III.
LA ISLA SECRETA

1

El tren se acercaba a Birmingham con una hora de retraso. Cuando por fin llegó la nieve todavía seguía cayendo, y no podían conseguirse taxis ni por amor ni por dinero. Cal se informó de cómo llegar a Harborne y se tuvo que quedar haciendo cola durante veinticuatro minutos para poder subir al autobús, que luego avanzó a trancas y barrancas de parada en parada recogiendo más pasajeros congelados hasta que el vehículo estuvo tan sobrecargado que ya no podía llevar a más. Avanzaba muy lentamente. El tráfico del centro de la ciudad estaba hecho una verdadera maraña, y todo avanzaba a paso de tortuga. Una vez fuera del centro las carreteras se volvían peligrosas —la niebla y la nieve conspiraban para dificultar la visibilidad—, y por ello el conductor nunca se arriesgaba a avanzar a más de quince kilómetros por hora. Todo el mundo permanecía sentado con delicado buen humor, evitando mirar a los demás a los ojos por temor a verse obligado a entablar conversación. La mujer que se había sentado al lado de Cal iba mimando a un pequeño terrier embutido en una pequeña manta escocesa que tenía cara de ser desgraciado. En varias ocasiones Cal sorprendió al perro contemplándolo con ojos tristes. Le devolvió la mirada con una sonrisa de consuelo.

Cal había comido en el tren, pero aún se sentía mareado, completamente ajeno a las escenas de consternación que el camino ofrecía. Sin embargo, en cuanto se bajó del autobús en Harborne Hill el viento lo sacó de su ensimismamiento. La mujer del perro que llevaba la manta escocesa le había dado instrucciones para llegar hasta Waterloo Road, asegurándole que como mucho tendría que echar una carrera al trote de tres minutos. En realidad tardó casi media hora en encontrar el lugar, tiempo durante el cual el frío intenso se le había metido entre la ropa y le calaba hasta el tuétano.

La casa de Gluck era un edificio con la fachada adelantada que estaba dominado por una araucaria, la cual se alzaba desafiando los aleros. Con espasmos provocados por aquel frío intenso, Cal llamó al timbre. No lo ovo sonar dentro de la casa, de manera que se puso a golpear la puerta con fuerza, y luego con más fuerza aún. Se encendió una luz en el recibidor y, después de lo que le pareció una eternidad, se abrió la puerta y apareció tras ella Gluck llevando en la mano los restos de un puro mordisqueado; el hombre le sonrió y le indicó que se protegiese del frío antes de que se le congelasen los cojones. Cal no se hizo de rogar. Gluck cerró la puerta cuando él hubo entrado y arrojó contra la misma un pedazo de alfombra para que no entrase el aire; luego guió a Cal por el pasillo. Había un espacio muy estrecho para pasar. El paso estaba prácticamente estrangulado por cajas de cartón apiladas hasta alcanzar una altura por encima de la cabeza

—¿Se está cambiando de casa? —le preguntó Cal cuando Gluck lo hizo entrar a una cocina idílicamente caliente que se hallaba asimismo atestada de cajas, bolsas y montones de papeles.

—Dios santo, no —repuso Gluck—. Quítese esa ropa mojada. Voy a traerle una toalla.

Cal se quitó la chaqueta, que estaba chorreando, y la camisa, igualmente empapada; ya se estaba quitando los zapatos, que rezumaban agua como si fueran esponjas, cuando Gluck regresó no sólo con una toalla, sino también con un suéter y un par de pantalones de pana muy gastados.

—Pruébese esto —le dijo al tiempo que dejaba caer las prendas en las rodillas de Cal—. Voy a hacer té. ¿Le gusta el té? —No esperó a que Cal le respondiera—. Yo vivo a base de té. Té dulce y puros.

Llenó la olla de agua y encendió el anticuado fogón de gas. Hecho lo cual cogió un par de calcetines de excursionista que había sobre el radiador y se los dio a Cal.

—¿Qué, vamos entrando en calor? —le preguntó.

—Ya lo creo.

—Le ofrecería algo más fuerte —le comentó al tiempo que sacaba del armario la caja de té, azúcar y una jarra muy desconchada—. Pero yo ni siquiera lo toco. Mi padre murió a causa de la bebida. —Puso varias cucharadas colmadas de té en la tetera—. Tengo que decirle —continuó, rodeado de vapor de agua— que no esperaba volver a tener noticias de usted. ¿Azúcar?

