IV.
NUPCIAS

1

Geraldine se había pasado muchas y largas horas dándole a Cal un detallado informe de su propio árbol genealógico para que, llegado el momento de la boda de Teresa, él supiera exactamente quién era quién. Aquello resultó ser un asunto bastante difícil. La familia Kellaway era fecunda hasta el heroísmo, y además Cal tenía muy mala memoria para los nombres, de modo que no resultaba nada sorprendente que gran parte de los ciento treinta invitados que abarrotaban el salón de recepciones aquella agradable noche de sábado le resultasen del todo desconocidos. Cosa que no le preocupaba mucho. Se sentía a salvo entre aquella multitud, aunque no supiera quiénes eran sus componentes; y la bebida, que había corrido libremente desde las cuatro de la tarde, había contribuido a aliviar sus inquietudes. Ni siquiera puso objeciones cuando Geraldine lo presentó ante un desfile de admirados tíos y tías, cada uno de los cuales le preguntó cuándo la iba a convertir en una mujer honrada. Cal les siguió el juego; sonrió; se mostró encantador; hizo todo lo que pudo para parecer cuerdo.

Tampoco es que una pequeña chaladura se hubiese notado mucho en un ambiente tan mareante como aquél. La ambición de Norman Kellaway para el día de la boda de su hija parecía haber aumentado un grado por cada centímetro que la cintura de la muchacha se había ido agrandando. La ceremonia había resultado grandiosa, pero por fuerza también decorosa; el banquete, sin embargo, era un triunfo del exceso sobre el buen gusto. El salón se había decorado desde el suelo hasta el techo con serpentinas y farolillos de papel; numerosas cuerdas de luces de colores colgaban de las paredes y de los árboles que había en el exterior, en la parte de atrás del salón. El bar estaba bien provisto de cerveza, de bebidas alcohólicas y de licores, lo suficiente para intoxicar a un modesto ejército; se abastecía innecesariamente de comida, que se llevaba a las mesas de aquellos que se contentaban con sentarse y atracarse atendidos por doce atareadas camareras. A pesar de que todas las puertas y ventanas estaban abiertas, el salón se puso en seguida tan caluroso como el mismo infierno; el calor se generaba en parte por todos los invitados que habían decidido echar en el olvido las inhibiciones y bailaban al compás de una ensordecedora mezcla de country and western y rock and roll. Este último ocasionaba cómicas exhibiciones por parte de los invitados de más edad, a los que se aplaudía ferozmente desde todas partes.

Al borde de la multitud, remoloneando junto a la puerta que daba a la parte de atrás del salón, el hermano más pequeño del novio, acompañado de dos muchachos jóvenes que en algún momento le habían hecho la corte a Teresa y de otro jovenzuelo, un cuarto cuya presencia los demás toleraban únicamente porque tenía cigarrillos, se encontraba de pie en medio de una confusión de latas de cerveza mientras estudiaban los talentos que había disponibles. Quedaba poco donde elegir; las escasas chicas que se encontraban en edad de que alguien se las llevara a la cama o bien estaban reservadas o se las consideraba tan poco atractivas que cualquier intento de acercamiento hubiese sido prueba de desesperación.

Sólo Elroy, el penúltimo novio de Teresa, parecía tener alguna posibilidad de éxito aquella noche. Desde la ceremonia no había quitado los ojos de una de las damas de honor cuyo nombre aún no había averiguado, pero que casualmente había estado en el bar al mismo tiempo que él; un dato estadístico muy significativo. Ahora Elroy estaba apoyado en la puerta y observaba el objeto de su lujuria, que se hallaba al otro lado de la habitación llena de humo.

Se habían atenuado las luces en el interior del salón, y el cariz del baile había cambiado de las cabriolas a los abrazos lentos y amorosos.

