hacia lo lejos y hacia lo cercano.
Él no era uno, sino muchos.
El, Cal; él, el hijo de su padre; él, el hijo de su madre; él, un niño enterrado en un hombre, y un hombre soñando con ser un pájaro.
¡Un pájaro!
Y de pronto lo recordó todo; todas las maravillas que había olvidado empezaron a fluir con unas particularidades exquisitas. Un millar de momentos, vislumbres y palabras.
Un pájaro, una persecución, un patio, una alfombra.
Un vuelo (y él el pájaro; ¡sí!, ¡sí!); luego enemigos y amigos; Shadwell, Immacolata; los monstruos; y Suzanna, su preciosa Suzanna, ocupando de pronto un claro lugar en la historia que su mente se estaba contando a sí misma.
Lo recordó todo; la alfombra deshaciéndose, la casa desmoronándose; luego la entrada en la Fuga y las glorias que aquella noche había comportado.
Necesitó todos aquellos recién hallados sentidos para retener los recuerdos, pero no se sentía abrumado. Parecía como si soñase todos ellos a la vez; los abarcó en un momento demasiado dulce para poder expresarlo con palabras; una reunión del yo y otro yo secreto que fue un recordar heroico.
Y, tras el reconocimiento, las lágrimas, pues por primera vez tocó el dolor enterrado que había sentido al perder al hombre que le había enseñado el poema que recitase allá, en el huerto de Lo: su padre, que había vivido y muerto sin conocer siquiera una sola vez lo que Cal conocía ahora.
Momentáneamente, la pena y la sal le hicieron recuperar la consciencia de sí mismo, y una vez más tuvo una sola visión, de pie bajo la luz incierta, privado de…
Luego el alma se le remontó de nuevo, esta vez más alto, y más alto, y llegó a alcanzar velocidad de huida.
De pronto se encontró arriba, muy arriba, por encima de Inglaterra.
Bajo él la luz caía sobre brillantes continentes de nubes, cuyas extensas sombras se movían en las laderas de las colinas y en los suburbios como silenciosos guardianes del sueño. Cal también avanzó, transportado por los mismos sueños. Sobre franjas de terreno cuyos postes de conducción eléctrica avanzaban a grandes zancadas en zumbantes hileras sobre calles de ciudad que la hora había vaciado de cualquier otra cosa que no fueran criminales y perros callejeros.
Y este vuelo, en el que miraba hacia abajo como un halcón perezoso mientras las estrellas le quedaban a la espalda y la isla debajo, este vuelo fue el compañero de aquel otro que Cal había realizado por encima de la alfombra, por encima de la Fuga.
Tan pronto como su mente hubo regresado al Mundo Entretejido, a Cal le dio la impresión de saber en qué lugar se encontraba éste bajo él. No tenía la vista tan aguda como para localizar el lugar exacto, pero sabía que sería capaz de encontrarlo sólo con que pudiera conservar intacto aquel nuevo sentido cuando por fin regresara al cuerpo que había quedado allá, por debajo de él.
La alfombra se hallaba al nornordeste de la ciudad, de eso estaba seguro; a muchos kilómetros de distancia, y seguía alejándose. ¿Estaría en manos de Suzanna? ¿Estaría Suzanna huyendo hacia algún lugar remoto en donde confiaba que sus enemigos no llegasen? No, la noticia era todavía peor que eso, Cal lo presentía. El Mundo Entretejido y la mujer que lo transportaba se hallaban en un terrible peligro, allá abajo, en algún lugar…
Ante aquel pensamiento, su cuerpo se posesionó de nuevo de todo él, Cal lo sintió a su alrededor —el calor, el peso— y se alegró de comprobar su propia solidez. Aquellos pensamientos voladores estaban muy bien, pero ¿de qué servían sin músculos y huesos para poder actuar?
Un momento después se encontró otra vez de pie bajo la luz de la farola; el río seguía revuelto y las nubes que Cal acababa de ver desde arriba se movían en silenciosas flotillas impulsadas por un viento que olía a mar. Pero la sal cuyo sabor Cal estaba experimentando no era sal marina; eran las lágrimas que había derramado por la muerte de su padre, y por el olvido, y quizá también por su madre, porque ahora le parecía que todas las pérdidas eran una sola, y que todos los olvidos eran un solo olvido.
Pero se había traído consigo una nueva sabiduría de las alturas. Ahora sabía que las cosas olvidadas pueden volver a la memoria otra vez; y que las cosas perdidas podían volver a encontrarse.
Aquello era lo único que importaba en el mundo: buscar y hallar.
Miró en dirección nornordeste. Aunque las muchas vistas que había tenido ahora se habían reducido de nuevo a una sola, estaba completamente seguro de que todavía era capaz de encontrar la alfombra.
La vio con el corazón. Y, habiéndola visto, salió en su persecución.