III.
LA MURALLA

Resultaba imposible calcular las distancias en la llanura que ahora cruzaban. Las dunas que habían dejado a sus espaldas estuvieron oscurecidas por el aire cargado de arena, y delante un velo similar impedía la visión del panorama. Aunque el viento era insistente, no servía de nada para aliviar los asaltos del sol: no hacía más que añadir desgracia a la desgracia, tirándole a uno de las piernas hasta convertir cada paso en un suplicio. Pero nada había capaz de detener a Shadwell. Marchó como un poseso hasta que —tras caminar una hora por aquel infierno— se detuvo en seco y señaló entre aquella masa borrosa de calor y viento.

—Allí —dijo.

Hobart, que había llegado a su misma altura, entornó los deslumbrados ojos y siguió la dirección que mareaba el dedo de Shadwell. Pero aquellas nubes de arena eran un desafío para la vista.

—No veo nada —dijo.

Shadwell lo agarró por un brazo.

—Maldito seas. ¡Mira!

Y esta vez Hobart se dio cuenta de que Shadwell no se engañaba. A cierta distancia de donde se hallaban el suelo parecía elevarse de nuevo.

—¿Qué es? —gritó Hobart contra el viento.

—Una muralla —respondió Shadwell.

Hobart pensó que aquello parecía más una hilera de colinas que una muralla, porque recorría todo el horizonte hasta donde alcanzaba la vista. Sin embargo, aunque había brechas aquí y allá a lo largo de lo que quiera que fuese aquello, la regularidad que mostraba sugería que la suposición de Shadwell era correcta. Desde luego era una muralla.

Sin intercambiar más palabras, iniciaron la marcha hacia aquel lugar.

No había señales de que ninguna estructura se alzase en el extremo más alejado, pero aquellos que la habían construido debían de haber valorado en mucho lo que fuese que la muralla estaba destinada a encerrar y proteger, porque a medida que los viajeros se iban acercando el tamaño de aquello alcanzó unas dimensiones pavorosas. Se elevaba al menos quince metros por encima del suelo del desierto; pero era tal la habilidad de los albañiles, que no se veía indicio alguno de cómo había sido construida.

A unos veinte metros de la muralla el grupo se detuvo dejando que Shadwell se aproximara solo a ella. El Vendedor extendió la mano para tocar la piedra y sintió el calor de la misma en la punta de los dedos; era una superficie tan lisa que producía la misma sensación que la seda. Parecía que hubieran levantado la muralla a base de roca molida a la que hubiesen dado forma inteligencias capaces de moldear la lava con tanta facilidad como si se tratase de arcilla fría. Estaba seguro que no había manera posible de escalar una superficie como aquélla, totalmente desprovista de nichos y cicatrices. Eso suponiendo que alguno de ellos hubiera tenido las energías suficientes para hacerlo.

—Tiene que haber una entrada —dijo Shadwell—. Caminaremos hasta que la encontremos.

Ya hacía un buen rato que el sol había alcanzado su cenit, y por ello el día empezaba a refrescar. Pero al parecer el viento no tenía intenciones de conceder a los viajeros ni un momento de respiro. Parecía estar de guardia a lo largo de la muralla azotándoles las piernas como si desease arrojarlos al suelo. Pero después de haber llegado hasta tan lejos sin haber obtenido confirmación, los temores del grupo habían sido sustituidos por una cierta curiosidad acerca de lo que yacería al otro lado de la muralla. Los árabes habían recuperado el habla y mantenían un diálogo constante entre ellos, sin duda planeando cómo iban a presumir de aquel hallazgo cuando llegaran de nuevo a casa.

Estuvieron caminando durante media hora cumplida, pero aquella pared no ofrecía brecha alguna. En algunos lugares encontraron grietas, aunque ninguna lo suficientemente baja como para poder agarrarse allí con las manos; en otros lugares el borde superior mostraba evidentes signos de desmoronamiento, pero no había ni ventanas ni puertas en toda su longitud, ni siquiera pequeñas.

—¿Quién habrá construido esto? —preguntó Hobart mientras caminaban.

Shadwell iba contemplando las sombras del grupo en la muralla.

—Los antiguos —dijo.

—¿Para dejar fuera el desierto?

—O para dejar dentro al Azote.

