VI.
LA MUERTE VIENE A CASA
En el transcurso de las horas que median entre la medianoche y las primeras luces del día, la nevada se intensificó. Cal se sentó en el sillón de su padre, situado ante la ventana de la parte de atrás, y estuvo mirando cómo los copos caían en espiral, sabiendo por experiencia que pretender volver a reanudar el sueño no era más que una pérdida de tiempo. Se quedaría allí sentado y estaría contemplando la noche hasta que el primer tren del nuevo día pasase entre traqueteos. El cielo comenzaría a clarear al cabo de una hora más o menos, aunque con aquellas nubes tan cargadas de nieve el amanecer sería más sutil de lo normal. Alrededor de las siete y media cogería el teléfono e intentaría de nuevo entrar en contacto con Gluck, cosa que había venido haciendo regularmente, desde su casa o desde la panadería, a lo largo de vanos días, y siempre con el mismo resultado. Gluck no respondía al teléfono; Gluck no estaba en casa. Cal incluso había solicitado una comprobación de la línea, pues temía que se encontrase avenada. Sin embargo, no había ningún problema técnico: sencillamente ocurría que no había nadie que cogiera el teléfono al otro extremo de la línea. Quizá los visitantes que Gluck llevaba tanto tiempo espiando lo hubiesen acogido finalmente en su seno.
Unos golpes en la puerta principal lo hicieron ponerse en pie. Miró el reloj: eran poco más de las tres y media. ¿Quién demonios vendría de visita a semejante hora?
Salió al pasillo. Se oyó un ruido como si algo resbalase al otro lado de la puerta. ¿Estaría empujando alguien?
—¿Quién está ahí? —preguntó.
No hubo respuesta. Dio unos cuantos pasos más hacia la puerta. El sonido deslizante había cesado, pero los golpes —esta vez mucho más débiles— se repitieron. Descorrió el cerrojo y quitó la cadena. Los ruidos habían cesado ya por completo. Como la curiosidad que sentía era más fuerte que la prudencia, abrió la puerta. El peso del cuerpo que se hallaba al otro lado la acabó de abrir de par en par. Un montón de nieve y Balm de Bono cayeron en el felpudo de la entrada.
Hasta que Cal no se agachó para ayudar a aquel hombre, no reconoció aquellos rasgos, desfigurados por el dolor. De Bono había conseguido burlar el fuego una vez; pero en esta ocasión el fuego lo había alcanzado y le había hecho pagar con creces su anterior derrota.
Cal le puso una mano en la mejilla a De Bono, y éste, al sentir el contacto, abrió los ojos.
—Cal…
—Llamaré a una ambulancia.
—No —le dijo a De Bono—. No estamos a salvo aquí.
La expresión que tenía en el rostro bastó para silenciar las posibles objeciones de Cal.
—Voy a buscar las llaves del coche —le indicó éste, y se marchó a hacer lo que había dicho. Cuando regresaba a la puerta principal con las llaves en la mano, un espasmo le recorrió el cuerpo, como si las tripas tratasen de hacérsele un nudo. Últimamente había experimentado aquella misma sensación con demasiada frecuencia, en sueños. Y en los sueños aquello significaba que la bestia andaba cerca.
Se quedó mirando fijamente la salpicada oscuridad del exterior. La calle estaba desierta en toda la distancia que alcanzaba a ver; y también lo suficientemente silenciosa como para poder oír el zumbido de las farolas cubiertas de nieve en medio del frío. Pero el corazón de Cal había captado la trepidación del vientre; ahora le latía con una velocidad alocada.
Cuando volvió a arrodillarse junto a De Bono, el hombre había pactado una paz temporal con el dolor. Tenía el rostro inexpresivo y la voz tranquila, lo cual daba mayor potencia a sus palabras.
—Viene hacia aquí… —le informó a Cal—. Me está siguiendo…
Un perro se había puesto a ladrar al otro extremo de la calle. No era el quejido lastimero de un animal dejado fuera pasando frío, sino un ladrido de pura alarma.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Cal volviendo a mirar hacia la calle.
—El Azote.
—Oh, Jesús…
El ladrido había sido recogido por otros perros desde perreras y cocinas en toda aquella hilera de casas. Tal como había sucedido en sueños, así era ahora en la vigilia: la bestia estaba cera.
