VI.
ENCANTAMIENTO

1

Si Finnegan no la hubiera llamado, Suzanna nunca habría ido a Londres. Pero la había llamado, y la muchacha fue a Londres movida más por la insistencia de Gluck que porque le entusiasmase grandemente el viaje.

Sin embargo, tan pronto como hubo salido de la casa y emprendió el viaje, empezó a notar que el peso de las últimas semanas se le aligeraba un poco. ¿No le había dicho ella misma en una ocasión a Apolline que existía consuelo en el mero hecho de estar, por lo menos, vivos? Era cierto. Tendrían que aprovechar todo lo que pudieran el hecho de estar vivos, y no quedarse suspirando por aquellas cosas que las circunstancias les habían negado.

Encontró a Finnegan bajo de moral. Su carrera en el Banco había tenido tropiezos últimamente, y necesitaba un hombro en el que desahogarse. Suzanna le ofreció el suyo de buena gana, más que satisfecha de oír todo el catálogo de infortunios de aquel hombre si ello servía para distraerla de su propia aflicción. Finnegan le recordó, cuando hubo terminado de quejarse y de rechinar los dientes, algo que ella había dicho en cierta ocasión acerca de casarse con un banquero. Finnegan se preguntaba si, puesto que por lo visto pronto iba a quedarse sin empleo, Suzanna querría volver a considerar la cuestión. Por el tono que utilizó, quedaba claro que no esperaba un sí por respuesta, y no lo obtuvo. Pero Suzanna le aseguró que esperaba que siempre fueran amigos.

—Eres una mujer extraña —le dijo él cuando se separaron y sin que viniera especialmente a cuento.

Suzanna se tomó aquel comentario como un halago.

2

Cuando regresó a Harborne era ya última hora de la tarde. Se avecinaba otra noche de heladas que perlaría las aceras y los tejados.

Cuando subió al piso de arriba de la casa se encontró que el sonámbulo no estaba en un sillón, sino sentado en la cama y apoyado contra un montón de almohadones; tenía los ojos vidriosos, como siempre. Parecía enfermo; la marca que la revelación de Uriel le había dejado en el rostro resaltaba lívida en aquel cutis tan pálido de Cal. Suzanna se había ido por la mañana temprano, de modo que no había tenido tiempo para afeitarlo, y se disgustó al ver el aspecto de casi completo abandono que aquel descuido sin importancia había ocasionado en Cal. Hablándole en voz baja Suzanna empezó a contarle dónde había estado mientras lo conducía desde la cama hasta el sillón que había junto a la ventana, donde la luz era un poco mejor. Luego cogió la máquina de afeitar eléctrica del cuarto de baño y se puso a afeitarle la barba a Cal.

Al principio aquello, el hecho de tener que atenderlo en todo, le había parecido a Suzanna una cosa horripilante, e incluso la había disgustado. Pero con el tiempo se había ido endureciendo, y había llegado a considerar los trabajos rutinarios necesarios para mantenerlo presentable como un medio de expresar el cariño que sentía por él.

Ahora, no obstante, mientras las tinieblas iban devorando la luz en el exterior, la muchacha sintió que aquellas ansiedades de los primeros días volvían a surgir con fuerza en su interior. Quizá se debiera al hecho de que había pasado el día fuera de aquella casa y sin la compañía de Cal, pero el caso es que algo la hizo sensible a aquella experiencia de nuevo. Quizá también fuera debido al presentimiento que tenía de que los acontecimientos se estaban acercando al final; que ya no habría muchos días más en que tuviera que afeitar y bañar a Cal. Que casi había acabado todo.

La noche cayó tan rápidamente sobre la casa que la habitación pronto estuvo demasiado oscura para poder trabajar con comodidad en ella. Suzanna se dirigió a la puerta y encendió la luz.

El reflejo de Cal apareció en la ventana, destacando en el cristal en contraste con la oscuridad reinante en el exterior. Suzanna lo dejó mirando fijamente aquel reflejo mientras iba a buscar el peine.

Había algo en aquel vacío que Cal tenía ante sí, aunque éste no consiguiera ver bien qué era. El viento era demasiado fuerte, y Cal, como siempre, no era más que polvo en medio de aquel vacío.

Pero la sombra, o lo que fuese, persistía, y a veces —cuando el viento amainaba un poco— a Cal le parecía que casi podía verla contemplándolo fijamente. Cal le devolvió la mirada, y la sombra se la sostuvo, de modo que, en lugar de seguir volando y alejarse, el polvo del que estaba hecho quedó inmóvil momentáneamente.

