IV.
URIEL
La noche cayo como un telón. Jabir encendió una hoguera al abrigo de la muralla, donde no alcanzara el aliento despiadado del viento, y allí comieron un poco de pan y bebieron café. No hubo conversación. El agotamiento se les había apoderado también de la lengua. Se limitaron a permanecer sentados, encorvados, mirando fijamente las llamas.
A pesar de que le dolían los huesos, Shadwell no podía dormir. A medida que se fue consumiendo el fuego y los demás empezaron a sucumbir uno a uno a la fatiga, se quedó él solo montando guardia. El viento amainó un poco al avanzar la noche, y su bramido se convirtió poco a poco en un gemido. Tranquilizó a Shadwell como si se tratase de una nana y al final hizo que se le cerraran los párpados. Detrás de los mismos veía los apretados dibujos del interior del ojo. Luego el vacío.
Oyó en sueños la voz de Jabir. Lo llamaba desde la oscuridad, pero él no quería contestar. El descanso resultaba demasiado dulce. Sin embargo, la voz le llegó de nuevo: era un espeluznante chillido. Esta vez abrió los párpados.
El viento había cesado por completó. En lo alto las estrellas brillaban en un cielo perfecto, temblando cada una en su lugar. El fuego se había apagado, pero había luz suficiente para que Shadwell viera que tanto Ibn Talaq como Jabir no se encontraban en sus puestos. Se levantó, se acercó adonde estaba Hobart y lo sacudió para que se despertase.
Al hacerlo captó con la mirada algo que había en el suelo, un poco más allá de la cabeza de Hobart. Se quedó mirando hacia allí, sin creer del todo lo que veía.
Había flores en el suelo, o al menos eso era lo que le pareció ver. Racimos de flores en medio de un follaje abundante. Levantó la vista del suelo, y un grito de asombro le salió de la garganta apergaminada.
Las dunas habían desaparecido. En su lugar se alzaba Una jungla, toda una orgía de árboles que desafiaban en altura a la muralla. Eran especies inmensas y cargadas de flores cuyas hojas llegaban a alcanzar el tamaño de un hombre. Bajo el toldo que formaban se encontraba una maleza compuesta de vides, arbustos y hierbas.
Durante un momento dudó de su propia cordura, hasta que oyó que Hobart, a su lado, decía: «Dios mío».
—¿Tú también lo ves? —le preguntó Shadwell.
—Claro que lo veo… —dijo Hobart—. Un jardín.
—¿Jardín?
A primera vista una palabra así apenas bastaba para describir aquel caos. Pero un examen posterior le mostró que existía un orden en funcionamiento en aquello que inicialmente pareciera sólo anarquía. Bajo los inmensos árboles cargados de flores se extendían las avenidas; había césped y terrazas. Desde luego aquello era una especie de jardín, aunque uno encontraría poco placer al pasear por él, pues a pesar de la superabundancia de especies —plantas y arbustos de todas las formas y tamaños—, no había entre ellos ni una sola variedad que tuviera color. Ni los capullos, ni las ramas, ni las hojas, ni los frutos; todo, hasta la más humilde brizna de hierba, había sido despojado de cualquier pigmento.
Shadwell aún no había reaccionado de la sorpresa que le producía aquello cuando otro grito surgió de las profundidades. Esta vez era la voz de Ibn Talaq; y la voz fue alejándose en una pronunciada curva hasta convertirse en un agudo chillido. Shadwell echó a andar en aquella dirección. El suelo se notaba mullido bajo los pies, lo cual le hacía ir más despacio, pero el chillido continuaba, interrumpido sólo por algunos suspiros que parecían sollozos. El Vendedor echó a correr, llamando al guía por su nombre. Ya no le quedaba miedo ninguno; tan solo un ansia abrumadora por ver cara a cara al creador de aquel enigma.