Aquél era el momento oportuno, a juicio de Elroy, para hacer la tentativa. Invitaría a la mujer a bailar en la pista y luego, después de una o dos canciones, la sacaría a tomar un poco de aire fresco. Varias parejas se habían retirado ya a la intimidad que proporcionaban los arbustos a fin de hacer allí aquello para cuya celebración están hechas las bodas. Dejando aparte las bonitas promesas y las flores, las bodas estaban hechas para joder, y malditas las ganas que él tenía de quedarse fuera de todo aquello.

Un rato antes había visto a Cal charlando con la chica; pensó que resultaría de lo más sencillo conseguir que se la presentase. Se abrió paso a través de la densa muchedumbre de bailarines y se dirigió hacia el lugar donde Cal se encontraba de pie.

—¿Cómo te va, colega?

Cal miró a Elroy con ojos somnolientos. El rostro que tenía ante él estaba sofocado a causa del alcohol.

—De primera.

—No me gustó mucho la ceremonia —le confió Elroy—. Soy alérgico a las iglesias. Haznos un favor, ¿vale?

—¿De qué se trata?

—Estoy salido.

—¿A causa de quién?

—De una de las damas de honor. Estaba por allí, cerca del bar. Tiene el pelo largo y rubio.

—¿Te refieres a Loretta? —inquirió Cal—. Es prima, de Geraldine.

Resultaba extraño, pero cuanto más borracho estaba, más parecía acordarse de las lecciones recibidas acerca de la familia Kellaway.

—Esa tía es un plan cojonudo. Y se ha estado timando conmigo toda la noche.

—¿De veras?

—Y yo me pregunto… ¿y si nos presentaras?

Cal miró los palpitantes ojos de Elroy.

—Creo que llegas demasiado tarde —le dijo.

—¿Por qué?

—Ha salido…

Antes de que Elroy pudiera manifestarle en voz alta la irritación que sentía ante la noticia, Cal notó que una mano le tocaba el hombro. Se dio la vuelta. Era Norman, el padre de la novia.

—¿Puedo hablar contigo, Cal, muchacho? —le preguntó al tiempo que le dirigía una fugaz mirada a Elroy.

—Ya te buscaré más tarde —se excusó éste retirándose antes de que Norman le echara el guante a él también.

—¿Te lo estás pasando bien?

—Sí, señor Kellaway.

—Deja ya esa tontería de llamarme señor Kellaway, Cal. Llámame Norman. —Vertió en la jarra de cerveza de Cal una generosa dosis de whisky de la botella con la que iba armado; luego le dio una buena chupada al puro—. De modo que dime —continuó—, ¿cuánto tiempo más voy a tener que esperar para entregar a mi otra hijita? No pienses que estoy tratando de empujarte, hijo. Nada de eso. Pero con una novia preñada ya tengo bastante.

Cal se puso a remover el whisky en el fondo del vaso, esperando que el poeta le apuntase alguna respuesta. Pero no fue así.

—Tengo un empleo para ti en la fábrica —continuo Norman sin molestarse por el silencio de Cal—. Quiero ver a mi nena viviendo con cierta elegancia. Tú eres un buen muchacho, Cal. A su madre le caes muy bien, y yo siempre confío en el criterio de mi esposa. Así que piénsatelo…

Se cambió la botella a la mano derecha, en la que empuñaba el puro y se metió la otra en la chaqueta.

Aquel gesto, inocente como era, le produjo a Cal un escalofrío, pues le resultó conocido. Durante un instante volvió a la calle Rue y contempló encantada la calidad de la chaqueta de Shadwell. Pero los regalos que Kellaway tenía que darle eran más sencillos.

—Toma un puro —le dijo; y se marchó a cumplir con sus deberes de anfitrión.

2

Elroy se consiguió otra lata de cerveza en el bar y luego se encaminó hacia el jardín en busca de Loretta. La temperatura era allí fuera considerablemente más fresca que en el salón, y en cuanto le dio un poco el aire se sintió tan mareado como una pulga en el suspensorio de un leproso. Tiró la lata de cerveza y se encaminó hacia el fondo del jardín, donde podría vomitar sin que nadie lo viera.