Al devolverle Cal aquel escrutinio, el rostro que tenía ante sí se hizo más claro. Lo conocía vagamente de algún lugar que había obtenido y después había perdido. Los ojos de aquella cara, y la mancha que la recorría desde la raíz del pelo hasta la mejilla, pertenecían a alguien que había conocido en otro tiempo. Ello lo irritó, al no ser capaz de recordar dónde había visto a aquel hombre con anterioridad.

No fue la cara misma lo que finalmente se lo recordó, sino la oscuridad contra la cual resaltaba.

La última vez que había visto a aquel desconocido, quizá la única vez, el hombre también se encontraba resaltando contra una oscuridad semejante. Una nube quizá, atravesada por relámpagos. Aquella nube tenía un nombre, pero todavía quedaba más fuera de su alcance; no obstante, lo que sí recordaba era el momento en que aquel encuentro había tenido lugar; y algunos momentos del viaje que lo había llevado hasta allí. Él iba en una ricksha, y había atravesado una región donde el tiempo, de algún modo, quedaba fuera de lugar. Donde el hoy respiraba el aire del ayer y del mañana.

Por curiosidad quería averiguar el nombre de aquel desconocido antes de que el viento lo atrapase y lo hiciera ponerse en movimiento de nuevo. Pero él era polvo, así que le resultaba imposible hacer preguntas. En lugar de ello empujó las motas de polvo con las que estaba constituido hacia la oscuridad en la que revoloteaba la misteriosa cara, al tiempo que alargaba la mano para tocarla.

Pero no entró en contacto con una cosa viva, sino con un vidrio frío. Los dedos se le cayeron de la ventana, y los círculos de calor que habían dejado en el cristal se fueron empequeñeciendo.

«Si lo que tenía ante sí era cristal —pensó Cal débilmente—, entonces lo más seguro era que se estuviese mirando a sí mismo. El hombre que había conocido de pie a contraluz de aquella nube sin nombre, aquel hombre era él mismo».

Un rompecabezas esperaba a Suzanna cuando regresó a la habitación. Estaba casi segura de que había dejado a Cal con las manos sobre el regazo, pero ahora el brazo derecho le colgaba a un lado. ¿Habría intentado moverse? Si así era, aquél era el único movimiento independiente que Cal había hecho desde que entrara en trance.

Se puso a hablar suavemente; le preguntó si la oía, si la veía o si sabía quién era ella. Pero, como siempre, fue aquélla una conversación en una sola dirección. O la mano sencillamente se le había resbalado del regazo, o Suzanna estaba equivocada y no la había tenido nunca en tal sitio.

Suspirando, se puso a peinarlo.

Cal seguía siendo polvo en un territorio desierto, pero ahora era polvo con memoria.

Aquello bastó para proporcionarle cierto peso. El viento lo intimidaba y se empeñaba en doblegarlo a su voluntad, pero esta vez el se negó a dejarse mover. El viento soplaba rabioso contra él. Cal lo ignoró, inmóvil en medio de aquella nada mientras se esforzaba por componer el rompecabezas en que se habían convertido sus pensamientos.

Cal se había encontrado consigo mismo una vez, en una casa cerca de una nube; había sido transportado hasta allí en una ricksha, mientras un mundo se doblaba sobre sí mismo en torno a él.

¿Qué significaría aquello de que hubiera estado cara a cara consigo mismo de viejo? ¿Qué podría significar aquello?

La pregunta no era difícil de contestar. Significaba que en algún tiempo futuro tendría ocasión de entrar en aquel mundo y de vivir allí. Y de todo ello, ¿qué se deducía? ¿Qué se deducía?

Que el lugar no estaba perdido.

¡Oh, sí! ¡Oh, Dios del cielo, si! Eso era. Él estaría allí. Puede que no mañana ni pasado mañana; pero algún día, algún día en el futuro, estaría allí.

No estaba perdido, La Fuga no estaba perdida. Sólo necesitó aquel conocimiento, aquella certeza, para despertar.

—Suzanna —dijo.

3

—¿Dónde está? —fue la única pregunta que Cal expresó en voz alta, cuando hubieron terminado el reencuentro—. ¿Dónde está escondido?

Suzanna se acercó a la mesa y le puso a Cal el libro de Mimi en las manos.

—Aquí —le dijo.

Él pasó la palma de la mano por el lomo del libro, pero no lo abrió.

—¿Cómo conseguimos hacerlo? —le preguntó a Suzanna. Formuló la pregunta con mucha solemnidad; como un niño.

—En el Torbellino —le explicó la muchacha—. Tú y yo. Y el Telar.