Cuando Shadwell avanzaba por uno de los frondosos bulevares, sembrado todo él de la misma vegetación sin colorido que el resto, el grito de Ibn Talaq cesó de repente. Shadwell quedó momentáneamente desorientado. Se detuvo y se puso a examinar el follaje en busca de alguna señal de movimiento. Pero no halló ninguna. La brisa no movía ni una sola brizna; y tampoco se percibía —para acabar de completar aquel misterio— el menor indicio de perfume, ni siquiera sutil, de entre aquellas masas de flores.
Detrás suyo Hobart masculló una palabra de advertencia. Shadwell se dio la vuelta, y estaba a punto de maldecir la falta de curiosidad del otro hombre cuando se fijó en el rastro que habían dejado sus propias huellas. En el Torbellino sus talones habían hecho brotar vida. Aquí la habían destruido. Dondequiera que él había puesto el pie, las plantas sencillamente se habían desmoronado, desapareciendo.
Se quedó mirando el suelo vacío, precisamente al lugar donde antes había habido hierba y flores, y la explicación de aquella extraordinaria vegetación se le hizo evidente. Sin hacer caso ahora a Hobart, echó a andar hacia el arbusto más cercano, cuyas flores colgaban de las ramas como si fueran incensarios. Con mucho tiento se decidió a tocar con los dedos una de aquellas flores. Al más leve contacto la flor se hizo pedazos, cayendo de la fama en una cascada de arena. Rozó con los dedos la flor de al lado: ésta también cayó, y con ella la rama y las exquisitas hojas que sostenía; todo volvía a convertirse en arena al tocarlo.
Las dunas no habían desaparecido durante la noche para dar paso a aquel jardín. Se habían transformado en jardín; se habían levantado obedeciendo alguna orden inimaginable para crear aquella ilusión estéril. Lo que a primera vista parecía un milagro de fecundidad no era más que una mofa. Era arena. Sin aroma, sin color, sin vida: un jardín muerto.
Una súbita repugnancia se apoderó de él. Aquel engaño era demasiado parecido al trabajo de los Videntes: un encantamiento engañoso. Se arrojó en medio de la maleza y se puso a azotarlo todo con furia a derecha e izquierda, destruyendo los arbustos y produciendo unas nubes acres al hacerlo. En cuanto rozaba un árbol con la mano, éste se desplomaba como una fuente que se agota.
Las flores más elaboradas caían hechas pedazos al menor roce. Pero Shadwell no quedó satisfecho. Siguió azotando hasta que formó un pequeño claro en medio de aquella eclosión de follaje.
—¡Encantamientos! —no hacía más que gritar mientras la arena le caía encima como si fuese lluvia—. ¡Encantamientos!
Habría continuado de aquel modo hasta lograr una destrucción más ambiciosa, de no haber sido porque el alarido del Azote —el mismo que oyera días atrás, mientras estaba sentado en medio de su propia mierda— empezó a dejarse oír. Aquella voz lo había hecho acudir allí soportando la desolación y el vacío; ¿y todo para llegar a qué? A más desolación, más vacío. Sin que la ira se le mitigase con la destrucción que había causado, se dio la vuelta hacia Hobart.
—¿De dónde procede ese chillido?
—No sé —repuso Hobart tambaleándose unos cuantos pasos hacia atrás—. De todas partes.
—¿Dónde estás? —le exigió Shadwell gritando hacia las profundidades de la ilusión—. ¡Déjate ver!
—No… —le dijo Hobart con la voz henchida de miedo.
—Éste es tu Dragón —le recordó Shadwell—. Tenemos que conseguir verlo.
Hobart movió negativamente la cabeza. El poder que había creado aquel lugar no era un poder que él estuviera deseoso de ver. Sin embargo, y antes de que pudiera retroceder, Shadwell lo agarró.
—Vamos a conocerlo los dos juntos —le dijo—. Nos ha engañado a ambos.
Hobart se debatió por soltarse del agarrón de Shadwell, pero abandonó los esfuerzos cuando sus aterrados ojos percibieron la visión de una forma que había aparecido ahora por el extremo más lejano de la avenida.
