VI.
LA CARNE ES DÉBIL
1
Aunque Shadwell había puesto sus miras en ocupar el Firmamento —el único edificio de la Fuga digno de alguien que se encuentre al borde de la Divinidad—, una vez que se hubo instalado allí se encontró con que era una residencia inquietante. Cada uno de los monarcas y matriarcas que habían ocupado aquel lugar en el transcurso de los siglos había conferido una visión peculiar a los salones y antecámaras con el único propósito de superar los misterios del ocupante anterior. El resultado era en parte un laberinto, en parte un místico viaje en un tren fantasma.
No era él el primer Cuco que exploraba los milagrosos pasillos del Firmamento. Varios otros miembros de la Humanidad habían logrado penetrar en aquel palacio años atrás para deambular por allí sin que los que habían construido el palacio les pusiesen ningún obstáculo, ya que no tenían deseo alguno de enturbiar la tranquilidad allí reinante con palabras fuertes. Perdidos en las profundidades del palacio, aquellos pocos Cucos habían tenido oportunidad de contemplar cosas que se llevarían consigo a la tumba. Una cámara en donde las baldosas de las paredes tenían tantas caras como un dado y daban vueltas eternamente; cada una de las caras encajaba en un fresco que nunca tenía un reposo lo bastante prolongado como para que la vista llegase a abarcarlo en su totalidad. Había también una habitación en la que la lluvia caía sin cesar, una cálida lluvia nocturna de primavera, y del suelo emanaba el típico olor de las aceras al refrescarse; y otra que a primera vista parecía completamente normal, pero que estaba construida con unas geometrías capaces de seducir los sentidos de tal manera que un hombre tan pronto podía creer que la cabeza se le hinchaba hasta llenar la habitación como que se le encogía hasta alcanzar el tamaño de un escarabajo.
Y al cabo de una hora, o de un día, de intrusión entre aquellas maravillas, algún guía invisible los conducía hasta la puerta, y emergían de allí como de un sueño. Luego tratarían de explicar lo que habían visto, pero algún fallo de la memoria y de la lengua entraba en funcionamiento para dejar reducidos sus intentos a un mero balbuceo. Desesperados, muchos de ellos volvían en busca de aquel delirio. Pero el Firmamento era una fiesta movible, y siempre se había escapado.
Shadwell era el primer Cuco, por lo tanto, que recoma aquellos pasillos hechiceros y los llamaba propios. No obstante, aquello no le proporcionaba placer alguno. Quizá fuera ésa la más elegante venganza del palacio sobre aquel no deseado ocupante.
2
A última hora de la tarde, antes de que la luz disminuyera demasiado, el Profeta se dirigió hacia lo alto de la atalaya del Firmamento para examinar desde allí sus territorios. A pesar de las exigencias de las últimas semanas —la mascarada, los mítines, el constante politiqueo—, no se encontraba cansado. Todo lo que les había prometido a sus seguidores y a sí mismo se había convertido en realidad. Era como si su actuación en el papel de Profeta le hubiera conferido poderes proféticos. Había encontrado el Tejido, tal como había dicho que haría, y se lo había quitado a los que lo custodiaban; había conducido a sus cruzados hasta el mismísimo corazón de la Fuga, silenciando con velocidad casi sobrenatural a cualquiera de aquellos que lo habían desafiado. Desde su elevado estado actual no había otra ruta por la que subir excepto la que llevaba a la Divinidad, y el medio para conseguir tal avance era visible desde donde él se encontraba en aquel momento.
El Torbellino.
Su Manto se agitaba y tronaba, ocultando sus secretos de la vista de todos, incluso de la de Shadwell. Daba igual. Al día siguiente, cuando el batallón de Hobart hubiera terminado la supresión de los nativos, escoltaría al Profeta hasta la puerta del Torbellino, el lugar que los Videntes llamaban Brillo Estrecho, y él entraría.
¿Y entonces? Ah, entonces…
Notó un frío helado en la nuca que lo sacó de sus pensamientos.
Immacolata estaba de pie en la puerta de aquella habitación mirador. La luz no era indulgente con ella. Ponía de manifiesto las heridas que tenía con toda su supurante gloria; y también ponía de manifiesto la fragilidad de la Hechicera; y su rencor. A Shadwell le repugnaba verla.
—¿Qué quieres? —le preguntó en tono exigente.
—He venido a reunirme contigo —respondió ella—. No me gusta este lugar. Apesta a Ciencia Antigua. —El Profeta se encogió de hombros, y le dio la espalda—. Se lo que estás pensando, Shadwell —continuó diciendo Immacolata—. Y, créeme, no sería prudente.
Shadwell no había oído pronunciar su nombre desde hacía mucho tiempo, y no le gustó cómo sonaba. Era una vuelta atrás en una biografía que ya casi había dejado de creer que fuese la suya.