Las luces de colores se acababan a unos cuantos metros del salón donde se terminaba el cable. Más allá reinaba una acogedora oscuridad en la que Elroy se zambulló. Estaba acostumbrado a vomitar; rara vez transcurría una semana entera sin que su estómago se rebelase movido por un exceso u otro. Vació eficientemente el contenido del estómago sobre un matorral de rododendro, y luego dirigió otra vez sus pensamientos a la encantadora Loretta.

Un poco más allá del lugar donde se hallaba, la sombra de las hojas, o algo que había oculto allí, se movió. Elroy escudriñó el lugar con más atención tratando de interpretar lo que veía, pero no había luz suficiente para encontrar respuesta. Sin embargo sí que pudo oír un suspiro: un suspiro de mujer.

Decidió que debía de ser una pareja oculta entre las sombras del árbol haciendo aquello para lo cual había sido creada la oscuridad. Quizá se tratase de Loretta, con la falda subida y las bragas bajadas. Cosa que a él podría romperle el corazón, pero tenía que verlo.

Sigilosamente avanzó un par de pasos.

Cuando daba el segundo paso algo le rozó la cara. Se asustó y le costó trabajo sofocar un grito; al levantar la mano se encontró hebras de materia que flotaban en el aire alrededor de su cabeza. Por alguna extraña razón le recordaron la flema —húmedos y fríos hilos de flema—, sólo que estos hilos se movían alrededor de la carne de Elroy como si formasen parte de algo más grande.

Un instante más tarde aquella sensación se confirmó cuando la materia, que ahora se le adhería con fuerza a las piernas y al cuerpo, lo alzó del suelo. Elroy hubiera soltado un grito, pero aquella asquerosa sustancia ya había conseguido sellarle los labios. Y luego, como si esto no fuera lo bastante absurdo, sintió un escalofrío alrededor del bajo vientre. Le estaban quitando los pantalones. Se puso a luchar hecho una furia, pero toda resistencia resultó infructuosa. Notaba un peso que le presionaba el abdomen y las caderas, y sintió que le tomaban el miembro viril y lo introducían en un conducto que hubiera podido ser de carne, pero que estaba tan frío como un cadáver.

Lágrimas de pánico le nublaban la visión, pero aún podía distinguir que aquella cosa que se hallaba a horcajadas sobre él tenía forma humana. No podía distinguir rostro alguno, pero los pechos eran muy abundantes, como a él le gustaban, y aunque aquello distaba mucho de la escena que poco antes había imaginado con Loretta, se le encendió la lujuria; su pequeña longitud empezó a responder a las heladas atenciones del cuerpo que lo contenía.

Levantó ligeramente la cabeza con la esperanza de obtener una mejor perspectiva de aquellos suntuosos pechos, pero al hacerlo distinguió otra figura detrás de la primera. Ésta era la antítesis de la brillante mujer madura que cabalgaba sobre él: una cosa horrible y llena de manchas, con unos agujeros muy abiertos en la parte del cuerpo donde debía haber estado la vagina, y la boca y el ombligo; los agujeros eran tan grandes que se veían las estrellas a su través.

Empezó a luchar otra vez, pero los golpes que daba no sirvieron en absoluto para amainar el ritmo de su amante. A pesar del pánico que le embargaba notó el familiar temblor en los testículos.

En la cabeza se le apelotonaron media docena de imágenes que se convirtieron en algo de una belleza monstruosa: la mujer harapienta, con un collar de luces de colores colgando entre los pechos de la hermana, se levantó las faldas, y la boca que tenía entre las piernas resultó ser la boca de Loretta, que sacaba provocadoramente la lengua. Elroy no pudo resistir aquella imagen pornográfica: su miembro escupió la carga. Elroy aulló contra el sello que le atenazaba la boca. El placer fue breve, y el dolor que le siguió agonizante.

