VI.
MOONEY EL LOCO

1

Cal estaba asustado como nunca lo había estado antes en su vida. Se encontraba en su habitación, cuya puerta estaba cerrada con llave, y temblaba.

El temblor había comenzado pocos minutos después de los acontecimientos de la calle Rue, hacía ya cosa de veinticuatro horas, y no daba excesivas muestras de ir a cesar. A veces hacía que le temblasen tanto las manos que apenas podía sostener el vaso de whisky que había acunado entre ellas durante toda la noche, pasada casi sin dormir; otras veces le hacía castañetear los dientes. Pero la mayor parte del temblor no salía al exterior, se quedaba dentro. Era como si, de alguna manera, las palomas se le hubieran metido en el vientre y estuvieran batiendo las alas contra sus entrañas.

Y todo porque había visto algo maravilloso y notaba en los huesos que su vida nunca más volvería a ser la misma. ¿Cómo podía serlo? Había trepado al cielo y desde arriba había tenido ocasión de contemplar el lugar secreto que había estado esperando hallar desde la infancia.

Siempre había sido un niño solitario, tanto por elección propia como movido por las circunstancias; los momentos de mayor felicidad que había tenido eran aquellos en los que podía dar rienda suelta a la imaginación y dejarla vagar libremente. Costaba poco emprender ese tipo de viajes. Al mirar atrás, le daba la impresión de que se hubiera pasado la mitad de sus días escolares mirando por la ventana, transportado por un verso cuyo significado no era capaz de descubrir por completo, o por el sonido de alguien que cantaba en un aula distante, hacia un mundo más mordaz y remoto que el que él conocía. Un mundo cuyos aromas eran transportados hasta su nariz por vientos misteriosamente cálidos en un helado mes de diciembre; un mundo cuyas criaturas le rendían homenaje ciertas noches a los pies de la cama, y con cuyos pueblos él conspiraba en sueños.

Pero a pesar de lo familiar que resultaba aquel lugar y del consuelo que sentía allí, la precisa naturaleza de aquello y su localización seguían mostrándose evasivas, y aunque Cal leía cuantos libros encontraba que prometían tratar algún tema extraño, siempre acababa decepcionado. Eran demasiado perfectos, aquellos reinos de la infancia; todo miel y verano.

El verdadero País de las Maravillas no era así, él lo sabía. Había tantas sombras como luz del sol, y los misterios sólo podían desvelarse cuando el ingenio de uno estaba casi agotado y la mente a punto de estallar.

Ése era el motivo por el que Cal temblaba ahora, porque así era como se sentía. Como un hombre cuya cabeza está a punto de abrirse en dos.

2

Se había despertado temprano, había bajado y se había preparado un sandwich de huevo frito y bacon; luego se había sentado con las ruinas de su glotonería hasta que oyó a su padre moverse por el piso de arriba. Rápidamente llamó a la empresa y le dijo a Wilcox que se encontraba indispuesto y que no iría a trabajar aquel día. Lo mismo le dijo a Brendan —que estaba ocupado en sus abluciones matinales y con la puerta cerrada con llave, lo que le impidió ver la cara cenicienta y ansiosa que su hijo tenía aquella mañana. Luego, cumplidas aquellas obligaciones, volvió a su habitación y se sentó en la cama para repasar otra vez los acontecimientos de la calle Rue con la esperanza de que los misterios del día anterior acabaran por hacérsele más claros.

Le sirvió de poco. De cualquier modo que los considerase, aquellos acontecimientos parecían impenetrables ante cualquier explicación racional; se quedó a solas con aquel recuerdo, tan afilado como una navaja de afeitar, de la experiencia, del dolor y del anhelo que lo acompañaba.

Todo lo que siempre había deseado estaba en aquella tierra. Cal se daba cuenta. Todo aquello en lo que su educación le había enseñado a creer, todos los milagros, todo el misterio, toda la sombra azul y todos los espíritus de dulce aliento. Todo lo que las palomas sabían, todo lo que el viento sabía, todo lo que el mundo humano había tenido en su poder en otro tiempo y ahora había olvidado, todo ello esperaba en aquel lugar. Él lo había visto con sus propios ojos. Lo cual probablemente había conseguido volverle loco.

¿Cómo, si no, podía explicar una alucinación de semejante precisión y complejidad? No, él se había vuelto loco. ¿Y por qué no? Llevaba una vena lunática en la sangre. El padre de su padre, Mooney el Loco, había terminado sus días tan chalado como un cencerro. El hombre había sido poeta, según contaba Brendan, aunque cualquier tipo de historia sobre la vida de Mooney o sobre aquellos tiempos se había prohibido en la calle Chariot. «No digas tonterías», le había contestado siempre Eileen cuando Brendan mencionaba al hombre; pero Cal nunca había podido determinar si aquel tabú iba dirigido contra la Poesía, contra el Delirio o contra el Irlandés. Fuera lo que fuese, era aquélla una orden que el padre de Cal incumplía bastante a menudo, en cuanto su mujer volvía la espalda, porque Brendan le tenía cariño a Mooney el Loco y a sus versos. Cal incluso se había aprendido unos cuantos en las rodillas de su padre. Y ahora allí estaba él, consecuente con aquella tradición familiar: viendo visiones y derramando lágrimas sobre el whisky.