—Tenemos que ponernos en movimiento y marcharnos de aquí —dijo Cal.
—No creo que me encuentre en condiciones.
Cal metió un brazo por debajo del cuerpo de De Bono y lo levantó suavemente hasta dejarlo sentado. Las heridas que había recibido eran importantes, pero no sangraban; el fuego las había cauterizado, ennegreciéndole la carne de los brazos, hombros y un costado. Tenía la cara del color de la nieve, y el calor se le escapaba con la respiración y el sudor.
—Voy a llevarte al coche —le indicó Cal a De Bono levantándolo hasta ponerlo en pie.
Éste no era un peso muerto; le quedaban bastantes fuerzas en las piernas para ayudar a Cal en sus esfuerzos. Pero la cabeza le colgaba y la apoyó en el hombro de Cal mientras subían por el camino del jardín.
—Me alcanzó el fuego —le dijo De Bono en un susurro.
—Sobrevivirás.
—Me está consumiendo…
—Deja de hablar y camina.
Cal tenía el coche aparcado a sólo unos cuantos metros calle abajo. Apoyó a De Bono contra el lado opuesto al del volante mientras abría las puertas, sin dejar de echar una ojeada a un lado y otro de la calle cada varios segundos mientras manejaba torpemente las llaves con dedos ineptos. La nieve seguía haciéndose más densa y vallaba los dos extremos de la calle.
La puerta estaba abierta. Dio la vuelta al coche para ayudar a De Bono a instalarse en el asiento delantero y luego se dirigió al del conductor.
Cuando se inclinó para entrar en el coche, los perros dejaron de ladrar. De Bono emitió un pequeño gemido de angustia. Los perros ya habían cumplido con su deber de guardianes; ahora callaban siguiendo el instinto de conservación. Cal entró en el coche y cerró la puerta dando un golpe. Había nieve en el parabrisas, pero no tenía tiempo de empezar a rascar para quitarla; ya se encargarían de eso los limpiaparabrisas. Dio la vuelta a la llave de contacto. El motor se esforzó, pero no consiguió arrancar.
A su lado De Bono le indicó:
—Ya se acerca…
Cal no necesitaba que se lo dijeran. Volvió a intentar que el coche se pusiera en marcha; pero el motor se resistía a empezar a girar.
—Vamos —lo animó—, por favor.
Aquella súplica dio su fruto; al tercer intento el motor arrancó.
El instinto le decía a Cal que acelerase y se alejase de la calle Chariot lo más aprisa posible, pero la nieve, al caer sobre el hielo acumulado de varios días, hacía que avanzar resultase peligroso. Las ruedas amenazaron repetidamente con patinar, y el coche se deslizó de un lado a otro de la calle. Pero fueron avanzando metro a metro, con lentitud, entre el manto de nieve, que era ya tan denso que reducía la visibilidad de un modo tal que ni siquiera se veía dónde terminaba el coche. Sólo al aproximarse al final de la calle Chariot se hizo evidente lo que sucedía. No era sólo la nieve lo que los cubría. Había también una niebla que hacía el aire más espeso, tan denso que los faros del coche apenas podían penetrarlo.
De repente la calle Chariot ya no formaba parte del Reino. Aunque aquél era un terreno que Cal se había pateado de un extremo a otro desde la infancia, ahora se había convertido en un territorio desconocido para él: los lugares más destacados se habían borrado, y las zonas urbanizadas se habían transformado en terrenos baldíos. Ahora todo aquel territorio pertenecía al Azote, y ellos dos estaban perdidos allí. Incapaz de distinguir ninguna señal que indicara una curva, Cal confió en su instinto y torció a la derecha. Al darle la vuelta al volante, De Bono se incorporó de golpe.
—¡Retrocede! —le gritó.
—¿Qué?
—¡Atrás! ¡Jesús! ¡Atrás!
Se aferraba al salpicadero del coche con las manos heridas, mirando fijamente a la niebla que tenía delante.
—¡Está ahí! ¡Ahí!