—¿Qué cojones te pasa? —le preguntó alguien en la oscuridad. A Elroy le llevó unos instantes darse cuenta de que el grito que había dado pidiendo ayuda había sido oído. Abrió los ojos. Las siluetas de los árboles se alzaban sobre él, pero eso no era todo.

Comenzó a gritar de nuevo, sin importarle en absoluto el hecho de encontrarse tumbado en medio de aquella inmundicia con los pantalones bajados hasta los tobillos. Lo hizo solamente porque necesitaba saber que seguía estando en la tierra de los vivos.

3

El primer atisbo de problemas que tuvo Cal fue a través del fondo del vaso, cuando lo levantó para terminarse lo que quedaba del whisky de malta que le había dado Norman. Junto a la puerta dos de los impresores de la fábrica de Kellaway, que actuaban de matones aquella noche, se hallaban enfrascados en una amistosa conversación con un hombre que llevaba un traje de muy buen corte. Riendo, aquel hombre echó una rápida ojeada al interior del salón. Era Shadwell.

Llevaba la chaqueta cerrada y abotonada. No había necesidad, al parecer, de utilizar ningún tipo de seducción sobrenatural; el Vendedor estaba consiguiendo entrar con la única ayuda de su encanto. Incluso, mientras Cal lo estaba mirado, le dio unas palmaditas en la espalda y uno de los dos hombres, como si hubieran sido amigos inseparables desde la niñez. Después entró en el salón.

Cal no sabía si era mejor permanecer inmóvil y confiar en que la multitud lo ocultase, o hacer un intento por escapar de allí, y arriesgarse de ese modo a llamar la atención del enemigo. Pero tal como se desarrollaron las cosas, no le quedó elección en aquel asunto. Una mano se posó sobre una de las suyas; a su lado se encontraba de pie una de las tías que Geraldine le había presentado.

—Dime —le preguntó ella sin venir a cuento—. ¿Has estado en América?

—No —repuso Cal apartando los ojos del empolvado rostro de aquella mujer para mirar al Vendedor. Éste estaba entrando en el salón con una seguridad intachable al tiempo que repartía sonrisas aquí y allá. El aspecto que tenía atraía miradas de admiración desde todas partes. Alguien le tendió una mano para que se la estrechase; otro le preguntó que qué quería beber. El Vendedor manejó aquella multitud con gran naturalidad, sonriendo, con una palabra para cada cual, mientras escudriñaba con los ojos de un lado a otro en busca de su presa.

Al disminuir la distancia que los separaba, Cal comprendió que ya no podría evitar que el Vendedor lo viera. Retiró la mano que la tía de Geraldine le mantenía sujeta y se adentró en lo más espeso de la multitud. Una gran aglomeración en el extremo más apartado del salón le llamó la atención; vio que transportaban a alguien —parecía Elroy— desde el jardín hasta el interior, alguien que tenía la ropa hecha un asqueroso revoltijo y la mandíbula floja. Nadie parecía estar muy alterado por el estado en que se hallaba: en todas las reuniones hay su porción de borrachos profesionales. Se oyeron risas y hubo algunas miradas de desaprobación, pero enseguida todo el mundo volvió al bullicio.

Cal echó una rápida ojeada hacia atrás por encima del hombro. ¿Dónde estaba Shadwell? ¿Seguiría junto a la puerta, dando apretones de mano como un político en elecciones? No; se había movido. Cal examinó con la mirada toda la habitación, lleno de nerviosismo. El ruido y el baile continuaban igual que antes, pero ahora las sudorosas caras parecían una pizca demasiado hambrientas de felicidad; los bailarines sólo bailaban porque ello conseguía alejarlos del mundo durante un rato. Había cierta desesperación en aquella juerga, y Shadwell sabía muy bien cómo sacar partido de ello, con aquella rancia afabilidad suya y aquel fingido aire de quien se ha codeado con los grandes y los mejores.

Cal rabiaba por subirse encima de una mesa y decirles a todos aquellos juerguistas que dejasen de hacer piruetas; para que pudieran ver por sí mismos cuan estúpidas parecían sus diversiones, y cuan peligroso era el tiburón que habían acogido entre ellos.

