XI.
EN LA GLORIETA
1
Se había prometido a sí mismo no volverse a mirar hacia el huerto, y se mantuvo fiel a tal promesa hasta el mismísimo final en que, antes de que la noche que los rodeaba se tragase por completo aquella vista, le flaquearon las fuerzas y se volvió a mirar.
Sólo pudo ver el círculo de luz donde había estado recitando los versos de Mooney el Loco; luego la ricksha dobló una curva y la vista desapareció.
Floris respondió al mandado de Chloe. Vaya si fueron de prisa. El vehículo rodaba y traqueteaba, lanzado sobre las piedras y pastos con igual entusiasmo y amenazando todo el tiempo con hacer salir despedidos a los pasajeros. Cal se sujetó al costado del vehículo y estuvo contemplando la Fuga que pasaba ante sus ojos. Se maldijo a sí mismo por dormirse en la forma en que lo había hecho y perderse una noche de exploración. La primera vez que había vislumbrado el Mundo Entretejido le había resultado muy familiar, pero viajando por aquellas carreteras se sentía como un turista que mirase amorosamente las vistas de un país extraño.
—Es un lugar extraño —comentó cuando pasaban bajo una roca que había sido esculpida con la forma de una ola enorme y oscilante.
—¿Qué se esperaba? —quiso saber Chloe—. ¿El patio de atrás de su casa?
—No exactamente. Pero, en cierto modo, creí que lo conocía. Por lo menos en un sueño.
—El paraíso siempre tiene que ser más raro de lo que uno espera, ¿no cree? Si no, pierde el poder de fascinar. Y usted está fascinado.
—Sí —reconoció Cal—. Y asustado.
—Naturalmente —le dijo Chloe—. Eso mantiene la sangre fresca.
Cal no alcanzó a comprender bien aquel comentario, pero había otras cosas que reclamaban su atención. A cada vuelta o recodo se encontraba con una nueva vista. Y delante la más impresionante de todas ellas; el irritante muro de nubes del Torbellino.
—¿Es ahí hacia donde nos dirigimos? —preguntó.
—Cerca —repuso Chloe.
Se adentraron de pronto en un bosquecillo de abedules cuya plateada corteza silbaba a la luz de los relámpagos que procedían de la nube; a continuación empezaron a subir por una pendiente que Floris enfiló a una velocidad impresionante. Al acabarse el bosquecillo el terreno cambiaba bruscamente de fisonomía. Ahora la tierra era más oscura, casi negra, y la vegetación parecía más propia de un invernadero que del aire libre. Y, lo que es más, al llegar a la cima de la pendiente y comenzar a viajar a lo largo de la cresta de la misma, Cal se encontró de repente presa de extrañas alucinaciones. No hacía más que vislumbrar a ambos lados de la carretera variadas escenas que en realidad no tenían lugar allí; eran semejantes a las imágenes de una televisión mal sintonizada que se desenfocase y luego volviese a enfocarse de nuevo. Distinguió una casa construida en forma de observatorio y algunos caballos que pastaban a su alrededor, vio también a varias mujeres, ataviadas con vestidos de seda acuosa, que reían todas juntas. Cal pudo ver asimismo muchas otras cosas, pero ninguna de ellas durante un tiempo superior a unos cuantos segundos.
—¿Le parece perturbador? —le preguntó Chloe.
—¿Qué está sucediendo?
—Este es un terreno paradójico. Estrictamente hablando, usted no debería estar aquí, de ninguna manera. Siempre existen peligros.
—¿Qué peligros?
Si ella llegó a ofrecerle alguna respuesta, ésta quedó ahogada por el estallido de un trueno procedente del vientre del Torbellino que siguió a un relámpago de color lila. Se encontraban a menos de quinientos metros de la nube; a Cal se le erizó el vello de los brazos y de la nuca; le dolían los testículos.
Pero a Chloe no le interesaba nada el Manto Incandescente. Estaba contemplando el Amadou, que se movía en el cielo detrás de ellos.
—Ha empezado la tarea de volver a tejer —le dijo a Cal—. Por eso está tan inquieto el Torbellino. Tenemos menos tiempo de lo que yo pensaba.
Al oír aquello Floris apretó el paso y echó a correr, lo cual hizo que sus talones desprendieran del suelo tierra suelta que penetró en la ricksha.
—Es lo mejor —continuó Chloe—. Así no tendrá tiempo de ponerse sensible.
Tras tres minutos más de aquel viaje magullador, llegaron a un pequeño puente de piedra ante el cual Floris detuvo el vehículo levantando una nube de polvo.
—Aquí es donde nos apeamos —le indicó Chloe. Y guió a Cal por un breve tramo de escalones que conducían al puente. Éste estaba tendido sobre un barranco estrecho, aunque profundo, cuyos lados se hallaban cubiertos de musgo y helechos. Por debajo corría el agua, que iba a alimentar un estanque en el que saltaban los peces.