En los últimos minutos se había producido un sutil cambio en el viento. Había dejado de azotarles las piernas y se había puesto más bravo. Fue Ibn Talaq el primero en darse cuenta de lo que ocurría.

—¡Allí! ¡Allí! —dijo señalando a un punto a lo largo de la muralla.

A unos cientos de metros del lugar donde se encontraban, un torrente de arena era transportado hacia afuera a través de la muralla, produciendo un fuerte bramido al salir. A medida que se fueron aproximando se les hizo evidente que aquello no era una entrada, sino una brecha de la muralla. La piedra había sido derribada y formaba montones de escombros.

Shadwell fue el primero en llegar hasta aquellos pedazos diseminados por el suelo, muchos del tamaño de casas pequeñas, y empezó a gatear por ellos hasta que por fin pudo mirar hacia abajo, hacia el interior de aquel lugar para guardar el cual había sido erigida la muralla.

A su espalda, Hobart lo llamó:

—¿Qué se ve?

Shadwell no le contestó. Se limitó a seguir estudiando, con ojos incrédulos, la escena que aparecía detrás de la muralla, mientras el viento, que rugía al pasar por la brecha, amenazaba con derribarlo del lugar en que se hallaba encaramado. No había ni palacios ni tumbas allí, al otro lado de la muralla. Y desde luego, no había rastro, ni siquiera el más ligero rastro, de que el lugar estuviese habitado; ni obeliscos, ni columnatas. Sólo había arena y más arena; arena sin fin. Otro desierto que se alejaba de ellos tan vacío como el que habían dejado atrás.

—Nada.

No fue Shadwell quien habló, sino Hobart. También había escalado por los peñascos y se encontraba de pie al lado de Shadwell.

—Oh… Jesús. Nada.

Shadwell no contestó. Sencillamente bajó gateando por el otro lado de la brecha y se situó a la sombra de la muralla. Lo que Hobart había dicho parecía ser cierto: allí no había nada. Pero entonces, ¿por qué tenía la certera de que aquello era en cierto modo un lugar sagrado? Caminó entre el fango de arena que el viento había amontonado contra los escombros de la brecha y se puso a examinar las dunas. ¿Sería posible que, simplemente, la arena hubiera tapado el secreto en busca del cual habían llegado hasta allí? ¿Estaría el Azote allí escondido, y su alarido sería el de alguien que está enterrado vivo? Y si era así, ¿cómo iban a poder localizarlo?

Se dio la vuelta y miró de soslayo hacia lo alto de la muralla. Luego, siguiendo un impulso, empezó a escalar por el borde abierto de la brecha. La marcha le resultaba muy pesada, Shadwell tenía las piernas y los brazos cansados, y el viento había pulido la piedra a base de estar mucho pasando continuamente por allí, pero al final consiguió llegar hasta la cima.

Al principio le pareció que todos los esfuerzos habían sido en balde. Lo único que había conseguido a cambio del sudor era una vista de la muralla, que se alejaba en ambas direcciones hasta perderse en la distancia.

Pero cuando se puso a examinar la escena que tenía debajo, notó que había un dibujo visible en las dunas. No ese dibujo ondulado creado de forma natural por el viento, sino algo mucho más elaborado, cierto número de diseños geométricos, inmensos, tendidos en la arena y separados unos de otros por paseos o carreteras. En sus investigaciones acerca de los desiertos Shadwell había leído algo sobre unos diseños trazados por pueblos antiguos en las llanuras de Sudamérica; dibujos de pájaros y dioses que vistos desde tierra no decían nada, pero que habían sido trazados con intención clara de encantar a algún espectador celestial. ¿Sería ése el caso también allí? ¿Habrían levantado la arena hasta formar aquellos surcos y bancos con la intención de dirigir un mensaje al cielo? Y si era así, ¿qué poder lo habría hecho? Se hubiese necesitado toda una pequeña nación para trasladar tanta arena; y además el viento desharía mañana lo que se hubiera hecho hoy. Entonces, ¿de quién sería obra aquello?

Quizá la noche lo diría.

Volvió a deslizarse, esta vez muralla abajo, hasta donde se encontraban Hobart y los demás esperándole entre las piedras caídas.

—Acamparemos aquí esta noche —dijo.

—¿Dentro de la muralla o fuera? —quiso saber Hobart.

—Dentro.

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