Pero ¿qué harían cuando él hubiera gritado hasta quedarse ronco? ¿Reírse tapándose la boca con las manos y recordarse unos a otros en voz baja que Cal llevaba en las venas la sangre de un loco?

Allí no encontraría aliados. Aquél era el territorio de Shadwell. Lo más seguro era mantener la cabeza baja e intentar abrirse paso hacia la puerta. Y luego marcharse lo más lejos y lo más rápidamente posible.

Puso en práctica el plan de inmediato. Dándole gracias a Dios por la escasez de luz, empezó a escabullirse entre los que bailaban, manteniendo los ojos bien abiertos por si veía al hombre de la chaqueta multicolor.

Se oyó un grito detrás de él. Se dio la vuelta rápidamente para mirar y, a través de las figuras que giraban al son de la música, divisó a Elroy, que estaba dando golpes como si fuera epiléptico mientras gritaba como un condenado. Alguien pedía un médico.

Cal se volvió de nuevo hacia la puerta, y de pronto el tiburón se encontraba ya a su lado.

Calhoun —le dijo Shadwell en voz baja y suave—. Su padre me dijo que lo encontraría aquí.

Cal no respondió a las palabras de Shadwell; sencillamente fingió que no lo había oído. El Vendedor no se atrevería a hacer nada violento en medio de tanta gente, eso seguro, y él estaba a salvo de la chaqueta de aquel hombre mientras mantuviera los ojos apartados del forro.

—¿Adónde va? —le preguntó Shadwell al ver que Cal seguía avanzando—. Quiero tener una charla con usted.

Cal continuó andando.

—Podemos ayudarnos mutuamente.

Alguien llamó a Cal y le preguntó si sabía qué le pasaba a Elroy. Él hizo un movimiento negativo con la cabeza y siguió abriéndose camino hacia la puerta a través de la multitud. El plan que tenía era muy sencillo. Decirles a los matones que buscasen al padre de Geraldine, y hacer que echasen a Shadwell de allí.

—Dígame dónde está la alfombra —le estaba diciendo el Vendedor—, y yo me encargaré de que las hermanas de ella no le pongan nunca la mano encima. —Los modales que utilizaba eran apaciguadores—. Yo no tengo nada contra usted —dijo—. Sólo quiero cierta información.

—Ya se lo he dicho —le indicó Cal; ya mientras hablaba sabía que cualquier tipo de súplica era una causa perdida—. No sé dónde ha ido a parar la alfombra.

Ahora se encontraban a menos de una docena de metros del vestíbulo, y a cada paso que avanzaban la cortesía de Shadwell disminuía un poco más.

—Le dejarán a usted seco —le advirtió a Cal—. Las hermanas esas que ella tiene. Y yo no seré capaz de impedirlo, no una vez que le hayan puesto a usted las manos encima. Están muertas, y los muertos no aceptan la disciplina.

—¿Muertas?

—Oh, sí. Las mató ella misma, mientras las tres estaban aún en el útero materno. Las estranguló con los mismos cordones umbilicales.

Cierto o no, aquella idea daba náuseas. Y aún resultaba más nauseabundo pensar en el contacto de las hermanas. Cal intentó apartar las dos imágenes de la cabeza mientras seguía avanzando, con Shadwell aún a su lado. Toda simulación de acuerdo se había evaporado; ahora sólo quedaban amenazas.

—Es usted hombre muerto, Mooney, si no confiesa. Y yo no levantaré un dedo para ayudarle…

Cal se encontraba a una distancia de los hombres desde donde podía llamar su atención.

Les gritó. Ellos dejaron de beber y se volvieron en dirección a él.

—¿Cuál es el problema?

—Este hombre… —empezó a decir Cal volviéndose hacia Shadwell.

Pero el Vendedor ya no estaba. En el breve espacio de unos segundos se había alejado de Cal y se había mezclado con la multitud, una salida tan hábil al menos como lo había sido la entrada.