—Por favor.

—Coja la leche, ¿quiere? Iremos al despacho.

Y cogiendo la tetera, el azúcar y la jarra, condujo a Cal fuera de la cocina y juntos subieron las escaleras hasta el primer piso. Se encontraba en el mismo estado que la planta de abajo: la decoración era descuidada, las lámparas estaban sin pantalla, y amontonadas por doquier se veían las mismas prodigiosas cantidades de papeles, como si algún burócrata chiflado le hubiese legado a Gluck en herencia el trabajo de toda su vida.

Gluck empujó una de las puertas hasta abrirla y Cal lo siguió al interior de una habitación grande y completamente atestada —más cajas, más carpetas— que estaba lo suficientemente caldeada como para poder cultivar en ella orquídeas y que hedía a humo de puro rancio. Gluck depositó el té en una de la media docena de mesas que allí había, cogió su propia taza de encima de un montón de apuntes y luego arrimó dos sillones a la estufa eléctrica.

—Siéntese, siéntese —exhortó a Cal, cuya mirada se había dejado atraer por el contenido de una de las cajas. Estaba llena, hasta rebosar, de ranas disecadas—. Ah —comentó Gluck—. Sin duda se estará usted preguntando…

—Sí —confesó Cal—. Es verdad. ¿Por qué ranas?

—Pues sí, ¿por qué? —inquirió Gluck a modo de respuesta—. Es una de las incontables preguntas que estamos tratando de responder. No son sólo ranas, desde luego. Tenemos gatos; y perros; y un montón de peces. Hemos tenido tortugas. A Esquilo lo mató una tortuga. Ésa es una de las primeras caídas de las que tenemos constancia.

—¿Caídas?

—De los cielos —afirmó Gluck—. ¿Cuántas cucharadas de azúcar?

—¿Ranas? ¿Caídas del cielo?

—Es muy corriente. ¿Cuánto azúcar?

—Dos.

Cal atisbo de nuevo el interior de la caja y luego sacó un trio de ranas. Cada una de ellas tenía una etiqueta de identificación; en la etiqueta estaba escrita la fecha en que la rana había caído, y el lugar. Una había caído en Utah, otra en Dresde y la tercera en County Cork.

—¿Y cuando llegan al suelo ya están muertas? —quiso saber Cal.

—No siempre —repuso Gluck tendiéndole el té—. A veces llegan ilesas. Y otras veces hechas pedazos. No hay una norma en el fenómeno. O mejor dicho, la hay, pero todavía tenemos que descubrirla. —Sorbió ruidosamente el té—. Pero bueno… —continuó—, usted no está aquí para hablar de ranas.

—Pues no, es verdad.

—¿Y para hablar de qué ha venido?

—No sé por dónde empezar.

—Ésos siempre son los mejores cuentos —le aseguró Gluck con el rostro radiante—. Empiece por lo más absurdo.

Cal sonrió; allí había un hombre dispuesto a escuchar una historia.

—Pues… —dijo, y aspiró profundamente. Luego empezó.

Tenía intención de darle un breve relato, pero al cabo de diez minutos o así Gluck empezó a interrumpir la narración con preguntas disgresivas. Por lo cual Cal tardó varias horas en contárselo todo, durante las cuales Gluck se fumó un puro heroico. Por último, la narración llegó ante la puerta de Gluck y se convirtió ya en un recuerdo compartido. Durante dos o tres minutos Gluck no dijo nada, ni siquiera miró a Cal, sino que se quedó observan do con mucha atención los restos de colillas y cerillas que había en el cenicero. Fue Cal quien rompió el silencio.

—¿Me cree usted? —le preguntó.

Gluck parpadeó y frunció el ceño como si le hubieran sacado de unos pensamientos totalmente diferentes.

—¿Quiere que hagamos más té? —dijo.

Trató de levantarse, pero Cal lo sujetó con firmeza por un brazo.

—¿Me cree?