La cuestión era contarlo o no contarlo. Hablar de lo que había visto, y soportar las risas y las miradas malintencionadas, o mantenerlo oculto. Una parte de él rabiaba de ganas de hablar, de contárselo todo a alguien (aunque fuera Brendan) y ver qué decían los demás. Pero otra parte le decía: «Calla, ten cuidado. El País de las Maravillas no llega hasta los que andan por ahí parloteando sobre él, sólo les llega a los que guardan silencio y esperan».

De manera que eso fue lo que hizo. Se sentó, se puso a temblar y esperó.

3

El País de las Maravillas no hizo acto de presencia, pero la que sí lo hizo fue Geraldine, y no estaba de humor para lunáticos. Cal oyó la voz de la muchacha abajo, en el recibidor; oyó a Brendan decirle que Cal estaba enfermo y que no quería que le molestasen, y también la oyó a ella decir que tenía intención de ver a Cal estuviera enfermo o no; y acto seguido Geraldine se encontraba ante la puerta.

—¿Cal?

Trató de abrir moviendo el pomo, pero se encontró con que la puerta estaba cerrada con llave y dio unos golpecitos enérgicos en ella.

—¿Cal? Soy yo. Despierta.

Cal fingió estar amodorrado, para lo cual le resultó de mucha utilidad el hecho de tener ya la lengua bien empapada de whisky.

—¿Quién es? —preguntó.

—¿Por qué tienes la puerta cerrada con llave? Soy yo, Geraldine.

—No me encuentro demasiado bien.

—Déjame entrar, Cal.

Éste sabía que era mejor no discutir con ella cuando se encontraba de aquel humor. Se acercó arrastrando los pies hacia la puerta y le dio la vuelta a la llave.

—Tienes un aspecto realmente horrible —le dijo Geraldine suavizando el tono de voz en cuanto le puso los ojos encima—. ¿Qué te pasa?

—Estoy bien —protestó él—. De verdad. Es que me caí.

—¿Por qué no me llamaste? Te estuve esperando anoche para el ensayo de la boda. ¿Se te había olvidado?

El sábado siguiente Teresa, la hermana mayor de Geraldine, iba a casarse con el gran amor de su vida, un muchacho católico y bueno cuya fertilidad difícilmente podía ponerse en duda: su amada estaba embarazada de cuatro meses. Sin embargo no iban a permitir que aquel abultado vientre ensombreciera los procedimientos habituales: la boda iba a ser algo grande. Cal, que llevaba dos años cortejando a Geraldine, era un invitado apreciado, dadas las esperanzas generales de que acabaría siendo el siguiente en intercambiar votos con una de las cuatro hijas de Norman Kellaway. Sin duda la ausencia de Cal en el ensayo había sido considerada como una herejía de poca importancia.

—Te lo había recordado, Cal —le dijo Geraldine—. Ya sabes lo importante que es para mí.

—Es que tuve un pequeño problema —le explicó él—. Me caí de una tapia.

Geraldine se mostró incrédula.

—¿Y qué hacías tú subido a una tapia? —le preguntó como si a su edad Cal debiera estar ya por encima de semejantes indignidades.

Cal le contó brevemente la escapada de 33 y le explicó la persecución que él había tenido que llevar a cabo hasta la calle Rue. Fue un relato muy parcial, naturalmente. En él no se mencionaba para nada la alfombra ni lo que Cal había visto en ella.

—¿Encontraste al pájaro? —preguntó Geraldine cuando Cal hubo terminado de relatar la persecución.

—En cierto modo —le contestó él. En realidad cuando volvió a casa, a la calle Chariot. Brendan le había informado de que 33 había regresado volando hasta el palomar a última hora de la tarde, y que ya se encontraba otra vez junto a su moteada esposa. Cal le contó esto a Geraldine.

—¿De modo que no fuiste al ensayo para buscar a una paloma que de todas maneras acabó volviendo sola a casa? —dijo Geraldine.

Cal asintió.

—Pero ya sabes lo mucho que papá quiere a sus pájaros —indicó.

La mención de Brendan suavizó aún más a Geraldine; ella y el padre de Cal se habían hecho amigos rápidamente desde que Cal los presentara.

—Esta chica reluce —le había dicho Cal a su padre—. Consérvala bien, porque si no lo haces tú, lo hará otro.