—¿Qué es lo que no sería prudente? —quiso saber.
—Tratar de abrir brecha en el Torbellino. —Shadwell no contestó—. Es eso lo que pretendes, ¿no es así?
Immacolata todavía podía leer en su mente con demasiada facilidad.
—Quizá —repuso el Profeta.
—Eso sería un error que alcanzaría proporciones de cataclismo.
—¿Oh, de veras? —inquirió él sin quitar los ojos del Manto—. ¿Y por qué?
—Ni siquiera las Familias son capaces de comprender lo que crearon cuando pusieron en funcionamiento el Telar —le indicó la Hechicera—. Es algo que no se alcanza a conocer.
—No hay nada que no se pueda conocer —gruñó Shadwell—. No para mí. Ya no.
—Tú sigues siendo un hombre, Shadwell —le recordó ella—. Y eres vulnerable.
—Cierra la boca —le espetó el Profeta.
—Shadwell…
—¡Cierra la boca! —repitió; luego se volvió hacia Immacolata—. No quiero oír más tu derrotismo. Aquí estoy, ¿no es así? He vencido a la Fuga.
—Nosotros la vencimos.
—Muy bien, nosotros. ¿Y qué quieres a cambio de ese pequeño servicio?
—Ya sabes lo que quiero —dijo Immacolata—. Lo que siempre he querido. Un genocidio lento.
Shadwell sonrió. La respuesta que tenía a aquello hacia mucho tiempo que había estado formándose. Y cuando la exteriorizó habló lentamente.
—No —dijo—. No, no lo creo.
—¿Por qué hemos estado persiguiéndolos todos estos años? —le preguntó la Hechicera—. Era para que tú obtuvieras provecho y yo venganza.
—Pero las cosas han cambiado —le indicó él—. Eso debes comprenderlo.
—Tú quieres gobernarlos. Eso es, ¿no?
—Quiero más que eso —le aseguró Shadwell—. Quiero saber qué gusto tiene la creación. Quiero saber lo que hay en el Torbellino.
—Te hará pedazos.
—Lo dudo —dijo Shadwell—. Nunca he sido más fuerte que ahora.
—En el Sepulcro —le recordó Immacolata— dijiste que los destruiríamos juntos.
—Mentí —repuso Shadwell con ligereza—. Te dije lo que tú querías oír porque te necesitaba. Pero ahora me asqueas. Tendré otras mujeres nuevas cuando sea un Dios.
—¿De manera que un Dios? —A Immacolata pareció divertirle sinceramente aquella idea—. Tú eres un vendedor, Shadwell. Eres un cochambroso vendedor de tres al cuarto. Es a mí a quien adoran.
—Oh, sí —repuso Shadwell—. He visto a tu Culto. Un depósito de huesos y un puñado de eunucos.
—No dejaré que nadie me haga trampas, Shadwell —le aseguró Immacolata avanzando hacia él—. Y mucho menos tú, de todos los hombres.
Hacía muchos meses que Shadwell sabía que antes o después llegaría aquel momento en que la Hechicera comprendiese que la había estado manipulando. Y se había estado preparando para las consecuencias, despojándola callada y sistemáticamente de todos sus aliados y aumentando al mismo tiempo su propio arsenal de defensa. Pero Immacolata seguía teniendo el menstruum —de eso nunca se la podría despojar—, y aquello era formidable. En aquel momento lo vio retoñar en los ojos de la Hechicera y no pudo evitar sentir un amargo sobrecogimiento ante el menstruum.
Sin embargo consiguió dominar el instinto; en lugar de encogerse avanzó hacia ella y, poniéndole una mano en la cara, le acarició las lesiones y costras.
—Probablemente… —murmuró—. Pero tú no me matarías, ¿verdad?
—No me dejaré engañar —repitió Immacolata.
—Pero los muertos, muertos se quedan —sentenció Shadwell en tono apaciguador—. Yo no soy más que un Cuco. Y ya sabes lo débiles que somos. No hay Resurrecciones para nosotros.
La caricia de Shadwell se había ido haciendo más rítmica. Ella, la perfecta virgen; ella, todo hielo y pesar. En otros tiempos Immacolata le habría quemado la piel de los dedos por aquella indignidad cometida sobre su persona. Pero Mamá Pus estaba muerta, y la Bruja no era más que su inútil yo lunático. La otrora poderosa Hechicera era débil y se sentía cansada, y los dos lo sabían.
—Todos estos años, amorcito… —le recordó Shadwell—, todos estos años me has estado dando sólo la cuerda justa, sólo la tentación justa…
—Nos pusimos de acuerdo… —intervino Immacolata—. Entre los dos.
