IV.
ESPERANZAS PASADAS
1
Todos ellos acudieron en cuanto fueron convocados; a veces venían de uno en uno y de dos en dos, y a veces en familias o grupos de amigos; vinieron con poco equipaje (¿qué tenían ellos en el Reino con lo que mereciera la pena ir cargado?, pues las únicas pertenencias que les importaban eran las que se habían llevado consigo de la Fuga, y las traían sobre sus personas). Recuerdos de su mundo perdido: piedras, semillas, las llaves de sus casas.
Y, naturalmente, llevaban consigo los encantamientos, los pocos que les quedaban. Los llevaron al lugar del que Nimrod le hablara a Suzanna, pero del que no había sido capaz de recordar el nombre. No obstante, Apolline sí que lo recordó. Era un lugar, en la época anterior del Tejido, que el Azote nunca había podido encontrar.
Se llamaba la colina de Rayment.
Suzanna temía que los Cucos hubieran obrado algún cambio profundo en la región; que hubieran excavado y nivelado el terreno. Pero no era así. La colina permanecía intacta, y el bosquecillo que se extendía bajo la misma, en el que las Familias habían pasado aquel verano tan lejano, había crecido hasta convertirse en un verdadero bosque.
Además Suzanna ponía en tela de juicio que fuese prudente refugiarse a la intemperie con un tiempo tan espantoso como el que hacía —los eruditos ya habían declarado que aquél era el mes de diciembre más crudo que recordase ningún ser vivo—, pero los demás le aseguraron que, incluso estando acosados como estaban, los Videntes tenían soluciones para problemas tan simples como era aquél.
Ya habían estado a salvo una vez en la colina de Rayment; quizá volvieran a estar seguros allí de nuevo.
La sensación de alivio que circulaba entre ellos al estar reunidos era palpable. Aunque muchos habían lógralo sobrevivir bastante bien en el Reino, era obvio que las circunstancias habían exigido que mantuvieran oculto su dolor. Ahora, al encontrarse otra vez entre su propia gente, podían recordar viejas historias de su antiguo país, y aquello suponía ya de por sí un consuelo no pequeño. Tampoco se hallaban completamente indefensos allí. Aunque sus poderes se habían visto reducidos en gran medida sin la Fuga que los alimentara, todavía disponían de uno o dos hechizos engañosos a los que recurrir. Era bastante dudoso que consiguieran mantener a raya durante mucho tiempo el poder que había destruido la calle Chariot, pero los mendigos no pueden escoger.
Y cuando por fin estuvieron congregados en los bosquecillos, entre los árboles, y aquella presencia colectiva tuvo el efecto de realizar una sutil transformación sobre arbustos y ramas, Suzanna se convenció de que aquella decisión había sido la acertada. Si el Azote acababa por encontrarlos, por lo menos estarían juntos al final. Sólo había dos ausencias notables. Cal era una de ellas, naturalmente. La otra era el libro que Suzanna le había confiado; un libro cuyas páginas vivas habían contenido ecos de aquel bosque en pleno invierno. La muchacha se puso a rezar para que ambos, libro y guardián, se encontrasen a salvo en algún lugar. A salvo; y soñando.
2
Quizá fuese el pensamiento al que Cal se encontraba dando forma cuando le llegó el adormecimiento (estaba pensando que la nieve proporcionaba una luz lo bastante clara como para leer) lo que motivó el sueño que tuvo.
Imaginó que despertaba, y que al meterse la mano en el bolsillo de la chaqueta —que era incalculablemente profundo— sacaba el libro que había salvado de la destrucción de la calle Chariot. Trataba de abrirlo, pero tenía los dedos entumecidos y lo manejaba torpemente, como un tonto. Cuando por fin logró cogerle el truco le esperaba una sorpresa, pues las páginas, todas y cada una de ellas, estaban en blanco, en blanco como el mundo que se extendía al otro lado de la ventana. Los cuentos y las ilustraciones habían desaparecido.
Y la nieve continuaba cayendo en los mares de Viking y Dogger Bank, y también en tierra. Caía en Healey Bridge y en Blackpool, en Bath y en Devizes, enterrando las casas y las calles, las fábricas y las catedrales, llenando los valles hasta hacer imposible el distinguirlos de las colinas, cegando los ríos, alisando los árboles, hasta que por fin la Isla llena de espectros quedó toda ella tan en blanco como las páginas del libro de Suzanna.
Y todo aquello tenía perfecto sentido para el yo de su sueño: Porque ¿acaso el libro y el mundo exterior no formaban parte del mismo relato? Trama y urdimbre. Un solo mundo, indivisible.
Lo que veía le dio miedo. El vacío estaba dentro y fuera; y no disponía de cura para ello.
—Suzanna… —murmuró en sueños, anhelando rodearla con los brazos, abrazarla muy fuerte contra sí.
Pero la muchacha no estaba cerca. Ni siquiera en sueños Cal podía fingir que la tenía cerca, era imposible traerla a su lado. Lo único que podía hacer era esperar que Suzanna se encontrase a salvo; esperar que ella supiera mantener a raya la nulidad mejor que él.
—No recuerdo haber sido feliz —le susurró al oído una voz que procedía del pasado. Cal no podía darle un nombre a aquella voz, pero sabía que su sueño había desaparecido hacía mucho tiempo. Puso en marcha atrás el sueño, persiguiendo aquella identidad. Las palabra se repitieron, con más fuerza—. No recuerdo haber sido feliz.