Eileen nunca se había sentido tan segura de ello. Siempre se había mostrado bastante distante con Geraldine, hecho que sólo había servido para aumentar los elogios de Brendan hacia la chica.

La sonrisa que Geraldine le ofrecía ahora a Cal era suavemente indulgente. Aunque Cal había estado poco dispuesto a dejarla entrar en la habitación para que le echara a perder el ensueño en que se hallaba, de pronto agradecía la compañía de la muchacha. Incluso advirtió que el temblor le había disminuido un poco.

—Esto está muy cargado —dijo ella—. Necesitas aire fresco. ¿Por qué no abres la ventana?

Cal aceptó la sugerencia. Cuando se dio la vuelta Geraldine se había sentado en la cama con las piernas cruzadas, de espaldas al collage de fotografías que él había colgado allí en su juventud y que sus padres nunca se habían decidido a quitar. El Muro de las Lamentaciones, la llamaba Geraldine, a la que siempre había molestado aquel desfile de estrellas de cine y nubes de champiñones, políticos y cerdos.

—El vestido es precioso —dijo ella.

Cal se quedó un poco perplejo ante aquel comentario, pues tenía los reflejos lentos.

—El vestido de Teresa —le recordó Geraldine.

—Ah.

—Siéntate a mi lado, Cal.

Él se quedó remoloneando junto a la ventana. El aire era fragante y limpio. Le recordaba…

—¿Qué te pasa? —le preguntó ella.

Cal tenía las palabras en la punta de la lengua. «He visto el País de las Maravillas», quería decirle. Eso era, en suma. El resto —las circunstancias, la descripción—, los demás detalles no eran más que sutilezas. Las palabras esenciales eran bastante fáciles, ¿verdad? «He visto el País de las Maravillas». Y si había alguien en su vida a quien debiera decírselo, era a aquella mujer.

—Dime, Cal —le preguntó ella—. ¿Estás enfermo?

Él meneó la cabeza.

—He visto… —empezó.

Geraldine lo miró con absoluta perplejidad.

—¿Qué? —le urgió ella—. ¿Qué has visto?

—He visto… —volvió a empezar Cal, pero de nuevo se interrumpió. La lengua se negaba a obedecer las instrucciones que le daba; sencillamente las palabras no acudían. Desvió la mirada de la cara de Geraldine y la puso en el Muro de las Lamentaciones—. Esas fotografías… —dijo por fin—, son una monstruosidad.

Una extraña euforia lo invadió por haber estado tan cerca de decirlo y haberse vuelto atrás. La parte de él que deseaba que lo que había visto permaneciera en secreto había ganado la batalla en aquel momento, y quizá incluso la guerra. Cal no podía decírselo. Ni ahora ni nunca. Era un gran alivio haberse decidido.

«Soy Mooney el Loco», pensó para sus adentros. No era tan mala idea, después de todo.

—Parece que ya te encuentras mejor —le dijo ella—. Debe de ser por el aire fresco.

4

¿Qué lección podía aprender él del poeta loco, ahora que eran espíritus compañeros? ¿Qué haría Mooney el Loco si estuviera en el pellejo de Cal?

Jugaría a cualquier cosa que fuera necesario, fue la respuesta que le vino a la cabeza, y luego, cuando el mundo no estuviera mirándolo, buscaría, buscaría hasta que encontrase el lugar que había visto, y no importaba que al hacerlo estuviera invitando al delirio. Encontraría su sueño, se aferraría a él y nunca lo soltaría.

Estuvieron hablando un poco más, hasta que Geraldine anunció que tenía que marcharse. Todavía quedaban muchos preparativos de boda que hacer aquella tarde.

—Nada de volver a perseguir palomas —le advirtió a Cal—. Quiero tenerte allí el sábado. —Le puso los brazos alrededor del cuello—. Estás demasiado delgado —dijo—. Voy a tener que alimentarte.

«Ahora espera que la beses —le susurró el poeta loco al oído—. Complace a la dama. No nos conviene que piense que has perdido interés por copular sólo porque has estado a mitad de camino hacia el cielo y has regresado. Bésala y dile algunas palabras amables».

Cal pudo darle el beso, aunque tenía miedo de que se notase que aquella pasión no era espontánea. Sus temores eran infundados. La muchacha correspondió al fingido fervor de Cal con material auténtico, apretando fuertemente contra él aquel cuerpo tan cálido.

«Eso es —dijo el poeta—; ahora busca algo seductor que decirle y que se vaya a casa contenta».

Pero ahí la confianza de Cal falló. No era muy diestro en lo referente a decir cosas dulces, nunca lo había sido.

—Hasta el sábado —fue todo lo que se le ocurrió. Ella pareció contentarse con eso. Volvió a besarlo y acto seguido se marchó.

Cal la miró desde la ventana, contando sus pasos hasta que dobló la esquina. Luego, cuando su amor se perdió de vista, fue en busca del deseo de su corazón.

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