Era tan alto como la copa de los árboles; medía por lo menos siete metros, y rozaba con la cabeza —de calor blanco hueso y alargada— los pétalos de arena, que caían al suelo describiendo espirales.
Aunque continuaba aullando, aquello carecía de boca; y, desde luego, de cualquier otro rasgo facial excepción hecha de los ojos, que poseía en un número aterrador; hileras gemelas de ranuras desprovistas de párpados o pestañas le corrían a cada lado de la cabeza. Puede que tuviera unos cien ojos en total, pero ni aunque uno se le quedase mirando durante un siglo averiguaría cuál era verdaderamente el número, porque aquella cosa, a pesar de toda la solidez que tenía, no daba la impresión de quedar fija. ¿Estarían las ruedas que movían su corazón conectadas con líneas de fuego líquido a otras cien geometrías capaces de impregnar el aire que ocupaba? ¿Acaso batían a su alrededor innumerables alas, y en sus entrañas ardería una luz como si hubiera tragado estrellas? Nada era seguro. Tan pronto parecía estar encerrado en una matriz de luz en movimiento o en un andamio herido por relámpagos, como el dibujo se convertía en confetti llameante que le hormigueaba en las extremidades antes de desaparecer bruscamente. En un momento era éter y al siguiente un monstruo destructor de hombres.
Y entonces, tan súbitamente como había empezado, el alarido que aquel ser estaba produciendo cesó.
El Azote dejó de moverse.
Shadwell soltó a Hobart mientras un hedor a mierda se elevaba desde los pantalones de éste, que se desplomó hacia el suelo emitiendo pequeños sollozos. Shadwell lo dejó allí tumbado, al mismo tiempo que la cabeza del Azote, en un laberinto de geometrías, localizó a los seres que habían irrumpido como intrusos en su jardín.
Shadwell no huyó. ¿De qué iba a servirle huir? Aquel terreno desértico se extendía en todas direcciones durante miles de kilómetros cuadrados. No había ningún sitio hacia donde correr. Lo único que podía hacer era quedarse allí parado y compartir con aquel terror las noticias de que era portador.
Pero antes de tener tiempo de pronunciar una palabra, la arena empezó a moverse bajo sus pies. Durante un instante pensó que el Azote se proponía enterrarlo vivo haciendo que el suelo se licuase. Pero en vez de eso la arena se retiró como si se tratase de una sábana, y allí debajo —a escasa distancia de donde se encontraba Shadwell—, y tumbado cuan largo era, apareció el cadáver de Ibn Talaq. El hombre estaba desnudo por completo, y se notaba que le habían sometido a sobrecogedores tormentos. Le habían quemado ambas manos hasta hacerlas desaparecer, dejando unos muñones ennegrecidos de los que sobresalía el hueso quebrado. Igualmente le habían destruido los genitales, y los ojos estaban abrasados. De nada servía pretender que aquellas heridas le hubieran sido infligidas después de muerto: la boca todavía esbozaba un grito de agonía.
Shadwell se sintió revuelto, y se apresuró a apartar los ojos, pero el Azote aún tenía más cosas que mostrarle. La arena se movió otra vez, a su derecha, y dejó al descubierto otro cuerpo. En esta ocasión se trataba de Jabir, que estaba tumbado de bruces; tenía las nalgas quemadas hasta el hueso, el cuello roto y la cabeza vuelta del revés, de manera que quedaba mirando hacia el cielo. Le habían quemado la boca por completo.
—¿Por qué? —fueron las primeras palabras que acudieron a los labios de Shadwell.
La mirada del Azote hizo que le dolieran las entrañas y pugnaran por arrojar su contenido, pero aun así formuló la pregunta.
—¿Por qué? Nosotros veníamos con buenas intenciones.
El Azote no dio ni señal siquiera de haber oído aquellas palabras. ¿Acaso habría perdido la facultad de comunicarse después de toda una era en aquella soledad, siendo su única respuesta al dolor de existir aquel aullido suyo?