—No —reiteró Shadwell como si estuviera corrigiendo a un niño—. Tú me utilizaste, me elegiste a mí entre todos los Cucos porque, si hemos de decir la verdad, los demás te asustaban. —Immacolata intentó contradecirlo, pero él le puso la mano en la garganta—. No me interrumpas —le dijo. Ella obedeció—. Siempre has sentido desprecio por mí —continuó Shadwell—. Ya lo sé. Pero te era útil, y sabías que haría lo que me dijeras mientras me durasen los deseos de tocarte.
—¿Y es eso lo que quieres ahora? —inquirió la Hechicera.
—En otro tiempo… —dijo el Profeta casi llorando la perdida—, en otro tiempo hubiese sido capaz de matar por sentir el pulso de tu garganta. Así. —Apretó un poco la mano—. O por haber acariciado tu cuerpo…
Le puso la palma de la otra mano en el pecho.
—No hagas eso —le conminó Immacolata.
—La Magdalena está muerta —le recordó Shadwell—. Así que, ¿quién va a producir hijos ahora? No puede ser esa vieja perra; es estéril. No, amor. No. Creo que tienes que ser tú. Tendrás que ofrecer por fin tu preciosa vagina.
Al oír aquello Immacolata lo apartó violentamente de sí, y hubiera podido matarlo de no haber sido porque la revulsión que le producía hacerle daño le impidió realizar tal acto. Pronto recobró el control de sí misma. El poder asesino se le iba acumulando detrás de los ojos. Shadwell ya no podía retrasar más la venganza y permanecer a salvo. Ella lo había tomado por tonto, pero él tenía maneras de hacerle lamentar aquella arrogancia. Al tiempo que la Hechicera alzaba la cabeza para escupir el menstruum hacia Shadwell, éste comenzó a pronunciar en alto los nombres que había escrito, sólo horas antes, en el paquete de cigarrillos.
—¡Sousa! ¡Vessel! ¡Fairchild! ¡Divine! ¡Loss! ¡Hannah!
Los hijos ilegítimos acudieron raudos a su llamada, revolviendo al subir las escaleras. Ya no eran aquellas cosas maltrechas y heridas de amor que la Magdalena había amamantado. Shadwell los había tratado con ternura en el breve tiempo que los había tenido con él; les había dado de comer; los había hecho poderosos.
La luz murió en el rostro de Immacolata al oírlos por detrás de ella. Se dio la vuelta en el mismo momento en que ellos pasaban por la puerta.
—Tú me los legaste —le recordó Shadwell.
Immacolata dejó escapar un grito al verlos, gordos y carnosos. Apestaban a matadero.
—Les di sangre en lugar de leche —continuó Shadwell—. Eso hace que me amen.
Produjo un chasquido con la lengua y aquellas criaturas se le acercaron servilmente arrastrando órganos para los que aún tenían que encontrar una utilidad.
—Te lo advierto —le dijo Shadwell a Immacolata—. Si tratas de hacerme daño lo tomarán a mal.
Al hablar se dio cuenta de que Immacolata había conjurado a la Bruja de las regiones más frías del Firmamento. Ahora se encontraba en el hombro de la Hechicera, como una sombra inquieta.
—Déjalo —oyó que la Bruja le decía al oído a Immacolata.
Shadwell no pensó ni siquiera un instante que la Hechicera siguiera aquel consejo; pero lo hizo, escupiendo primero en el suelo a los pies de Shadwell y después dándose la vuelta para marcharse. El Profeta apenas podía creer que hubiese ganado la batalla con tanta facilidad. El dolor y la mutilación habían desmoralizado a Immacolata más de lo que él se hubiera atrevido a esperar. La confrontación había terminado sin haber tenido oportunidad de comenzar siquiera.
Uno de los hijos ilegítimos —los cuales permanecían al lado del Profeta— emitió un conmovedor gemido de frustración. Shadwell apartó la mirada de las hermanas y le ordenó que se callase. Hacer tal cosa resultó ser fatal, porque en el mismo instante en que apartó la mirada de la hermana fantasma, ésta se acercó volando hacia él con las mandíbulas abiertas de par en par y unos dientes de repente enormes, dispuesta a sacarle el traicionero corazón.
En la puerta, Immacolata se estaba volviendo hacia atrás otra vez, y el menstruum comenzaba a emanar de ella.
Shadwell gritó para que las bestias acudieran en su ayuda pero en el mismo momento en que lo hacía la Bruja estaba ya sobre él. El aliento se le escapó al sentirse arrojado contra la pared, con las garras de la Bruja arañándole el pecho.
Los ilegítimos no estaban dispuestos a consentir que abatieran a su proveedor de sangre. Se echaron encima de la Bruja antes de que ésta pudiera traspasar la chaqueta con las uñas, y la sacaron a rastras de encima de Shadwell, dando aullidos. Ella había sido la comadrona de aquellas criaturas; los había traído a un mundo de locura y oscuridad. Quizá por esa misma razón no demostraron la menor piedad hacia ella. La hicieron pedazos sin pausa ni excusa.