—Pues claro que sí —repuso Gluck con un rastro de tristeza en la voz—. Me parece que estoy obligado a ello. Usted está cuerdo. Es una persona coherente. Es condenadamente especial. Sí, le creo. Pero tiene que comprender, Cal, que al hacerlo asesto un golpe mortal a varias de mis más queridas ilusiones. Está usted mirando a un hombre de luto por sus propias teorías. —Se puso en pie—. Ah, bueno… —Cogió la tetera de la mesa, pero enseguida la volvió a dejar donde estaba—. Venga conmigo a la habitación de al lado —le dijo.

No había cortinas en la ventana de la habitación contigua. A través de ella Cal vio que la nieve había aumentado durante el rato que había estado hablando. El jardín de la parte trasera de la casa, y las casas que había más allá del mismo, se habían convertido en una nada blanca.

Pero Gluck no lo había llevado allí para mostrarle el panorama; eran las paredes hacia donde quería atraer la atención de Cal. Hasta el último centímetro de las mismas estaba cubierto de mapas, la mayoría de los cuales parecían haber estado allí desde que el mundo era joven. Estaban manchados a causa de la acumulación de humo de puro, garabateados encima con una docena de bolígrafos diferentes e infestados de incontables alfileres de colores, cada uno de los cuales presumiblemente marcaba un lugar donde había acontecido algún fenómeno anómalo. Y en los márgenes de estos mapas, enganchadas en la pared en una profusión pasmosa había fotografías en miniatura, ampliaciones de un palmo de anchura, tiras de secuencias de imágenes sacadas de películas caseras. Había muchas que a Cal no le decían nada y otras que parecían a todas luces trucadas. Pero por cada fotografía borrosa o falsa, había otras dos que representaban algo auténticamente asombroso, como una mujer con aspecto de espantajo que se encontraba de pie en el jardín de una casa inmersa hasta los tobillos en lo que parecía ser la red submarina de un barco de pesca de arrastre; o el policía de guardia ante una casa de tres pisos que se había derrumbado sobre la fachada sin que un solo ladrillo se hubiera salido de su sitio; o el capó de un coche que llevaba la huella de dos rostros humanos, uno a cada lado. Algunas de las fotos resultaban cómicas por la desenfadada rareza que poseían, otras tenían una autenticidad sombría —con los testigos unas veces angustiados, otras veces tapándose la cara— que era cualquier cosa menos graciosa. Pero todas, ya fueran ridículas o alarmantes, ayudaban a apoyar la misma tesis: que el mundo es más extraño de lo que la mayoría de los humanos pueda imaginar.

—Y esto no es más que la punta del iceberg… —le dijo Gluck—. Tengo miles de fotografías por el estilo. Decenas de miles de testimonios.

Algunas de las fotografías, advirtió Cal, estaban unidas por hilos de varios colores a los alfileres de los mapas.

—¿Cree usted que todo esto responde a una pauta? —le preguntó Cal.

—Eso creo. Pero ahora, después de oír lo que usted me ha contado, empiezo a pensar que quizá estaba buscando esa pauta en un lugar equivocado. Algunas de las pruebas que tengo, ya sabe usted, coinciden en parte con el relato que me acaba de hacer. Durante las últimas tres semanas, mientras usted trataba de ponerse en contacto conmigo, Max y yo hemos estado en Escocia examinando un lugar que acabamos de descubrir en los Highlands. Allí hemos podido recoger algunos objetos verdaderamente raros. Y asumí que aquél era un lugar de aterrizaje de algún tipo para nuestros visitantes. Pero ahora creo que me equivoqué. Lo más probable es que se trate del valle donde tuvo lugar el proceso de destejedura de que me ha hablado usted.

—¿Qué han encontrado?

—Los escombros de siempre. Monedas, ropa, efectos personales de uno u otro tipo. Lo empaquetamos todo en unas cajas y nos lo trajimos para poder examinarlo con más calma. Habríamos podido hacer encajar todo eso con nuestras teorías favoritas, ¿sabe usted? Pero creo que ahora la mayor parte de ellas han caído por tierra.

—Me gustaría ver esas cosas —dijo Cal.

—Se las sacaré de la caja —accedió Gluck. Desde que Cal acabara de contarle su historia, la expresión de Gluck era la de un hombre profundamente perplejo. Ahora incluso contemplaba la habitación de los mapas con algo parecido a desesperación. Durante las últimas horas había visto descomponerse su propia opinión acerca del mundo.