Luego —en algún punto en medio de aquella legión de ojos— las ruedas ardientes arrebataron cierta luz nerviosa y la escupieron sobre Shadwell. Justo en el instante antes de que aquella luz le alcanzara, el Vendedor tuvo tiempo de confiar en que su muerte fuera rápida; inmediatamente después ya tenía la luz encima. La agonía de aquel contacto fue cegadora; al sentir la caricia, el cuerpo le cedió. Fue a dar contra el suelo, y estuvo a punto de partirse el cráneo en dos. Pero no le sobrevino la muerte. En lugar de ello el dolor le desapareció súbitamente, y aquella rueda ardiente le apareció en el ojo de la mente. Tenía al Azote dentro de la cabeza, todo aquel poder le daba vueltas dentro del cráneo.
Luego la rueda salió y en su lugar quedó una visión, prestada por aquel que la poseía.
Shadwell flotaba en el jardín; allá arriba, entre los árboles. Cayó en la cuenta de que aquélla era la mirada del Azote: estaba sentado detrás de los ojos del monstruo. La mirada que ambos compartían captó un movimiento en el suelo y avanzó hacia aquel punto. Allí, en la arena, se encontraba Jabir —desnudo y a gatas—, e Ibn Talaq lo estaba penetrando sin dejar de lanzar gruñidos mientras introducía el miembro en el muchacho. A los ojos de Shadwell aquel acto resultaba incómodo, pero bastante inofensivo. Había visto cosas mucho peores en sus tiempos; y, a decir verdad, también había hecho cosas peores. Pero no era sólo la vista lo que compartía con el Azote; también compartía los pensamientos: y aquella criatura veía un crimen en este celo, y lo consideraba merecedor de la pena de muerte.
Shadwell ya había visto cuáles eran los resultados de las ejecuciones del Azote; y no sentía ningún deseo de contemplar cómo se llevaban a cabo. Pero no le quedaba otra elección; se vio obligado a presenciar hasta el último de aquellos momentos terribles.
Bajó una luz brillante y separó a la pareja, limpiando luego las partes ofensoras —boca y ojos, ingle y nalgas— y borrándolas mediante el fuego. No fue éste un proceso rápido. Tuvieron tiempo de sufrir —Shadwell volvió a oír los chillidos que lo habían llevado hasta el jardín— y también tiempo de suplicar. Pero el fuego no perdonó. Para cuando se hubo completado el trabajo Shadwell lloraba deseando que aquello cesase. Por fin acabó, y una mortaja de arena quedó tendida sobre los cadáveres. Sólo cuando aquello estuvo hecho, el Azote le concedió su propia mirada de nuevo. El suelo en el que yacía —hediendo a su propio vómito— reapareció delante de él.
Quedó tumbado allí donde había caído, temblando. Y sólo cuando tuvo la certeza de que no iba a desplomarse, levantó la cabeza y miró al Azote.
Había cambiado de forma. Ya no era un gigante, y ahora estaba sentado en una colina de arena que había levantado debajo de sí mismo, con los numerosos ojos vueltos hacia las estrellas. En cuestión de segundos se había convertido de juez y ejecutor en un ser contemplativo.
Aunque ya se habían desvanecido las imágenes que poco antes le llenaran la cabeza, Shadwell sabía que aquel ser seguía manteniendo su presencia dentro de su propia mente. Podía sentir las púas de sus pensamientos. El era un pescado humano, y había mordido el anzuelo.
El Azote apartó la vista del suelo y lo miró a él.
Shadwell…
Le oyó pronunciar su nombre, aunque aquella nueva encarnación del Azote también carecía de boca. No la necesitaba, desde luego, pudiendo como podía penetrar en la mente de un hombre de aquel modo.
Te veo.
Eso dijo el Azote. O, más bien, ése fue el pensamiento que introdujo en la cabeza de Shadwell, al cual le puso palabras.
Te veo. Y sé cómo te llamas.
—Eso es lo que quiero —dijo Shadwell—. Quiero que me conozcas. Confía en mí. Créeme.