—¿Tiene algún problema? —quiso saber el más corpulento de los dos hombres.

Cal le echó una rápida mirada al hombre, buscando algunas palabras que decir. Finalmente decidió que era inútil tratar de explicarlo.

—No… —dijo—. Estoy bien. Sólo necesitaba un poco de aire.

—¿Quizá ha bebido demasiado? —aventuró el otro hombre al tiempo que se apartaba a un lado para permitirle a Cal salir a la calle.

Hacía mucho frío en contraste con el calor sofocante del salón, pero para Cal aquello resultaba estupendo. Respiró profundamente, tratando de despejarse la cabeza. Luego oyó una voz familiar.

—¿Quieres irte a casa?

Era Geraldine. Estaba en pie a poca distancia de la puerta con un abrigo echado por los hombros.

—Estoy bien —contestó Cal—. ¿Dónde está tu padre?

—No lo sé. ¿Para qué lo quieres?

—Ahí dentro hay alguien que no debería estar —le dijo Cal mientras avanzaba en dirección a la muchacha. Ante la mirada de borracho de Cal, parecía ahora más encantadora de lo que él la hubiera visto nunca; y los ojos le brillaban como gemas oscuras.

—¿Por qué no paseamos juntos un poco? —le pidió Geraldine.

—Tengo que hablar con tu padre —insistió Cal; pero la muchacha ya se estaba apartando de él, sin dejar de reír alegremente. Y antes de que Cal pudiera hacer valer protesta alguna, ella había desaparecido a la vuelta de la esquina. La siguió. Había unas cuantas farolas que no funcionaban a lo largo de la calle, y la silueta que Cal seguía resultaba caprichosa. Pero continuaba dejando la risa como rastro, y él iba detrás de la risa.

—¿Adónde vas? —quiso saber Cal.

Geraldine se limitó a reír de nuevo.

Por encima de ellos las nubes se movían de prisa; las estrellas resplandecían entre ellas, aunque con un fuego demasiado débil para iluminar allá abajo. Cal se quedo mirándolas durante un momento, y cuando volvió a mirar a Geraldine ella se le acercaba emitiendo un sonido que no era un suspiro ni una palabra.

Las sombras que la abrazaban eran densas, pero se desenrollaron mientras Cal las miraba, y lo que revelaron hizo que las tripas le dieran un salto mortal. El rostro de Geraldine se había aflojado de algún modo, las facciones empezaban a corrérsele como cera caliente. Y ahora, al desaparecer la fachada, Cal vio a la mujer que había debajo. La vio y comprendió: la cara sin cejas, la boca sin alegría. ¿Quién si no Immacolata?

Hubiera echado a correr entonces, de no ser porque sintió el morro frío de una pistola contra la sien y la voz del Vendedor que le decía:

—Si haces un solo ruido, va a dolerte.

Cal se mantuvo en silencio.

Shadwell hizo seña hacia el «Mercedes» negro que es taba aparcado en el siguiente cruce.

—Muévete —le dijo.

Cal no tenía dónde elegir; apenas podía creer, incluso mientras caminaba, que aquella escena estuviera teniendo lugar en una calle cuyas grietas del pavimento él había contado repetidas veces desde que fue lo bastante mayor como para distinguir el uno del dos.

Lo hicieron entrar en el asiento posterior del coche donde Cal quedó separado de sus captores por una pantalla de vidrio grueso. Todos supondrían, sencillamente, que se había cansado de la fiesta y había decidido marcharse a casa. Se encontraba en manos del enemigo, y además indefenso para hacer nada al respecto.

Se preguntó qué haría ahora Mooney el Loco.

La pregunta lo afligió sólo durante un momento antes de conocer la respuesta. Sacó el puro que Norman le había dado para celebrar la ocasión, se recostó en el asiento de cuero, y lo encendió.

«Bien —dijo el poeta—; obtén todo el placer que puedas, mientras haya aún placer que disfrutar. Y aliento para acompañarlo».

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