Cal levantó fugazmente la mirada con el tiempo justo de ver que algo se movía en medio de la niebla y se cruzaba en el camino del coche. Apareció y desapareció con tanta rapidez que a Cal sólo le dio tiempo de percibir una fugacísima impresión de ello: pero le bastó y le sobró. Tenía unas dimensiones mucho más descomunales de lo que se había imaginado; y era más oscuro; y más vacío.
Luchó por meter la marcha atrás del vehículo, pero el pánico echaba al traste cada uno de sus intentos. A su derecha la niebla se estaba doblando sobre sí misma, o desdoblándose. ¿En qué dirección vendría aquella cosa por primera vez? ¿O acaso estaría en todas partes, rodeándolos, y aquella niebla era el odio del monstruo materializado?
—Calhoun.
Miró a De Bono, y luego se asomó por la ventanilla para ver qué era lo que había dejado a De Bono rígido en el asiento. La niebla se estaba abriendo delante de ellos. Y de entre sus profundidades surgió amenazador el Azote. Lo que Cal vio lo dejó aturdido. No había una sola forma emergiendo de las tinieblas, sino dos, engarzadas en una unión grotesca.
Una de ellas era Hobart; pero un Hobart que, en gran medida, estaba transfigurado por el horror que ahora lo poseía. Tenía la carne blanca y le manaba sangre del cuerpo por una docena de lugares, desde donde líneas de fuerza —conectadas por ruedas y arcos de fuego— le entraban en el cuerpo y le salían por el otro lado, girando a través de él al ir al encuentro de la segunda forma: toda aquella monstruosa geometría que se alzaba por encima de él. Lo que Cal contempló en dicha geometría era una pura paradoja. Estaba descolorida, a pesar de ser negra; era un vacío, aunque estaba rebosante; perfecta en su belleza, pero más profundamente podrida de lo que cualquier tejido viviente pudiera estar. Una ciudadela viviente de ojos y luz, corrupta hasta más allá de lo que puede expresarse con palabras, y que apestaba de mala manera.
De Bono se abalanzó contra la puerta y se puso a forcejear con la manilla. Al fin la puerta se abrió, pero antes de que De Bono se lanzara fuera del coche, Cal lo sujetó al mismo tiempo que ponía el pie en el acelerador. Al hacerlo una sábana de llamas blancas hizo erupción delante del coche, eclipsando al Azote.
El respiro fue muy breve. El coche solamente había retrocedido cinco metros antes de que el Azote se lanzase a por él de nuevo.
Al tiempo que se acercaba, Hobart abrió la boca hasta un tamaño tal que daba la impresión de que iba a dislocársele, y le salió una voz que no era la suya.
—Te veo —dijo la voz.
Un momento después pareció que el suelo debajo del coche hacía erupción, y el vehículo se volcó cayendo sobre el lado del conductor. En su interior se produjo una total confusión, ya que una lluvia de bártulos cayó del salpicadero y de la guantera. Además De Bono comenzó otra vez a forcejear con la puerta de su lado tratando de abrirla, y consiguiéndolo al darle un empujón. A pesar de las heridas que había sufrido, era evidente que el equilibrista conservaba parte de su agilidad, porque salió del vehículo volcado con dos prácticos movimientos.
—¡Vete de aquí! —le gritó a Cal, que aún estaba intentando averiguar cuál era la parte de arriba y cuál la de abajo.
Al ponerse de pie y darse impulso para salir del coche, se encontró con que tenía dos cosas a la vista para recibirlo. Una era la figura de De Bono, que desaparecía entre una niebla que ahora parecía cargada por doquier de un verdadero imperio de ojos. La otra figura se hallaba de pie en mitad de la niebla, mirándolo. Por lo visto aquélla era una noche llena de caras conocidas, aunque cambiadas por las circunstancias. Primero De Bono; luego Hobart; y ahora —aunque por un instante Cal se negó a creerlo— Shadwell.
Cal había visto a aquel hombre representar muchos papeles. El de vendedor amable, coronado de sonrisas y promesas; el de atormentador y seductor; el de Profeta de la Liberación. Pero allí delante tenía a un Shadwell despojado de todo fingimiento; y el actor que había en su interior era ahora una cosa vacía. Los rasgos, desprovistos de animación, le colgaban de los huesos como lino sucio. Sólo los ojos —que siempre habían sido pequeños, pero que ahora parecían residuales— conservaban aún un rastro de fervor.