Sentimentalismos como aquél habían formado parte de la palabrería del Vendedor durante más de la mitad de su vida; con ellos se ganaba la confianza.
Tú no eres el primero que viene aquí —le explicó el Azote—. Antes han venido otros. Y se han ido.
Shadwell sabía demasiado bien adonde se habían ido. Vislumbró momentáneamente —no podía estar seguro si era cosa del Azote o de su propia inventiva— los cuerpos que había enterrados bajo la arena, cuya podredumbre se desperdiciaba en aquel jardín muerto. Tal pensamiento habría debido aterrorizarlo, pero ya había experimentado todo el miedo que era capaz de experimentar al presenciar las ejecuciones. Ahora hablaría llanamente, y esperaba que la verdad le librase de la muerte.
—Yo he venido aquí por un motivo —dijo.
¿Qué motivo?
Había llegado el momento. El cliente le había hecho una pregunta y tenía que responderla. De nada iba a servirle esforzarse en prevaricar o adornar la mercancía con la esperanza de así conseguir una venta mejor. La verdad pura y simple era todo lo que tenía ahora para hacer el trato. De modo que la venta se perdía o se ganaba. Lo mejor sería exponer sencillamente aquella verdad.
—Los Videntes —contestó.
Notó que las púas que tenía en el cerebro se crispaban ante aquel nombre, pero no hubo ninguna otra reacción. El Azote permaneció en silencio. Hasta las ruedas parecieron oscurecerse, como si en cualquier momento el motor fuera a apagarse.
Luego, oh, con mucha calma, le dio forma a la palabra en la cabeza de Shadwell.
Videntes.
Y con la palabra llegó también un espasmo de energía, algo parecido a un relámpago, que le hizo erupción en el cerebro. Aquel relámpago estaba también en la sustancia del Azote. Parpadeó atravesando la ecuación del cuerpo de la criatura. La recorrió con los ojos arriba y abajo.
Videntes.
—¿Sabes quiénes son?
La arena silbó alrededor de los pies de Shadwell.
Lo había olvidado.
—Ha pasado mucho tiempo.
¿Y has venido aquí a decírmelo?
—A recordártelo.
¿Por que?
Las púas se tensaron de nuevo.
«Podría matarme en cualquier momento —pensó Shadwell—. Está nervioso, y eso lo hace peligroso. Debo tener cuidado; jugar con astucia. Comportarme como un vendedor».
—Se ocultaban de ti —le dijo.
Ya lo creo.
—Durante todos estos años. Escondían la cabeza para que nunca los encontrases.
¿Y ahora?
—Ahora vuelven a estar despiertos. En el mundo de los humanos.
Lo había olvidado. Pero ahora me los has recordado. Oh sí Dulce Shadwell.
Las púas se relajaron, y una oleada del más puro placer estalló sobre Shadwell haciendo que casi se pusiese enfermo. Aquel Azote también era portador de gozo. ¿Qué poder no tendría bajo su control?
—¿Puedo hacer una pregunta? —le dijo al Azote.
Pregunta.
—¿Quién eres?
El Azote se levantó de su trono de arena y en un instante se tornó cegadoramente brillante.
Shadwell se tapó los ojos, pero la luz brilló entre la carne y el hueso y le penetró en la cabeza, donde el Azote estaba pronunciando su eterno nombre.
Me llamo Uriel —dijo—. Uriel, el de los principados.
Shadwell conocía ese nombre, igual que conocía de memoria los rituales que había oído en Santa Philomena: y de la misma fuente. De niño se había aprendido de memoria los nombres de todos los ángeles y arcángeles: y entre los poderosos, Uriel era uno de los más poderosos. El arcángel de la salvación; llamado por algunos la llama de Dios. La visión de las ejecuciones se reprodujo dentro de la cabeza del Vendedor; aquellos cuerpos marchitándose bajo el fuego despiadado: el fuego de un Ángel. ¿Qué había hecho él al ponerse en presencia de semejante poder? Aquél era Uriel, el de los principados…
Otro de los atributos del Ángel le acudió ahora a la memoria, y con él un súbito sobresalto de comprensión.
