VII.
CUENTOS DE LA CIUDAD FANTASMA
1
Cinco semanas después de que las cenizas de Brendan se esparcieran en el Césped del Recuerdo, Cal le abrió la puerta a un hombre de cara irónica y rubicunda que lucía el escaso cabello que le quedaba peinado desde una oreja hasta la otra para cubrirse la mollera; llevaba la colilla de un pesado puro entre los dedos.
—¿El señor Mooney? —preguntó; y sin esperar confirmación continuó hablando—: Usted no me conoce. Me llamo Gluck. —Se cambió el puro de mano y apretó la de Cal sacudiéndola enérgicamente—. Anthony Gluck. —A Cal la cara de aquel hombre le resultaba vagamente familiar; se estrujó el cerebro tratando de recordar de qué lo conocía—. Me pregunto —siguió Gluck— si podríamos hablar un momento.
—Yo voto a los laboristas —le dijo Cal.
—No estoy haciendo un sondeo. Me interesa la casa.
—Oh —exclamó Cal con una sonrisa radiante—. Entonces adelante.
E hizo pasar a Gluck hasta el comedor. Al pasar, el hombre se detuvo ante la ventana durante unos instantes y se puso a escudriñar el jardín.
—¡Ah! —dijo—. Así que es éste.
—Está hecho un caos en este momento —le indico Cal con un leve tono de disculpa.
—¿Y no lo ha tocado usted desde entonces? —quiso saber Gluck.
—¿Tocado?
—Desde los sucesos de la calle Chariot.
—¿De verdad quiere usted comprar esta casa? —le preguntó Cal.
—¿Comprar? —inquirió a su vez Gluck—. Oh, no, perdone. Ni tan siquiera me había dado cuenta de que la casa estuviera en venta.
—Dijo usted que le interesaba.
—Y así es. Pero no para comprarla. Me interesa el lugar porque fue el centro de los disturbios del pasado agosto. ¿Estoy en lo cierto?
A Cal sólo le quedaba un recuerdo superficial y lleno de lagunas de los sucesos acaecidos aquel día. Ciertamente se acordaba del monstruoso remolino que tantos daños había ocasionado en la calle Chariot. También podía recordar con bastante claridad la entrevista que mantuviera con Hobart, y cómo la misma le había impedido asistir a la cita que tenía concertada con Suzanna. Pero había otras muchas cosas —el Rastrillo, la muerte de Lilia y, por supuesto, todo lo referente al asunto aquel de la Fuga— que se le había borrado por completo de la cabeza.
No obstante, el entusiasmo de Gluck le intrigaba.
—Aquél no fue un acontecimiento natural —le explicó el hombre—. Ni mucho menos. Es un ejemplo perfecto de lo que nosotros, los que estamos metidos en el tema, llamamos fenómenos anómalos.
—¿Tema?
—¿No sabe usted cómo llaman algunos a Liverpool en estos últimos tiempos?
—No.
—La ciudad fantasma.
—¿La ciudad fantasma?
—Y con motivo, créame.
—¿A qué se refería usted al decir tema?
—En esencia es muy sencillo. Me ocupo en documentar aquellos sucesos que desafían cualquier tipo de explicación lógica; sucesos que caen fuera del campo de comprensión de la comunidad científica y que la gente, por lo tanto, prefiere no ver. Fenómenos anómalos.
—En esta ciudad siempre ha hecho un viento muy fuerte —señaló Cal.
—Créame usted —le dijo Gluck—, en lo que sucedió aquí el verano pasado hubo algo más que viento fuerte. Se dio la circunstancia de que una casa que había al otro lado del río quedó, sencillamente, reducida a escombros de la noche a la mañana. Y también se produjeron alucinaciones en masa a plena luz del día. Varios cientos de personas tuvieron oportunidad de presenciar luces en el cielo, luces muy brillantes. Todo eso y algunas cosas más tuvieron lugar en los alrededores de esta ciudad en un período de dos o tres días. ¿Le parece a usted mera coincidencia?
—No. Si está usted seguro de que todo eso…
—¿De que todo ocurrió? Oh, claro que ocurrió, señor Mooney. Llevo más de veinte años recopilando esta clase de material, recopilándolo y cotejándolo, y existen ya modelos de estos fenómenos.