—¿Todo? —preguntó él—. ¿Todo está ahí dentro?

—No lo sé —repuso Suzanna con toda honestidad—. Ya lo veremos.

—Ahora.

—No, Cal. Todavía estás muy débil.

—Me sentiré fuerte… —le indicó él simplemente— una vez que abramos el libro.

Suzanna no sabía cómo rebatir aquel argumento, de manera que en lugar de hacerlo extendió los brazos y puso las manos sobre el regalo de Mimi. Cuando los dedos de Suzanna se entrelazaron con los de Cal, la lámpara del techo empezó a parpadear y se apagó. Inmersos en la oscuridad sostuvieron el libro entre ambos, tal como en cierta ocasión lo hicieran Suzanna y Hobart. Pero en aquella ocasión había sido el odio lo que había servido de combustible para impulsar las fuerzas contenidas en las páginas; esta vez era el gozo.

Sintieron que el libro empezaba a temblar custodiado por ellos y que se iba poniendo caliente. Luego salió disparado de entre las manos y voló hacia la ventana. El cristal helado se hizo añicos y el libro salió por él y, dando vueltas, fue a sumergirse en la oscuridad.

Cal se puso en pie y se acercó cojeando a la ventana; pero antes de que llegase a ella las páginas del libro se elevaron, desencuadernadas, como pájaros en la noche del exterior, como pichones, y los pensamientos que el Telar había inscrito entre los renglones comenzaron a derramar luz y vida. Luego volvieron a caer en picado y se perdieron de vista.

Cal se volvió de espaldas a la ventana.

—El jardín —dijo.

Sentía las piernas como si las tuviera de algodón; tuvo necesidad de apoyarse en Suzanna para poder llegar hasta la puerta. Juntos empezaron a bajar el tramo de escaleras.

Gluck había oído el ruido de los cristales al romperse y se hallaba a mitad de las escaleras, subiendo, para investigar qué había sucedido; llevaba una taza de té en la mano. Había contemplado maravillas en sus tiempos, pero el hecho de ver a Cal diciéndole que saliera, que saliera, lo dejó con la boca abierta. Para cuando se le hubo ocurrido una pregunta que formular, Cal y Suzanna estaban ya a mitad del segundo tramo de escaleras. Gluck fue detrás de ellos; los siguió al recibidor y luego por la cocina hasta la puerta trasera. Suzanna estaba quitando los cerrojos, el de arriba y el de abajo.

Aunque al mirar por la ventana en el exterior era invierno, ahora era la primavera lo que los aguardaba en el umbral.

Y en el mismo jardín, extendiéndose ante sus ojos, se encontraba el origen de dicha estación; el hogar del gozo de ambos para siempre; el lugar para salvar el cual habían luchado y estado a punto de morir.

La Fuga.

Estaba emergiendo de entre las diseminadas páginas del libro con toda su singular majestad, desafiando al hielo y a la oscuridad como había desafiado antes tantas otras cosas. Los meses que había pasado en medio de los cuentos del libro no habían sido desperdiciados. Venía con nuevos misterios y hechizos.

Allí, con el tiempo, Suzanna redescubriría la Antigua Ciencia, y con ella conseguiría curar antiguas heridas. Allí también, en algún inimaginable año, Cal se iría a vivir a una casa en las cercanías del Torbellino, al cual un día vendría un joven cuya historia él ya conocía. Todo el futuro estaba allí, ante ellos, todo lo que habían soñado juntos, todo esperando para nacer.

Y en aquel mismo momento, en distintas ciudades dormidas de toda la Isla, los refugiados estaban despertando y levantándose de sus camas; abrían de par en par las puertas y ventanas, a pesar del frío, para recibir la noticia que la noche iba a llevárselos; que lo que puede imaginarse no se pierda nunca. Que incluso allí, en el Reino, el encantamiento puede encontrar un hogar.

Después de aquella noche sólo habría un mundo en el que vivir y soñar; y el País de las Maravillas no sería nunca más que un paso más allá, un pensamiento más allá.

Juntos, Cal, Suzanna y Gluck salieron de la casa y echaron a andar hacia aquella noche mágica.

Delante de ellos se estaban desarrollando un buen número de cosas que ver: amigos y lugares que habían temido desaparecidos para siempre venían a saludarlos, ansiosos por compartir aquel encantamiento.

Ahora tendrían tiempo para todos los milagros. Para fantasmas y transformaciones; para la pasión y la ambigüedad; para visiones de mediodía y gloria de medianoche. Tendrían tiempo en abundancia.

Porque nada empieza nunca.

Y esta historia, al no tener comienzo, no tendrá final.

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