—Detenlos —gritó Immacolata.
El Vendedor estaba examinando los desgarrones que la Bruja le había ocasionado en la chaqueta; un instante mas y los dedos de la Bruja le hubieran llegado al corazón.
—¡Quítaselos de encima, Shadwell! ¡Por favor!
—Ya está muerta —repuso él—. Déjalos que jueguen.
Immacolata avanzó para ir en ayuda de su hermana, pero al hacerlo el más grande de los hijos ilegítimos, uno que tenía unos ojos blancos y diminutos como un pez de aguas profundas y la boca semejante a una herida, se interpuso en su camino. La Hechicera le escupió una flecha de menstruum dirigida al palpitante pecho, pero él encajó la herida y llegó hasta Immacolata sin más estorbos.
Shadwell había visto a aquellas monstruosidades matarse entre ellas por puro deporte. Sabía que eran capaces de sufrir horrendas heridas sin arredrarse. Ésta, por ejemplo, llamada Vessel, era capaz de encajar cien heridas como aquélla y seguir tan contento. Además no era estúpido. Había aprendido bastante bien las lecciones que él le había enseñado. En aquel momento saltó sobre la Hechicera; le envolvió el cuello con los brazos y las caderas con las piernas.
Aquella intimidad, Shadwell lo sabía, serviría para distraer a Immacolata. Y de hecho, cuando el monstruo acercó la cara a la de ella, besándole lo mejor que aquellas malformaciones suyas le permitían, la Hechicera se puso a chillar, perdiendo al fin todo control y cálculo. El menstruum fluyó de ella en todas direcciones, perdiendo potencia sobre el techo y las paredes. Aquellas pocas puntas que encontraron al atacante no hicieron otra cosa que excitarlo más. Aunque el ilegítimo no disponía de anatomía sexual propiamente dicha, Shadwell lo había entrenado en los movimientos básicos. Actuó sobre Immacolata como un perro en celo, aullándole en la cara.
Pero abrir la boca fue un error por su parte, pues un fragmento del menstruum se abrió paso por la garganta y se la voló. El cuello del ilegítimo hizo explosión, y la cabeza, ya sin apoyo, cayó hacia atrás colgando de grasientos cordones de materia.
Aun así, siguió colgado de Immacolata, moviendo el cuerpo contra el de ella en desiguales espasmos. Pero la sujeción se había aflojado lo suficiente como para que la Hechicera pudiera arrancarse de encima el cuerpo de aquella bestia, aunque el esfuerzo la dejó ensangrentada de pies a cabeza.
Shadwell llamó a los restantes ilegítimos para que dejasen aquel juego vengativo. Éstos se retiraron y acudieron a su lado. Todo lo que quedaba de la Bruja era un revoltijo semejante a los restos que quedan en una pila después de limpiar en ella pescado.
Al ver aquellos restos, Immacolata, con el rostro flojo hasta el punto de parecer imbécil, emitió un apagado gemido de pena.
—Lleváosla de aquí —dijo Shadwell—. No quiero ver su asquerosa cara. Llevadla a las colinas y tiradla.
Dos de los ilegítimos se acercaron a la Hechicera y la sujetaron. Ella ni siquiera parpadeó, ni levantó un dedo en señal de protesta. Daba la impresión de que ya no los veía. O la matanza de la hermana que le quedaba, o la violación que había sufrido a manos de la bestia, quizá ambas cosas a la vez, habían deshecho algo dentro de ella. De repente se encontró despojada de cualquier tipo de poder para encantar o aterrorizar. Era como un saco, que los ilegítimos sacaban a rastras por la puerta y llevaban escaleras abajo. Ni una sola vez levantó la mirada en dirección a Shadwell.
Este se quedó escuchando cómo iba apagándose el paso arrastrado de los ilegítimos escaleras abajo, todavía con ciertas esperanzas de que ella regresara a buscarlo y le lanzara un último ataque. Pero no. Todo había acabado.
Cruzó hasta el estiércol en que se había convertido la Bruja. Olía a algo podrido.
—Para vosotros —les dijo a las bestias que quedaban, y éstas cayeron de inmediato sobre los despojos y empezaron a pelearse por ellos. Revuelto por aquel apetito, Shadwell volvió la mirada otra vez hacia el Torbellino.
Ya muy pronto la noche caería sobre la Fuga; una última cortina sobre los acontecimientos de aquel día tan ajetreado. Con el día de mañana, un nuevo acto daría comienzo.
En algún lugar, más allá de las nubes que él estaba observando, yacía un conocimiento que los transformaría.
Después de eso ya no volvería a caer la noche, excepto a una orden suya; ni tampoco amanecería el día.