—Entonces, ¿no solo ocurren aquí? Buen Dios, no. Recibo muchos informes desde toda Europa. Y al cabo de un tiempo uno empieza a formarse una especie de imagen.
Mientras hablaba Gluck, Cal recordó dónde lo había visto antes. En un programa de televisión, hablando —si la memoria no le engañaba— del silencio del Gobierno acerca de las visitas de embajadores extraterrestres.
—Lo que sucedió en la calle Chariot —estaba diciendo Gluck— y en toda esta ciudad, es parte de un modelo que está perfectamente claro para aquellos de nosotros que nos dedicamos a estudiar estas cosas.
—¿Y qué significa?
—Significa que nos observan, señor Mooney. Nos someten a escrutinio todo el santo día.
—¿Quiénes?
—Seres de otros mundos, con una tecnología que deja en pañales a la nuestra. Yo solamente he podido ver algunos fragmentos de los artefactos que utilizan, unos fragmentos abandonados por viajeros descuidados. Pero son suficiente para probar que, desde su punto de vista, somos menos que animales de compañía.
—¿De veras?
—Reconozco esa expresión, señor Mooney —dijo Gluck sin irritarse—. Me está usted tomando a risa. Pero yo he visto la evidencia con mis propios ojos. Especialmente a lo largo de este último año. O ellos se están volviendo más descuidados, o sencillamente ya no les importa que nos percatemos de su presencia.
—¿Y eso qué significa?
—Que los planes que tienen con respecto a nosotros están entrando en la fase final. Que sus instalaciones en nuestro planeta ya están acabadas, y que seremos derrotados antes de que empecemos a defendernos.
—¿Es que piensan invadirnos?
—Puede usted mofarse…
—No me estoy mofando. En serio que no. No puedo decir que sea fácil de creer, pero… —Pensó por primera vez en muchos meses en Mooney el Loco. Me interesa oír todo lo que tenga usted que decir.
—Pues bien —le comentó Gluck suavizando la enfurecida expresión—. Eso supone un refrescante cambio. Suelen pensar que soy un alivio cómico. Pero permítame decirle esto; soy muy escrupuloso en mis investigaciones.
—Lo creo.
—No tengo ninguna necesidad de falsear la verdad —continuó diciendo Gluck con orgullo—. Ya resulta bastante convincente tal como es.
Continuó hablando acerca de sus últimas investigaciones y de lo que éstas habían comportado. Gran Bretaña, por lo visto, había cobrado vida de repente desde un extremo al otro con la aparición de prodigiosos y bizarros acontecimientos. ¿Había oído Cal hablar, inquirió, de la lluvia de pescado, acaecida en alta mar, que había caído sobre Halifax? ¿O la aldea de Wiltshire, que se jactaba de tener su propia aurora boreal? ¿O de la criatura de apenas tres años que vivía en Blackpool y que poseía, de nacimiento, el don de una perfecta comprensión de los jeroglíficos? Todas aquellas historias eran totalmente verdaderas, le aseguró; todas se podían verificar. Y ésa era la parte menos importante del asunto. La isla entera parecía estar sumergida hasta el tobillo en milagros ante los cuales la mayoría de sus habitantes preferían taparse los ojos.
—Tenemos la verdad delante de las narices —le decía Gluck—. Sólo tenemos que aceptarla. Los visitantes están aquí. En Inglaterra.
Aquello, esa especie de apocalipsis de peces y niños sabios, era una idea muy atractiva para volver a Inglaterra entera del revés; y, por absurdos que parecieran aquellos hechos, la capacidad de convicción de Gluck resultaba poderosamente persuasiva. Pero había algo erróneo en aquella tesis. Cal no lograba averiguar qué era —y, ciertamente, tampoco se encontraba en posición de discutir sobre aquel punto—, pero el instinto le decía que en algún lugar del camino Gluck había doblado un recodo equivocado. Lo que resultaba más inquietante era el proceso que aquella fabulosa letanía tenía la virtud de poner en marcha dentro de la cabeza; hizo que Cal comenzase a escarbar en busca de algún hecho que había poseído en algún momento y ahora tenía olvidado. Algo que estaba justo en la punta de los dedos, pero que no podía tocar.
—Como es natural, oficialmente se ha echado tierra encima —le estaba diciendo Gluck— aquí, en la ciudad fantasma.
—¿Que se ha echado tierra encima?