—Lo siento —dijo Cal.

—¿Por qué? —quiso saber Gluck—. ¿Por contarme milagros? Por favor, no lo sienta usted. Estaré igual de contento creyendo en ese misterio suyo que en el mío. Lo que pasa es que necesitaré un poco de tiempo para adaptarme a él. Lo único que pido es que el misterio esté ahí.

—Oh, claro que está —le aseguró Cal—. Créame, lo está. Lo que pasa es que no sé dónde.

Cal apartó la atención de Gluck y la puso en la ventana y a la escena vacía que se veía a través de la misma. Cada vez temía más por sus queridos exiliados. La noche, el Azote y la nieve parecían conspirar juntos para borrarlos del mapa.

Cruzó la habitación y se acercó a la ventana: la temperatura descendió sorprendentemente al aproximarse a los cristales helados.

—Tengo que encontrarlos —dijo Cal—. Tengo que estar con ellos.

Hasta aquel momento había conseguido mantener a raya la sensación de desolación que le embargaba, pero de pronto rompió en llanto. Oyó que Gluck se le acercaba, pero Cal no tenía el suficiente dominio de sí mismo para controlar las lágrimas: éstas seguirían cayendo. Gluck le puso una mano en el hombro para ver de consolarlo.

—Es bueno ver a alguien tan necesitado de lo milagroso —le indicó Gluck—. Encontraremos a sus Videntes, Mooney. Confíe en mí. Si hay algún indicio de su paradero, está aquí.

—Tenemos que darnos prisa —le indicó Cal en voz baja.

—Ya lo sé. Pero conseguiremos encontrarlos. No sólo por usted, sino por mí. Quiero conocer a esa gente suya de que usted habla.

—No son míos.

—En cierto modo lo son. Y usted es de ellos. Eso se lo he notado en la cara. Por eso es por lo que le creo.

2

—¿Por dónde empezamos?

Ésta fue una pregunta hecha por Cal.

La casa estaba atestada de informes de sótano a desván. Quizá, como Gluck había dicho, entre tales informes hubiera alguna pista —un renglón de algún reportaje, una fotografía— que apuntase hacia el paradero de los Videntes. Pero, ¿dónde? ¿En cuántos testimonios tendrían que escarbar antes de desenterrar alguna insinuación del escondite? Y eso suponiendo, naturalmente, que durante aquel tiempo de peligro ellos se hubieran reagrupado. Si no era así —si estaban esparcidos por las islas—, entonces aquello era una causa completamente perdida, en oposición a otra casi perdida.

Cal se reprendió a sí mismo por aquellos pensamientos. No servía de nada caer en el derrotismo. Tenía que creer que aún quedaba una oportunidad de encontrarlos tenía que creer que la tarea que tenían delante no era simplemente un modo de pasar el tiempo ocupado en algo antes del cataclismo. Tomaría a Gluck como modelo. Gluck, que se había pasado la vida persiguiendo algo que nunca había visto, sin dudar siquiera un instante de la validez de aquella búsqueda; Gluck que en aquel preciso momento estaba preparando una infusión de té y desenterrando carpetas, comportándose como si creyera hasta el fondo de su alma que la solución a aquel problema se encontraba muy cerca, al alcance de la mano.

Habían hecho del despacho la base de operaciones. Gluck había despejado el escritorio más grande y había extendido sobre el mismo un mapa de Gran Bretaña, tan enorme que colgaba por los lados como un mantel.

—La Isla está llena de espectros —le comentó a Cal—. Estúdiela durante un rato. Vea si alguno de los lugares que nosotros hemos investigado a lo largo de los años hace sonar alguna campanilla.

—Muy bien.

—Yo iré examinando los informes; y abriré las cajas que trajimos de Escocia.