Ahora estaba contemplando a Cal mientras éste salía como podía del coche a la calle cubierta por el hielo.
—No queda ningún sitio a donde huir —le dijo. Tenía la voz borrosa, como si estuviera falto de sueño—. Ése va a encontrarte, dondequiera que trates de esconderte. Es un Ángel, Mooney. Tiene los ojos de Dios.
—¿Un Ángel? ¿Eso?
La niebla tembló a derecha e izquierda del lugar donde se encontraban, como si se tratase de un tejido vivo. En cualquier momento podía echarse sobre ellos. Pero el hecho de ver a Shadwell, y el acertijo que constituían las palabras que éste había pronunciado, mantenían a Cal pegado al suelo. Y además quedaba otro rompecabezas; había algo en el cambiado aspecto de Shadwell que Cal no acertaba a decir qué era.
—Se llama Uriel —le informó Shadwell—. La llama de Dios. Y está aquí para acabar con la magia. Ése es su único objetivo. Acabar con todos los encantamientos. De una vez por todas.
La niebla volvió a temblar, pero Cal no dejaba de mirar fijamente a Shadwell; estaba demasiado intrigado para huir. Era algo perverso dejarse atormentar por trivialidades como aquélla cuando un poder de la magnitud del de un Ángel se encontraba a un salivazo de distancia. Pero los Mooney siempre habían sido perversos.
—Ése es el regalo que le hago al mundo —le aseguró Shadwell—. Voy a destruir a todos los magos. Hasta el último de ellos. Ya no me dedico a vender, como puedes ver. Esto lo hago por amor.
Al oír aquella referencia a las ventas, Cal cayó en la cuenta de cuál era el cambio sufrido por aquel hombre. La chaqueta de Shadwell, la chaqueta de las ilusiones que le había destrozado el corazón a Brendan, y sin duda asimismo el corazón de muchísimos otros, había desaparecido. En su lugar, Shadwell llevaba una chaqueta nueva de corte impecable, pero desprovista de encantamientos.
—Estamos poniendo fin a las ilusiones y engaños —decía Shadwell—. Acabando con todo ello…
A medida que hablaba la niebla se estremecía, y de ella surgió un alarido cínico, que quedo interrumpido bruscamente. De Bono: vivo y muerto.
—So cabrón… —dijo Cal.
—A mí me engañaron —continuó diciendo Shadwell sin inmutarse por la hostilidad de Cal—. Me engañaron terriblemente. Me sedujo el doble juego de esa gente; dispuestos de buen grado a verter su sangre si era necesario con tal de conseguir aquello con lo que me estaban tentando a mí…
—¿Y qué es lo que estás haciendo ahora? —le escupió Cal—. Sigues vertiendo sangre.
Shadwell abrió los brazos.
—Yo vengo con las manos vacías, Calhoun —repuso—. Ése es mi regalo. El vacío.
—No quiero tus malditos regalos.
—Oh, sí que los quieres. En el fondo sí. Te han seducido con ese circo que tienen montado. Pero ha llegado el final de tanta engañifa.
Había una gran dosis de cordura en la voz de Shadwell; la cordura de un político cuando les está vendiendo a sus seguidores la sabiduría de la bomba. Aquella certeza sin mácula era más escalofriante que la histeria o la malicia. Ahora Cal se daba cuenta de que la primera impresión que había obtenido era errónea. Shadwell el actor no había desaparecido. Sencillamente había abandonado los golpecitos en la espalda y las hipérboles y los había sustituido por un estilo de juego tan natural, tan mínimo, que apenas parecía una representación. Pero que lo era. Ése era su triunfo: Shadwell al Desnudo.
La niebla había empezado a agitarse con renovado entusiasmo. Uriel volvía. Cal miró una vez más a Shadwell, para fijar aquella máscara en su mente de una vez para siempre; luego dio media vuelta y echó a correr.
No vio reaparecer al Azote, pero oyó cómo el coche hacía explosión detrás suyo; también notó la onda expansiva de calor, la cual convirtió la nieve en una llovizna templada que le cayó alrededor de la cabeza. Oyó igualmente la voz de Shadwell, transportada en tono enérgico a través del aire frío.