—Ciertamente. No sólo han sido casas lo que ha desaparecido. También han desaparecido personas. Atraídas hasta este lugar, o por lo menos eso es lo que me sugiere la información que poseo. Gente adinerada; gente con influencias que vinieron aquí y que nunca se marcharon. O por lo menos no lo hicieron por propia voluntad.
—Extraordinario.
—Oh, pues yo podría contarle a usted cosas capaces de hacer que la desaparición de un plutócrata resultase, en comparación, pecata minuta. —Gluck volvió a encender el puro, que se le apagaba cada vez que la conversación tomaba un nuevo rumbo. Estuvo echando bocanadas hasta que se vio envuelto por completo en un velo de humo—. Pero en realidad sabemos muy poca cosa —continuó—. Por eso seguimos investigando y haciendo preguntas. Me gustaría haber llamado a su puerta mucho antes, pero las cosas últimamente se han ido desarrollando de un modo frenético.
—No creo que haya mucho que yo pueda decirle —le dijo Cal—. Todo lo sucedido en aquel período lo recuerdo de forma muy borrosa…
—Sí —asintió Gluck—. Lo creo. Es algo que ya he tenido ocasión de observar en repetidas ocasiones. Testigos que, sencillamente, olvidan lo sucedido. Creo que eso es algo que nuestros amigos… —y en ese momento señaló hacia el cielo con la punta húmeda del puro— son capaces de inducir: el olvido. ¿Había alguien más en la casa aquel día?
—Mi padre. Creo yo. Ni siquiera estaba bien seguro.
—¿Puedo hablar con él?
—Ha muerto. Murió el mes pasado.
—Oh. Mi más sentido pésame. ¿Sucedió de repente?
—Sí.
—De modo que vende usted la casa. ¿Va a dejar que Liverpool obre a su antojo?
Cal se encogió de hombros.
—No creo —respondió. Gluck lo escudriñó a través del humo—. Parece que últimamente no tengo las ideas muy claras —confesó Cal—. Es como si estuviera viviendo un sueño.
«Nunca has dicho una verdad más grande», le susurró una voz desde el fondo de su cabeza.
—Lo comprendo —convino Gluck—. De veras que sí. —Se desabrochó la chaqueta y la abrió. Los latidos del corazón se le aceleraron a Cal de forma inexplicable, pero lo único que aquel hombre estaba haciendo era rebuscar en el bolsillo interior para sacar de allí una tarjeta de visita—. Tenga —dijo—. Por favor, cójala.
«A. V. Gluck», anunciaba la tarjeta; y debajo del nombre y de una dirección de Birmingham se veía una frase escrita con tinta roja: «Aquello que ahora está probado en todo tiempo sólo se imaginaba».
—¿De quién es esta cita?
—De William Blake —repuso Gluck—. El matrimonio del Cielo y el Infierno. ¿Querrá usted guardar la tarjeta? Si llegase a ocurrirle a usted algo… algo… anómalo… me gustaría tener noticias suyas.
—Lo tendré en cuenta —dijo Cal. Volvió a mirar la tarjeta—. ¿Qué quiere decir la V.? —le preguntó.
—Virgil —le confió Gluck—. Bueno, todo el mundo debería tener algún secretito, ¿no le parece?
2
Cal guardó la tarjeta, más como un recuerdo de aquel encuentro que porque tuviera esperanzas de utilizarla alguna vez. Le había resultado agradable la compañía de aquel hombre, en cierto modo excéntrica; pero seguramente aquélla fuera una representación que sólo tendría oportunidad de presenciar una sola vez. Dos veces podrían hacer que aquel excéntrico encanto se pusiera rancio.
Cuando Geraldine volvió, Cal empezó a contarle la visita que había recibido, pero luego lo pensó mejor y desvió la conversación hacia otros temas completamente diferentes. Estaba seguro de que la muchacha se reiría de él por haberle concedido a aquel hombre aunque fuera tan sólo un minuto de atención, y, por muy estrafalarios que resultaran Gluck y aquellas teorías suyas, Cal no tenía ningún interés en oír cómo se burlaban de aquel hombre, aunque fuera solapadamente.
Puede que el hombre se hubiera equivocado al doblar un recodo, pero por lo menos había viajado por caminos extraordinarios. Y aunque Cal ya no recordaba bien por qué, tenía la sospecha de que ambos tenían aquello en común.