Se puso a la tarea y dejó que Cal examinara con detenimiento el mapa, que estaba aún más cargado de anotaciones que los que había en la habitación contigua; muchos de los símbolos, líneas cruzadas y grupos de puntos iban acompañados de unas siglas crípticas. Lo que significaban las letras OVNI no necesitaba explicación, pero ¿qué eran las sospechas de un TMD o un Ciro VS? Cal decidió no hacer caso de las anotaciones y se limitó a examinar el mapa sistemáticamente, centímetro a centímetro, empezando en Land’s End y recorriendo luego el país de una punta a la otra. Agradeció no tener que examinar más que la tierra, porque los mares que rodeaban a Gran Bretaña —aquellas regiones cuyos nombres siempre lo habían cautivado en los partes meteorológicos: Fastnet, Viking, Forties, Tiree— también tenían su buena porción de milagros. Era razonable. Si había calamares que caían sobre los suburbios quizás hubiera lluvias de neumáticos y chimeneas en el mar del Norte. Había recorrido el mapa del país media docena de veces cuando volvió a aparecer Gluck.

—¿Ha habido suerte?

—Hasta ahora no —dijo Cal.

Gluck puso un montón de informes de un palmo de altura en una de las sillas.

—A lo mejor encontramos algo aquí —le indicó—. He empezado por los sucesos acaecidos, en las proximidades de la ciudad fantasma, y de ahí partiremos.

—Me parece lógico.

—Usted escarbe por ahí. Cualquier cosa que le resulte familiar, apártela. A medida que usted vaya leyendo, yo le iré trayendo más material.

Gluck sujetó con chinchetas el mapa en la pared, junto al escritorio, y dejó que Cal se sumergiese en la primera colección de informes.

El trabajo requería bastante concentración, cosa que a Cal le resultaba difícil de conseguir. Eran las diez y media, y ya necesitaba dormir. Pero al empezar a hojear aquel catálogo de maravillas descuidadas, sus cansados ojos y su cerebro, aún más cansado, se olvidaron rápidamente de la fatiga, revigorizados por el sorprendente material que tenían delante.

Muchos de los incidentes eran variaciones de temas ya familiares: sucesos que desafiaban las leyes geográficas, temporales y meteorológicas. Colecciones de fieras situadas fuera de lugar; excursiones procedentes de estrellas lejanas; casas más grandes por dentro que por fuera; radios que captaban psicofonías; hielo sobre los árboles en pleno verano; y enjambres que al zumbar entonaban el Padre Nuestro. Todas estas cosas habían tenido lugar no en sitios remotos, sino en Preston, en Healey Bridge, en Scunthorpe y en Windermere; lugares sólidos y estoicos, habitados por pragmáticos no propensos a la histeria. Este país, al que Gluck se había referido llamándole la Isla llena de espectros, cobraba vida de un extremo al otro con visiones delirantes. Este país también era el País de las Maravillas.

Gluck iba y venía, proporcionándole más carpetas y, de vez en cuando, más té, pero cuidando mucho de no estropear la concentración de Cal más que lo imprescindible. Era difícil para Cal no distraerse con muchos de aquellos relatos raros, pero a base de forzarse a sí mismo a ser disciplinado consiguió seleccionar sólo el uno por ciento aproximadamente, aquellos que contenían algún detalle que, de una forma u otra, pudiera estar relacionado con la Fuga o con sus habitantes. De algunos de ellos ya estaba al corriente, como por ejemplo de la destrucción de la casa de Shearman. Pero había otros informes —acerca de palabras que habían sido vistas en el aire, o de un hombre cuyo mono citaba los Salmos— que habían acaecido en lugares de los que él nunca había oído hablar. Quizá los Videntes estuvieran en esos lugares ahora.

Sólo cuando Cal decidió tomarse un breve descanso de los esfuerzos que estaba llevando a cabo, Gluck le dijo que había abierto las cajas que trajera de Escocia, y le preguntó si quería examinar el contenido de las mismas. Cal fue de nuevo tras Gluck hasta la habitación de los mapas, y allí —cada objeto etiquetado y marcado meticulosamente— se encontraba el revoltijo de cosas que los acontecimientos del valle habían dejado atrás. No había gran cosa; o los supervivientes habían destruido lo más significativo, o los procesos de la Naturaleza se habían encargado de hacerlo. Pero sí había unos cuantos penosos recuerdos del desastre —algunas pertenencias personales sin particular interés— y varias armas. Y en ambas categorías a la vez, tanto en armas como en efectos personales, encajaba el único objeto que le puso a Cal la piel de gallina. Allí, extendida sobre una de las cajas, estaba la chaqueta de Shadwell. Se quedó mirándola lleno de nerviosismo.