—Vamos, vamos —le urgió Chloe, e hizo que Cal se apresurase a cruzar el puente.
Ante ellos había una casa cuyas puertas y contraventanas estaban abiertas de par en par. Las tejas de la techumbre se hallaban cubiertas de excrementos de pájaros, y varios cerdos, negros y grandes, dormitaban apoyados contra la pared. Uno de ellos se incorporó cuando Cal y Chloe se acercaron al umbral, y le olisqueó las piernas a Cal antes de volver a su sopor porcino.
En el interior no había luces encendidas; la única iluminación era la que proporcionaban los relámpagos, que, a tan corta distancia del Torbellino, eran casi constantes. Bajo aquella luz Cal examinó la habitación a la que Chloe le había conducido. Estaba escasamente amueblada, pero se veían papeles y libros en todas las superficies disponibles. En el suelo había extendida una colección de alfombras, todas ellas muy deshilachadas; y sobre una de éstas descansaba una enorme, y seguramente bastante anciana, tortuga. Al fondo de la habitación había una ventana grande que daba al Manto Incandescente. Delante de la misma se hallaba un hombre instalado en una silla sencilla y grande.
—Aquí lo tiene —le dijo Chloe. Cal no estaba muy seguro de quién estaba siendo presentado a quién.
O bien la silla o bien su ocupante emitió un crujido cuando el hombre se levantó. Era ya viejo, aunque no tanto como la tortuga; tendría más o menos la misma edad que Brendan, calculó Cal. Y su rostro estaba obviamente familiarizado con la risa, había conocido también el dolor. Una marca, semejante a una mancha de humo, le corría desde la raya del pelo hasta la nariz, donde se desviaba para bajar desde allí por la mejilla derecha. La cicatriz no le desfiguraba la cara, sino que más bien servía para conferirle cierto gesto de autoridad que de otro modo las facciones solas no habrían poseído. Los relámpagos iban y venían, grabando a fuego la silueta de aquel hombre en la mente de Cal, pero el anfitrión no pronunció palabra. Se limitó a mirar a Cal, y luego continuó mirándolo. Había placer reflejado en aquel rostro, aunque Cal no sabía bien porqué. Y tampoco se sentía dispuesto a preguntarlo, por lo menos no hasta que el otro rompiera aquel silencio que flotaba entre ellos. Sin embargo, eso era algo que no parecía muy probable. El hombre se limitaba a seguir mirándolo fijamente.
Resultaba bastante difícil apreciar bien las cosas al resplandor de los relámpagos, pero a Cal le dio la impresión de que había algo familiar en aquel tipo. Y sospechando que se iba a pasar horas allí, de pie, a no ser que fuera él quien iniciase la conversación, formuló la pregunta que ya se había hecho mentalmente.
—¿Le conozco de algo?
El hombre entornó los ojos, como si agudizara la vista hasta convertirla en una punta de alfiler con la que perforar el corazón de Cal. Pero no hubo respuesta verbal.
—No le está permitido conversar con usted —le explicó entonces Chloe—. La gente que vive tan cerca del Torbellino… —Sus palabras se fueron apagando.
—¿Qué? —dijo Cal.
—No hay tiempo para más explicaciones —le dijo ella—. Pero créame.
El hombre no había apartado la mirada de Cal ni un segundo, ni siquiera para parpadear. El examen resultaba bastante benigno; quizá hasta amoroso. Cal se vio súbitamente vencido por unos fieros deseos de quedarse allí; de olvidarse del Reino y quedarse a dormir allí, en el Tejido; con los cerdos, los relámpagos y todo lo demás.
Pero Chloe le había puesto una mano en el brazo.
—Tenemos que irnos —le indicó.
—¿Tan pronto? —protestó Cal.
—Para empezar, nos estamos arriesgando mucho al traerle aquí —dijo ella.
El anciano avanzó ahora hacia ellos, con paso firme y la misma mirada. Pero Chloe intervino.
—Ahora no —le pidió.
El hombre frunció el ceño; tenía la boca tensa. Pero no se acercó más.
—Tenemos que marcharnos —le dijo ella al anciano—. Sabes que tenemos que hacerlo.
El hombre asintió. ¿Eran lágrimas lo que tenía en los ojos? A Cal le pareció que sí.
—Yo volveré a tiempo —continuó Chloe—. Sólo voy a llevarlo hasta el límite. ¿De acuerdo?
De nuevo el hombre asintió con un único movimiento de cabeza.
Cal levantó la mano en señal de despedida.
—Bueno —dijo, más sorprendido que nunca—. Ha sido… ha sido… un honor.
Una débil sonrisa le frunció el rostro al hombre.
—Le comprende —indicó Chloe—. Créame.
Llevó a Cal hasta la puerta. Los relámpagos ilummaron la habitación; un trueno hizo temblar el aire.
