I.
VENDER ES POSEER

1

Aquélla era la lección más importante que Shadwell había aprendido como vendedor. Si lo que uno posee otra persona lo desea con el suficiente ardor, entonces es lo mismo que poseer también a esa persona.

Incluso a los príncipes se les puede poseer. Y allí estaban ellos ahora, o su equivalente en los tiempos modernos, todos reunidos ante su llamada: el dinero viejo y el nuevo, la aristocracia y los arribistas mirándose los unos a los otros con recelo, y ansiosos como niños por ponerle los ojos encima, aunque fuera sólo durante un instante, al tesoro por el que habían venido a luchar.

Paul van Niekerk, de quien se decía que poseía la mejor colección de objetos eróticos del mundo fuera de los muros del Vaticano; Marguerite Pierce, que al morir sus padres había heredado a la tierna edad de diecinueve años una de las mayores fortunas personales de Europa; Beauclerc, el Rey de la Hamburguesa, cuya empresa poseía pequeños estados; el multimillonario del petróleo Alexander A., quien se encontraba a las puertas de la muerte en un hospital de Washington, pero que había enviado a su fiel compañera de muchos años, una mujer que respondía sólo al nombre de señora A.; Michael Rahimzadeh, cuya fortuna tenía unos orígenes imposibles de rastrear, ya que los dueños anteriores de la misma habían fallecido todos reciente y súbitamente; Léon Deveraux, que había acudido a toda prisa desde Johannesburgo con los bolsillos forrados de polvo de oro; y, por último, un individuo sin nombre con cuyas facciones había jugueteado un gran número de cirujanos, los cuales no habían conseguido quitarle de los ojos aquella mirada propia de un hombre con una historia horrible.

Aquéllos eran los siete.

2

Habían comenzado a llegar a la casa de Shearman, que se alzaba en terrenos de su propiedad al borde del Campo Comunal de Thurstaston, a media tarde. Hacia las seis y media ya se habían congregado todos. Shadwell hizo el papel de anfitrión de un modo perfecto —agasajo profusamente a los demás con bebidas y tópicos—, pero dejó caer pocas insinuaciones con respecto a lo que les aguardaba.

Le había costado años, y muchas confabulaciones, obtener el acceso a los poderosos; y había necesitado aún más astucia para enterase de cuáles entre ellos albergaban sueños de magia. Cuando no le había quedado otro remedio, había usado la chaqueta para seducir a aquellos que adulaban a los potentados y hacer que le revelasen todo lo que sabían. Muchos no tenían nada que contarle; sus amos no daban muestras de llorar por ningún mundo perdido. Pero por cada ateo que encontraba había por lo menos otro que creía; alguno propenso a andar alicaído a causa de sueños de infancia perdidos, o a hacer confidencias de medianoche sobre cómo su búsqueda del cielo había terminado únicamente en medio de lágrimas y oro.

De entre aquella larga lista de creyentes, Shadwell había reducido el campo a aquellos cuya riqueza era prácticamente incalculable. Luego, utilizando la chaqueta una vez más, traspasó la línea de los secuaces y tuvo ocasión de conocer personalmente al elitista círculo de compradores.

Fue una jugada más fácil de lograr de lo que había supuesto. Parecía como si la existencia de la Fuga se hubiera rumoreado durante mucho tiempo tanto entre las más altas esferas como en las más bajas; extremos que más de uno de los allí reunidos conocían igual de íntimamente; y él sabía ya, a través de Immacolata, los suficientes detalles del Mundo Entretejido como para convencerlos de que pronto sería capaz de ofrecerles en venta aquel lugar. Hubo uno de aquella breve lista de Shadwell que no quiso tener nada que ver con la Subasta, mascullando que tales fuerzas no pueden venderse ni comprarse y que Shadwell acabaría lamentando su codicia; otro de ellos había muerto el año anterior. Pero el resto se encontraba allí, con sus fortunas temblando y dispuestas a ser gastadas.

—Señoras y caballeros —anunció Shadwell—. Quizá haya llegado ya la hora de que veamos el objeto que estamos considerando.

Los condujo como a ovejas a través del laberinto que era la casa de Shearman hasta una habitación del primer piso donde se encontraba extendida la alfombra. Cerraron las cortinas; una única luz derramaba la cálida iluminación sobre el Tejido, que casi cubría el suelo por completo.

El corazón de Shadwell se aceleró un poco al ver cómo aquellas personas inspeccionaban la alfombra. Ése es el momento esencial, cuando los ojos de los compradores se posan por primera vez sobre la mercancía; el momento en que cualquier venta se lleva a cabo verdaderamente. Las conversaciones posteriores suelen girar en torno al precio, pero ninguna palabra, por ingeniosa que sea, puede competir con aquel primer momento en que la mirada se posa sobre la mercancía. Todo lo demás gira en torno a ello. Shadwell era consciente de que la alfombra, a pesar de lo misterioso de sus dibujos, no era en apariencia más que eso: una simple alfombra. Se requería la imaginación del cliente, avivada por el deseo, para distinguir la geografía que se hallaba allí, a la espera.

Ahora, al examinar las caras de las siete personas presentes, supo que su táctica no había fallado. Aunque varios de ellos eran lo suficientemente vivos como para tratar de disimular el entusiasmo que sentían, todos y cada uno de ellos estaba hipnotizado.

—Así que es esto —dijo Deveraux con aquella acostumbrada severidad suya, aunque turbada por un temor reverencial—. Realmente… no creía…

—¿Qué fuera real? —le apuntó Rahimzadeh.

—Oh, ya lo creo que es real —intervino Norris. Se había puesto en cuclillas para tocar la mercancía.

—Tenga cuidado —le dijo Shadwell—. Es volátil.

—¿Qué quiere decir con eso?

—La Fuga quiere mostrarse a sí misma —repuso Shadwell—. Está preparada y esperando.

—Sí —comentó la señora A.—. Yo lo noto. —Estaba claro que no le gustaba mucho la sensación—. Alexander me dijo que parecía sólo una alfombra corriente, y creo que así es. Pero…, no sé…, hay algo extraño en ella.

—Se mueve —dijo el hombre cuya cara había sido sometida a cirugía estética.

Norris se puso en pie.

—¿Dónde? —inquirió.

—En el centro.

Todas las miradas se pusieron a estudiar las complejidades del dibujo del Torbellino; y sí, en efecto, allí parecía arremolinarse sutilísimamente el Tejido. Ni siquiera Shadwell lo había notado antes. Aquello lo puso más ansioso que nunca por acabar de una vez con todo el asunto. Había llegado el momento de vender.

—¿Tiene cualquiera de ustedes alguna propuesta que hacer? —le preguntó.

—¿Cómo podemos estar seguros —le preguntó Marguerite Pierce— de que ésta es la alfombra?

—No hay forma de que puedan ustedes estarlo —repuso Shadwell. Ya había previsto aquel desafío y tenía preparada la respuesta—. O creen ustedes, porque notan cierta sensación en el estómago, que Fuga está esperando en el Tejido, o ya pueden marcharse. La puerta está abierta. Por favor, hagan lo que gusten.

La mujer no dijo nada durante varios segundos. Después habló:

—Me quedaré —indicó.

—Naturalmente —dijo Shadwell—. ¿Les parece bien que empecemos ya?

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