Esta vez la memoria le proporcionó el nombre, y también un rostro. Era Lilia Pellicia; y estaba de pie a los pies de la cama, sólo que no era la cama a la que él se había ido a dormir. Ni siquiera era la misma habitación.
Se dio la vuelta y miró. Había otras personas allí conjuradas del pasado. Freddy Cammel estaba contemplando su propio reflejo; Apolline se hallaba a horcajadas sobre una silla, con una botella pegada a los labios. Al lado de ésta se encontraba Jerichau, que acunaba a un niño de ojos dorados. Ahora Cal sabía dónde estaba y cuándo. Aquélla era su habitación de la calle Chariot la noche en que el fragmento de la alfombra se había deshecho.
Sin responder a ningún estímulo, Lilia habló de nuevo; la misma frase que lo había llevado a él hasta allí.
—No recuerdo haber sido feliz.
¿Por qué, de entre todas las cosas extraordinarias que Cal había visto y de las conversaciones que había oído desde aquella noche, la memoria habría elegido reproducir precisamente aquel momento?
Lilia lo miró. La angustia que tenía reflejada en el rostro se hacía demasiado evidente; era como si su sentido de la premonición le hubiera permitido ver aquella noche de nieve durante la cual Cal estaba soñando; como si ella hubiera sabido, ya entonces, que todo estaba perdido. Cal deseaba consolarla, quería decirle que la felicidad todavía era posible, pero no tenía ni la convicción ni la suficiente voluntad para falsear.
Ahora estaba hablando Apolline.
—¿Y la colina? —decía.
«¿Qué ocurre en la colina?», pensó Cal. Si es que alguna vez había llegado a saber a qué se refería Apolline, se le había olvidado ya.
—¿Cómo se llamaba? —preguntaba Apolline—. ¿Aquella colina donde estábamos…?
Las palabras de la mujer empezaron a alejarse.
«Adelante», la animó Cal con el pensamiento. Pero el recordado calor de la habitación ya se estaba desvaneciendo. Un frío helado procedente del presente se había adueñado de él, haciendo retroceder aquella fragante noche de agosto. Pero Cal siguió escuchando, mientras el corazón empezaba a latirle en la cabeza. El cerebro no había reproducido aquella conversación de forma arbitraria; había un método en todo ello. Algún secreto estaba a punto de divulgarse, pero hacía falta que él fuera capaz de conservar aquel sueño el tiempo suficiente.
—¿Cómo se llamaba… —repetía la quebradiza voz de Apolline— aquel lugar donde estuvimos, aquel último verano? Lo recuerdo como si fuera ayer…
Miró a Lilia como en busca de una respuesta. Caí miró también.
«Contéstale», pensó Cal.
Pero el frío helado iba empeorando, reclamándolo para hacerlo volver desde el pasado al inhóspito presente. Cal deseaba desesperadamente llevarse consigo la pista que revoloteaba en los labios de Lilia.
—Yo lo recuerdo… —volvió a decir Apolline, y la estridencia de su voz se iba haciendo más débil a cada sílaba como si fuera ayer.
Cal miró fijamente a Lilia, animándola mentalmente a que hablase. Ella ya se había vuelto tan transparente como el humo de cigarrillo.
«Por Dios, contéstale», pensó Cal.
Cuando la imagen de Lilia empezaba a desvanecerse por completo con un parpadeo, la mujer abrió la boca para hablar. Durante unos instantes dio la impresión de haber desaparecido de la vista de Cal, pero la respuesta llegó finalmente, tan queda que a él le produjo dolor el esfuerzo que tuvo que hacer para escucharla.
—La colina de Rayment… —dijo ella.
Y a continuación desapareció del todo.
—¡La colina de Rayment!
Cal se despertó al pronunciar aquellas palabras. Las mantas se le habían caído mientras dormía, de modo que tenía tanto frío que notaba los dedos entumecidos. Pero había logrado averiguar cuál era aquel lugar del pasado. Y eso era todo lo que necesitaba.
Se sentó en la cama. Por la ventana entraba la luz del día. La nieve seguía cayendo.
—¡Gluck! —llamó—. ¿Dónde está usted?
Tras tirar con las prisas escaleras abajo, de un punta pié, una caja llena de anotaciones, fue a buscar a Gluck, al que encontró tumbado en el mismo sillón donde había estado sentado mientras escuchaba el relato de Cal.
Sacudió a Gluck por un brazo, diciéndole que se despertase, pero el hombre nadaba en aguas profundas y no salió a la superficie hasta que Cal dijo:
—Virgil.
Al oír aquello, Gluck abrió los ojos como si lo hubiesen abofeteado.
—¿Qué? —inquirió. Miró a Cal con los ojos medio cerrados—. Oh, es usted. Me pareció haber oído… —Se pasó la palma de la mano por las somnolientas facciones—. ¿Qué hora es?
—No sé. Alguna hora de la mañana.
—¿Quiere un poco de té?
—Gluck, creo que sé dónde están.
Aquellas palabras hicieron que Gluck volviera en sí del todo. Se levantó.
—¡Mooney! ¿En serio? ¿Dónde?
—¿Qué sabe usted de un lugar llamado la colina de Rayment?
—Nunca he oído hablar de él.
—Pues ahí es donde están.