—Te veo… —le dijo la voz.
Aquello era mentira; no lo veía, ni podía verlo. La niebla de momento era una aliada de Cal, que echó a correr entre ella, huyendo, sin importarle mucho en qué dirección iba con tal de correr más de prisa que la bestia del autor del regalo.
De entre las tinieblas surgió una cosa alta. Cal no la reconoció, pero siguió la acera hasta que llegó al primer cruce de calles. Aquella intersección sí que la reconoció, y entonces echó a andar otra vez en dirección a la calle Chariot siguiendo un camino laberíntico con el propósito de despistar a sus perseguidores.
Shadwell sin duda adivinaría adonde se encaminaba; la niebla viviente que ocultaba al Azote probablemente se encontraría ya a medio camino bajando por la calle Chariot. Aquel pensamiento le proporcionó velocidad a los pies de Cal. Tenía que llegar a su casa antes que el fuego. El libro de Suzanna estaba allí: el libro que la muchacha había puesto en sus manos para que él lo guardase y lo mantuviese a salvo.
Por dos veces el hielo que había en el suelo le hizo caer, y por dos veces Cal volvió a levantarse —con los miembros y los pulmones doloridos— y siguió corriendo. Al llegar al puente del tren saltó por encima de la alambrada y fue a dar al terraplén. La niebla allí era bastante menos densa; sólo estaba la nieve, que caía sobre las silenciosas vías del tren. Podía ver la parte de atrás de las casas con la claridad suficiente como para contarlas mientras corría, y finalmente llegó a la valla de atrás de la casa de su padre. Trepó por encima de la misma, dándose cuenta al pasar corriendo junto al palomar que tenía otra obligación que cumplir antes de escapar de allí. Pero primero estaba el libro.
Tropezándose entre las ruinas del jardín llegó a la puerta de atrás y entró en la casa. Tenía el corazón enloquecido, le latía con fuerza contra las costillas. En cualquier momento aparecería el Azote a la puerta de la casa, y ésta —su hogar— correría la misma suerte que había corrido la Fuga. No había tiempo para rescatar ningún objeto de valor sentimental, sólo disponía de segundos para reunir aquello que era más esencial: puede que ni siquiera eso. Cogió el libro, luego un abrigo, y por último se fue a buscar la cartera. Al echar una fugaz ojeada por la ventana se percató de que la calle se había desvanecido; la niebla apretaba su rostro frío y húmedo contra el cristal de la ventana. Con la cartera en su poder echó a correr otra vez por la casa y se marchó por el mismo camino por donde había venido: por la puerta y por entre la maraña de arbustos que su madre plantara tantas primaveras atrás. Al llegar al palomar se detuvo. No podía llevarse consigo a 33 y a su compañera, pero por lo menos podía darles una oportunidad de escapar si querían. Y querían. Estaban volando de un lado a otro en la jaula a prueba de heladas que les había construido él mismo, perfectamente al tanto del peligro que corrían. En cuanto Cal les abrió la puerta salieron y se elevaron en el aire, subiendo entre la nieve hasta que se encontraron a salvo a la altura de las nubes.
Cuando Cal echó a andar por el terraplén —no hacia el puente esta vez, sino en dirección contraria— se dio cuenta de que quizá nunca volviese a ver de nuevo la casi que estaba dejando atrás. El dolor que tal idea le produjo hizo que el frío pareciera benigno. Se detuvo y se dio la vuelta para intentar conservar la imagen de la casa en su recuerdo; el tejado, las ventanas del dormitorio de sus padres, el jardín, el palomar vacío. Aquélla era la casa en la que había ido creciendo hasta llegar a la edad adulta; la casa donde había aprendido a ser el hombre que era, para bien o para mal; allí estaban enraizados todos los recuerdos que tenía de Eileen y de Brendan. Pero, en resumidas cuentas, no era más que unos cuantos ladrillos y mortero; el mal podía llevársela lo mismo que se había llevado a la Fuga. Con toda la certeza que podía tener de que había memorizado el cuadro que tenía ante sí, volvió a adentrarse en la nieve. Cuando había recorrido veinte metros por la vía, el rugido de destrucción le anunció que ya era un hombre sin hogar.