Uriel había sido el ángel a quien se le había encargado la misión de custodiar las puertas del Edén.
Edén.
Ante aquella palabra la criatura resplandeció. Aunque los y siglos y siglos transcurridos lo habían sumido en el dolor y el olvido, seguía siendo un Ángel, y sus fuegos inextinguibles. Las ruedas de su cuerpo rodaban, las matemáticas visibles de su esencia se revolvían sobre sí mismas y preparaban nuevos terrores.
Hubo otros aquí —dijo el Serafín— que llamaban Edén a este lugar. Pero yo nunca lo conocí por ese nombre.
—¿Y entonces cómo lo llamaban? —le preguntó Shadwell.
—Paraíso —dijo el Ángel.
Y ante aquella palabra una nueva imagen comenzó a formarse en la mente de Shadwell. Era el mismo jardín, pero en otra época. Nada de árboles de arena, entonces, sino una exuberante jungla que recordaba la flora que había brotado a la vida en el Torbellino: la misma fecundidad pródiga, las mismas especies imposibles de nombrar que parecían a punto de desafiar su propia condición. Flores que en cualquier momento podían ponerse a respirar, frutas a punto de echarse a volar. Sin embargo, allí no había nada de la urgencia del Torbellino; la atmósfera se elevaba inevitablemente, las cosas aspiraban, cada una a su propio ritmo, a algún estado superior que seguramente era luz, porque por todas partes, entre los árboles, flotaba un brillo como de espíritus vivientes.
Este fue un lugar de creación —dijo el Ángel—. Para siempre jamás. Donde las cosas tomaron su ser.
—¿Su ser?
Donde encontraron una forma y entraron a formar parte del mundo.
—¿Y Adán y Eva?
—No me acuerdo de ellos —repuso Uriel.
—Los primeros padres de la Humanidad.
La Humanidad fue creada del polvo de un millar de lugares, pero no aquí. Aquí había espíritus superiores.
—¿Los Videntes? —quiso saber Shadwell—. ¿Espíritus superiores?
El Ángel emitió un sonido agrio. La imagen del jardín-paraíso dio una sacudida y Shadwell vislumbró figuras furtivas moviéndose como ladrones entre los árboles.
Aquí tuvieron su origen —dijo el Ángel; y Shadwell vio mentalmente cómo se abría la tierra, y cómo nacían plantas con caras humanas; y cómo la bruma se coagulaba…—. Pero fueron accidentes. Excrementos de una materia mayor que halló vida aquí. Nosotros los espíritus no los conocimos. Estábamos ocupados en asuntos más sublimes.
—¿Y ellos crecieron?
Crecieron. Y se volvieron curiosos.
Ahora Shadwell empezaba a comprender.
—Olieron el mundo —apuntó.
El Ángel se estremeció, y de nuevo Shadwell se vio bombardeado con otras imágenes. Vio a los antepasados de los Videntes, desnudos todos ellos, con cuerpos de todos los colores y tamaños —una multitud de formas monstruosas—, colas, ojos dorados y crestas, la carne de uno con el lustre de una pantera; otro con alas residuales; los vio escalando la muralla, para salir del jardín…
—Se escaparon.
Nadie se me escapa a mí —dijo Uriel—. Cuando los espíritus se marcharon, yo me quedé aquí vigilando hasta que volvieran.
Hasta aquí, el libro del Génesis había estado correcto: un guardián colocado a la entrada. Pero poco más, por lo visto. Los autores de dicho libro habían adoptado una imagen que la Humanidad conocía en el fondo de su corazón, y la habían adaptado en aquella narrativa suya para sus propios fines moralizadores. El lugar que Dios ocupase allí, si es que ocupaba alguno, era quizá tanto una cuestión de definición como de cualquier otra cosa. ¿Reconocería el Vaticano a aquella criatura como un Angel si se presentara a las puertas del mencionado estado?
