II.
DESESPERACIÓN
Y así continuaron las cosas durante semana y media; ninguna noticia.
Cal volvió al trabajo, aduciendo la enfermedad de su padre para justificar la ausencia, y volvió a emprender la tarea de los formularios de reclamación en el mismo punto donde la había dejado. A la hora de comer solía volver a casa para calentarle algo de comida a Brendan —quien, aunque Cal lo había logrado convencer para que saliera de su habitación, estaba siempre angustiosamente ansioso por volver a ella— y para alimentar a los pájaros. Por las tardes hacía algún intento por adecentar el jardín; incluso reparó la valla. Pero a aquellas tareas les dedicaba solamente un mínimo de atención. Por muchas distracciones que intentara interponer entre él mismo y la impaciencia que sentía, nueve de cada diez pensamientos eran acerca de Suzanna y su preciosa carga.
Pero cuantos más días pasaban sin tener noticias de Suzanna, más tentado se sentía Cal a pensar lo impensable: que la muchacha no iba a llamarle. Bien porque temiera las consecuencias que podrían derivarse de un intento de establecer contacto o, peor aún, porque ya no le resultaba posible hacerlo. A finales de la segunda semana, Cal decidió hacer un intento por su cuenta para encontrar la alfombra. Y utilizó el único medio de que disponía. Soltó los palomos.
Éstos se elevaron en el aire en aérea ovación y se pusieron a volar en círculos sobre la casa. El espectáculo le recordó a Cal aquel primer día en la calle Rue, y los ánimos se le levantaron.
—Adelante —les animó—. Adelante.
Los pájaros se pusieron a dar vueltas y más vueltas, como si estuvieran orientándose. A Cal el corazón se le aceleraba un poco cada vez que parecía que uno de los palomos se estaba destacando de la bandada para salir volando en alguna dirección concreta. Con calzado apropiado para correr, Cal se hallaba dispuesto a seguirlos.
Pero tras un rato no demasiado largo, los animales empezaron a cansarse de aquella liberación. Uno a uno fueron bajando entre revoloteos hasta posarse —incluso el número 33—, algunos de ellos en el jardín, otros en los canalones de la casa. Unos cuantos incluso volvieron volando al palomar. Tenían unas perchas bastante incómodas y sin duda los trenes nocturnos les turbaban el sueño, pero para la mayoría de ellos aquél era el único habitat que conocían.
Aunque con toda seguridad allá arriba existían vientos tentadores, vientos que olían a lugares más exuberantes que el palomar situado junto a la vía del tren, al parecer las palomas no tenían ningún deseo de aventurar sus alas en aquellas corrientes.
Las maldijo por aquella evidente falta de espíritu emprendedor; y les dio de comer; y les dio agua; y finalmente regresó abatido a la casa, donde Brendan volvía a hablar de ratas otra vez.