Desde el umbral de la puerta Cal le dirigió una última mirada a su anfitrión, y, con gran sorpresa por su parte —y, desde luego, con gran deleite—, vio que la sonrisa del hombre se convertía en un gesto de ironía que implicaba alguna sutil travesura.
—Cuídese —le dijo Cal.
Sonriendo al tiempo que las lágrimas le resbalaban por las mejillas, el hombre le hizo un gesto de despedida con la mano y se volvió hacia la ventana.
2
La ricksha les estaba aguardando al otro lado del puente. Chloe embutió a Cal en el asiento y echó fuera del vehículo los cojines con borlas a fin de aligerar la carga.
—Ve a toda velocidad —le indicó a Floris. No bien había terminado de decirlo cuando se pusieron en marcha.
Aquél fue un viaje como para poner los pelos de punta. Una gran urgencia se había apoderado de todo y de todos mientras la Fuga se disponía a perder su sustancia y a convertirse de nuevo en dibujo. En lo alto, el cielo nocturno era un laberinto de pájaros: los campos estaban haciendo grandes preparativos, como para una zambullida decisiva.
—¿Soñáis? —le preguntó Cal a Chloe mientras viajaban. La pregunta se le había ocurrido de improviso, pero de pronto había adquirido gran importancia para él.
—¿Soñar? —preguntó Chloe.
—¿Cuando estáis en el Tejido?
—Es posible… —dijo ella. Parecía preocupada—. Pero yo nunca recuerdo bien lo que sueño. Duermo demasiado profundamente… —Titubeó durante unos instantes y luego apartó la mirada de Cal antes de acabar diciendo—: Como si estuviera muerta.
—Pronto volveréis a despertar —intentó animarla Cal comprendiendo la melancolía que había invadido a Chloe—. Será sólo cuestión de unos cuantos días. —Trató de aparentar confianza, pero dudaba que resultase muy convincente. Sabía demasiado poco de lo que había ocurrido aquella noche. ¿Estaría Shadwell vivo todavía? ¿Y las hermanas? Y si era así, ¿dónde?—. Yo voy a ayudaros —continuó—. Eso sí que lo sé. Ahora soy parte de este lugar.
—Oh, sí —convino ella con gran solemnidad—. Sí que lo es. Pero, Cal… —Lo miró y le cogió una mano; Cal notó un lazo entre ambos, incluso cierta intimidad, que parecía totalmente desproporcionada para el escaso tiempo que hacía que se habían conocido—. Cal, la historia futura está llena de engaños y peligros.
—No te comprendo.
—Las cosas pueden borrarse con gran facilidad —le dijo Chloe—. Y para siempre. Créame. Para siempre. Vidas enteras desaparecen como si nunca se hubieran vivido.
—¿Me estoy perdiendo algo? —preguntó Cal.
—No dé por hecho que todo está garantizado.
—No lo hago —repuso él.
—Bien, bien. —Chloe pareció alegrarse un poco con aquello—. Es usted un hombre estupendo, Calhoun. Pero olvidará.
—¿Olvidar qué?
—Todo esto, la Fuga.
Cal se echó a reír.
—Nunca —dijo.
—Oh, sí, lo olvidará. En realidad es posible que se vea obligado a hacerlo. Tendrá que hacerlo o se le romperá el corazón.
Cal volvió a recordar a Lemuel y las palabras que le dijo a modo de despedida. «Recuerda», le había dicho éste. ¿Realmente sería tan difícil?
Si había algo más que decir sobre el tema quedó sin decirse, porque en aquel mismo momento Floris detuvo la ricksha con brusquedad.
—¿Cuál es el problema? —quiso saber Chloe.
El conductor de la ricksha señaló hacia adelante. A no más de cien metros de donde se encontraban, el paisaje y todo lo que contenía se estaba perdiendo en el Tejido; la materia sólida se transformaba en nubes de color de las cuales surgirían los hilos de la alfombra.
—Qué pronto —se quejó Chloe—. Baje, Calhoun. No podemos llevarle más adelante.
La línea del Tejido se iba aproximando como un fuego forestal, comiéndoselo todo a su paso. Era una escena sobrecogedora. Aunque Cal sabía perfectamente bien qué procedimientos se estaban llevando a cabo allí —y sabía que eran benevolentes—, aquella visión estuvo a punto de producirle escalofríos. Un mundo estaba disolviéndose delante de sus mismísimos ojos.
—De aquí en adelante se queda solo —le dijo Chloe—. ¡Da vuelta, Floris! ¡Y vuela!
La ricksha dio media vuelta.
—¿Y qué va a pasarme a mí? —le preguntó Cal.
—Usted es un Cuco —le gritó Chloe volviéndose mientras Floris tiraba de la ricksha y se alejaba—. Usted, sencillamente, puede salir al otro lado caminando.
Le gritó algo más, pero Cal no consiguió captarlo.
Esperó y le rogó a Dios que no fuera una oración.