—¿Y los espíritus? —le preguntó—. Me refiero a otros que estaban aquí.
—Yo estuve esperando —dijo el Ángel.
«Y se cansó de esperar —pensó Shadwell—, hasta que la soledad lo volvió loco. Solo en aquel desierto, con el jardín marchitándose y pudriéndose y la arena penetrando a través de la muralla…».
—¿Quieres venir conmigo ahora? —le preguntó Shadwell—. Puedo llevarte hasta los Videntes.
El Ángel miró de nuevo a Shadwell.
Yo odio el mundo —dijo—. Ya he estado allí antes.
—Pero si te llevo hasta donde están —insistió Shadwell— podrás cumplir con tu deber y acabar de una vez.
El odio de Uriel hacia el Reino era como algo físico; a Shadwell le heló el cuero cabelludo. Pero el Ángel no rechazó la oferta, solamente se tomó cierto tiempo para considerar la posibilidad. Quería poner fin a aquella espera, y pronto. Pero a su majestad le producía repulsión tener contacto con el mundo humano. Como todas las cosas puras, era engreído y fácil de estropear.
—Quizá… —dijo.
Movió la mirada desde Shadwell hasta la muralla. El Vendedor siguió aquella mirada y encontró a Hobart. El hombre había aprovechado la oportunidad que proporcionaba aquella conversación con Uriel para huir; pero no había llegado lo suficiente lejos.
Esta vez… —dijo el Ángel con una luz parpadeándole en la confluencia de los ojos—, iré… —Aquella luz fue atrapada por las ruedas y arrojadas hacia Hobart—, metido en una piel diferente.
Y una vez dicho esto toda la maquinaria voló en pedazos, y no una, sino incontables flechas de luz salieron disparadas hacia Hobart. La mirada de Uriel había dejado a éste clavado en el sitio; no podía evitar aquella invasión. Las flechas lo hirieron de pies a cabeza, y lo penetraron con la luz sin romperle la piel.
En el tiempo que dura un latido de corazón todo rastro del Ángel había desaparecido de la colina junto a Shadwell; y con su desaparición dentro de un cuerpo de carne llegó un nuevo espectáculo. Un temblor recorrió el suelo desde la muralla donde estaba de pie Hobart y atravesó todo el jardín. A su paso las formas de arena empezaron a desmoronarse, incontables plantas cayeron convertidas en polvo, avenidas de árboles se estremecieron y desplomaron como arcos en un terremoto. Contemplando aquella destrucción, que iba en aumento, Shadwell volvió a pensar en aquella primera vez que había visto los dibujos en las dunas. Quizá las suposiciones que hizo entonces habían estado acertadas; quizá aquel lugar fuera de algún modo una señal dirigida a las estrellas. El penoso modo que tenía Uriel de recrear una gloria perdida con la esperanza de que algún espíritu pasajero viniera a visitarle y a recordarle quién era él mismo. Luego el cataclismo se fue haciendo demasiado grande, y Shadwell huyó de allí antes de quedar enterrado en una tormenta de arena.
Hobart ya no se encontraba en el extremo del jardín, sino que había salido a través de la brecha trepando por los peñascos, y ahora estaba de pie mirando la inmensa extensión baldía del desierto.
Por fuera no había ningún signo de la ocupación de Uriel. Para una mirada poco avezada aquél era el Hobart de siempre. Los rasgos adustos estaban tan glaciales como de costumbre, y era la misma voz impersonal la que emergió de él cuando habló. Pero la pregunta que expuso contó una historia diferente.
—¿Ahora soy yo el Dragón? —preguntó.
Shadwell lo miró. Había, ahora lo advirtió, un brillo en las cuencas de los ojos de Hobart que no había visto desde que sedujera por primera vez a aquel hombre con las promesas de fuego.
—Sí —le dijo—. Tú eres el Dragón…
No se entretuvieron. En aquel mismo momento emprendieron el largo viaje hacia la frontera, dejando la Región Vacía más vacía que nunca.