—¿Algo que le resulte familiar? —le preguntó Gluck.

Cal le dijo qué era y de dónde lo conocía.

—Dios mío —exclamó Gluck—. ¿Es ésa la chaqueta?

Semejante incredulidad era comprensible; si se miraba a la luz de una bombilla desnuda no había nada extraordinario en aquella prenda. Pero aún así, a Cal le costó un minuto reunir el valor necesario para levantarla. El forro, que probablemente habría seducido a cientos de personas en un tiempo, no daba la impresión de ser nada excepcional. Quizá hubiera cierto resplandor en la tela que no resultaba del todo explicable, pero no había más prueba que ésa de los poderes que la prenda poseía. Quizá, ahora que su dueño ya la había desechado, ya hubiese perdido aquellos poderes, pero Cal no estaba dispuesto a correr ningún riesgo. Volvió a dejarla donde estaba, ocultando el forro para que no quedase a la vista.

—Deberíamos llevárnosla con nosotros —le indico Gluck—. Cuando nos vayamos.

—¿Cuándo nos vayamos adónde?

—A reunimos con los Videntes.

—No. Creo que no.

—Seguramente el lugar de la chaqueta está entre ellos —insistió Gluck.

—Puede ser —repuso Cal sin mucha convicción—. Pero primero tenemos que encontrarlos.

—Entonces volvamos a la faena.

Cal se concentró otra vez en los informes. Tomarse un descanso había sido un error; ahora le resultaba muy difícil volver a coger el ritmo. Pero siguió adelante, usando como acicate los tristes restos que se encontraban en la habitación de al lado y la idea de que quizá dentro de poco esos restos representarían la última reliquia que le quedase a él de los Videntes.

A las cuatro menos cuarto de la mañana terminó de repasar los informes. Gluck había aprovechado para dormir un rato en uno de los sillones. Cal lo despertó y le entregó las nueve carpetas claves que había seleccionado.

—¿Esto es todo? —dijo Gluck.

—Hay otras de las que no estoy muy seguro. Primero decidí apartarlas, pero luego pensé que quizá no fueran más que pistas falsas.

—Cierto —convino Gluck. Se acercó al mapa y comenzó a ponerle alfileres en los nueve emplazamientos que apuntaban las carpetas. Luego se echó hacia atrás y se puso a examinar el mapa. No se veía pauta alguna que diferenciase los emplazamientos; se hallaban desperdiga dos por todo el país de manera irregular. Y ninguno se encontraba a menos de cincuenta kilómetros de los otros.

—Nada —dijo Cal.

—No se apresure —le pidió Gluck—. A veces la relación entre las cosas tarda tiempo en hacerse evidente.

—Pero nosotros no disponemos de mucho tiempo —le recordó Cal con cansancio. Las largas horas sin dormir estaban acabando con él; el hombro, donde había recibido la herida de bala que le había infligido Shadwell, le dolía; en realidad le dolía todo el cuerpo—. Es inútil —comentó.

—Déjeme que lo estudie —le dijo Gluck—. Veamos si yo puedo hallar la pauta.

Cal levantó las manos, exasperado.

—No hay ninguna pauta —insistió—. Lo único que puedo hacer es ir a esos sitios uno por uno… («¿Con este tiempo? —se oyó pensar a sí mismo—. Tendrás suerte si puedes salir por la puerta mañana por la mañana».)

—¿Por qué no se echa usted unas horas? Le he preparado una cama en la habitación de invitados. Está un tramo de escaleras más arriba, la segunda puerta a la derecha.

—Me siento tan puñeteramente inútil…

—Pues todavía será más inútil si no duerme un poco. Adelante, vaya.

—Creo que tendré que hacerlo. Me marcharé en cuanto me levante…

Subió las escaleras. En el rellano del piso superior hacía frío; el vaho de la respiración le precedía. No se desvistió, pero se tapó con las mantas y se quedó así.

No había cortinas en la ventana cubierta de escarcha, y la nieve del exterior arrojaba una luminosidad azul en la habitación, lo suficientemente brillante como para permitir leer. Pero no impidió que Cal tardara únicamente treinta segundos en dormirse.

Sortilegio
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